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Los adversativos (I)

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¿Contra Franco se vivía mejor? Naturalmente. Porque, de hecho, siempre se vive mejor contra algo: ya se trate de Franco, los inmigrantes o una exnovia. Y el reciente resultado de las elecciones europeas ha venido a recordárnoslo: en nuestro país y en el resto del continente. Merece la pena pararse a reflexionar sobre el asunto, al que quizá sea posible extraerle todavía alguna nota nueva.

En primer lugar, la coyuntura.

En realidad, no es sorprendente que, pasados varios años de una crisis identificada en el imaginario público con los defectos del euro y los efectos de la austeridad, el voto euroescéptico haya aumentado considerablemente en toda Europa. Tampoco lo es que, en este contexto, el bipartidismo español haya sufrido un severo castigo electoral, ni que una formación nacida con el objeto de traducir al sistema de partidos el movimiento 15-M haya obtenido representación. Y, si bien se mira, tiene lógica que el país que constituye una excepción a esta tendencia continental, Italia, esté embelesada por un joven primer ministro de agresiva vocación reformista: como si allí se hubieran adelantado al tenor de las críticas implícitas en el voto del descontento.

Ahora bien, el éxito de Podemos en España ha sido de tal magnitud en número de votos y escaños que, por mucho que unas elecciones generales puedan limitar su representación parlamentaria, quizás esta formación haya llegado para quedarse. Y eso significa que su discurso, su estilo y su valencia simbólica son nuevos protagonistas de nuestra conversación pública. Su impacto sobre el panorama preexistente, al modo de un agent provocateur, contribuirá a desplazar el debate en una otra dirección. Podría alegarse que su programa no difiere demasiado del de Izquierda Unida, pero, aunque así sea, las diferencias simbólicas entre ambos –lo viejo y lo nuevo– inclinan la balanza del lado de Podemos: aunque digan lo mismo, su voz se escucha y la otra sólo se oye.

Pues bien, habida cuenta del radicalismo de su programa, la influencia inmediata de esta formación sobre el debate político consiste en reforzar la plausibilidad de soluciones hasta ahora relegadas al margen del mismo. Se produce un cambio de tono en la conversación, porque muchos ciudadanos empiezan a considerar como razonables propuestas de orden más bien populista (como la jubilación a los sesenta o la auditoría pública de la deuda externa). Naturalmente, un partido que aspira a gobernar dice otras cosas, muchas de ellas también populistas, por lo que sería de esperar que, si Podemos creciera, modificase su discurso; aunque también podría no ser el caso. Sea como fuere, si los demás partidos tratan de cooptar al simpatizante de Podemos, se producirá el desplazamiento del debate hacia un juego de soluciones menos centradas.

Pero, ¿tanto cuentan los detalles programáticos? Quizá no. Probablemente, el éxito de Podemos radique en su capacidad para cubrir una necesidad emocional de parte del electorado, necesidad que no se traduce forzosamente en el apoyo a fórmulas políticas coherentes. Y esa necesidad emocional, a su vez, existía al menos desde la eclosión del movimiento 15-M y el éxito subsiguiente del frame ahora dominante en nuestro país: el fracaso del bipartidismo y la necesidad de acabar con los privilegios de la casta política. La situación de partida se parece mucho a Italia, donde, sin embargo, el carisma insurgente de Beppo Grillo parece haber sido neutralizado por el carisma reformista de Matteo Renzi. Este habría entendido algo que veremos si entienden los representantes políticos españoles, a saber, que no puede responderse a esta nueva percepción pública –esté justificada o no, sea pasajera o duradera– siendo ellos mismos. Es necesario ser otra cosa o, al menos, parecerlo.

A su vez, la crítica al bipartidismo trae causa del revisionismo que, desde distintos frentes y con distintos matices, ha impregnado el debate público nacional desde el comienzo de la crisis. Se ha producido así una completa modificación de la psicología colectiva, que ha pasado de la euforia del boom a la depresión del bust. A medida que se han identificado las razones estructurales de la crisis y ésta se alargaba, con consecuencias especialmente duras para una juventud aclamada simultáneamente como la mejor preparada de nuestra historia, ha incubado una indignación cuyos depositarios principales han sido, naturalmente, las elites políticas y económicas. ¿Quién si no? Sería la primera vez que los ciudadanos reconocen su notable parte de responsabilidad: empezando por la elección sucesiva de los políticos que les disgustan y continuando por su contribución decisiva a la ineficiencia social.

Sucede que, en nuestro país, el autoanálisis emprendido a raíz de la crisis ha convergido con otro revisionismo, en marcha desde hace varios años: la crítica a la transición democrática. Es ésta una crítica desmitologizadora, que se esfuerza en demoler la narración política sobre la que se ha construido la democracia constitucional vigente. Y ahora cuenta con la ventaja sobrevenida que proporciona poder atribuir a los defectos de aquel proceso político las disfunciones sociales que la crisis habría puesto de manifiesto. Este solapamiento hace posible aglutinar dentro de un mismo espacio emocional a miembros de distintas generaciones. De una parte, están los jóvenes; de otra, los veteranos. Sus intereses difieren, pero su discurso es similar.

En primer lugar, están los protagonistas del 15-M que ahora –aceptemos la simplificación para nos desviarnos– votan a Podemos. Su adhesión a la crítica de la Transición funciona hacia atrás, a la vista de unas consecuencias en las que se han socializado políticamente. Primero está la precariedad, luego las novelas de Isaac Rosa y Belén Gopegui; no al revés. No deja de ser curioso, como nota al margen, que una buena parte de estos jóvenes apuesten por soluciones políticas –un giro a la izquierda de la izquierda– directamente emparentadas con las defendidas por sus padres o abuelos, cuando muchos de los problemas que les aquejan parecerían demandar fórmulas políticas más liberales, orientadas a romper la férrea distinción entre insiders y outsiders ahora dominante: entre beneficiarios históricos del sistema (sus padres, en muchos casos) y paganos recientes (ellos mismos).

En segundo término, nos encontramos con algunos protagonistas y testigos de la Transición que ahora, por convicción u oportunismo, la denuncian. Carlos Jiménez Villarejo, exfiscal anticorrupción y miembro electo de Podemos, demanda a sus setenta y nueve años la retirada de la generación que hizo la Transición y denuncia a la casta política que, a su juicio, habría producido. Hace unos meses, Gerardo Iglesias, líder histórico del Partido Comunista y fundador de Izquierda Unida, declaraba a Jot Down lo siguiente:

La España del presente es la consecuencia de una Transición impuesta por los franquistas que no ha permitido democratizar las instituciones del Estado, ni de la Policía, ni de la Judicatura, que ha permitido que se mantuviera incólume todo el poder económico financiero montado a la sombra del dictador y con el favor del dictador. No se ha tocado nada, y de aquellos polvos, estos lodos.

Probablemente, no hay mejor resumen de la posición revisionista. En el caso de Iglesias, la denuncia del pasado es también sospecha sobre el futuro: a su juicio, como reza el encabezamiento de su entrevista, España está incluso regresando al franquismo. En esa misma publicación, el periodista Gregorio Morán sostenía que los así llamados Padres de la Transición «eran absolutamente impresentables». ¡Contra la Transición se vive mejor!

Sólo un finísimo hilo separa esta afirmación de la recusación sistémica de la clase política que llevara a cabo el movimiento 15-M, que, a diferencia de previas oleadas de protesta, elevaba una enmienda a la totalidad de la democracia española que no diferenciaba entre izquierda y derecha. Nunca sabremos, a este respecto, si quizá no hubiera existido 15-M alguno de haber estado gobernando el centro-derecha en el momento del desencadenamiento de la crisis, ya que, en ese caso, la protesta bien podría haberse formulado de manera mucho más genérica, como una enmienda a la derecha política. Pero lo que sí sabemos es que el sentimiento dominante en muchos ciudadanos españoles –se exprese o no electoralmente– se parece mucho a aquel que se vayan todos que hiciera fortuna en una de las innumerables crisis argentinas. Y esta denuncia sistémica permite aglutinar a quienes no podrían aglutinarse de otro modo.

Vaya por delante que no se discuten aquí las innumerables disfunciones estructurales de la sociedad española, sobre las que he hablado en otro lugar. Sobran las razones para el descontento; pero hay muchos descontentos posibles y muchas posibles soluciones para el mismo. Y de ahí que ese revisionismo conozca también versiones más moderadas, aunque quizá su éxito no sea posible sin la presión simultánea que ejercen los maximalismos.

En todo caso, si la crisis económica –y política a fuer de económica– constituye el factor más importante para el éxito de la posición revisionista, hay que preguntarse si existe algún otro factor (aparte de la demografía) que ayude a explicar su rápida difusión. Pues bien, ¿no puede ser que la digitalización de la conversación pública haya facilitado la transmisión viral de este marco explicativo? El papel que desempeñan las nuevas tecnologías en los movimientos sociales ha sido ya sobradamente reconocido: lo mismo vale para el caso particular del 15-M. Pero quizás haya algo más, relacionado menos con la movilización que con la socialización política y la adquisición de información. De alguna forma, leer ha recobrado su prestigio; al menos, hacerlo en la pantalla. Y es una información que adquiere una plusvalía por el hecho de ser compartida en el seno de una comunidad donde se la recibe y comenta; una información que hace comunidad. Pero no es una comunidad amplia, sino microcomunidades aisladas entre sí.

Más aún, la eclosión de las plataformas y los nuevos medios digitales, consumidos sobre todo por los jóvenes, han provocado la fragmentación de la oferta informativa; vale decir, también, de la oferta de sentido. Y esa fragmentación habría privado a los medios tradicionales de masas de su monopolio relativo sobre la opinión. Dado que esos medios tradicionales tienden a ejercer, por su capacidad aglutinadora, una función moderadora de la opinión pública, su debilitamiento ayudaría a explicar la radicalización creciente de la parte más joven de la opinión pública, que no encontraría en ellos inicialmente respuesta a sus frustraciones. Igualmente, el éxito de las explicaciones revisionistas habría incentivado la producción de programas y textos capaces de atraer a esa generación de descontentos. La excepción, así, pasa a coquetear con la norma. Sin ceñirnos al caso español, queda abierta la pregunta de si la fragmentación creciente de la conversación pública da lugar a un pluralismo demasiado agudo, para el que la democracia representativa todavía no ha encontrado solución.

Naturalmente, la deslegitimación de la Transición equivale a la deslegitimación del régimen político al que da paso: nuestra democracia constitucional. De aquí pueden derivarse consecuencias nada halagüeñas, como un incremento de la violencia política de baja intensidad. Más claro es, sin embargo, su efecto inmediato sobre el panorama electoral y el debate público. El éxito electoral de Podemos es su síntoma más claro, pero el fortalecimiento del independentismo catalán bien puede formar parte de la misma dinámica de radicalización.

Bien mirado, ambos comparten una misma característica, que es la demanda de pureza y la creencia en la propia impecabilidad; ni que decir tiene que, sobre sus adversarios políticos o imaginarios, se arroja la acusación contraria: la de dejarse corromper. Resulta de aquí un entendimiento de la democracia algo disfuncional, porque la capacidad que ésta tiene para canalizar el conflicto político –o gestionar el pluralismo, según miremos con ojos rawlsianos o mouffianos– deriva en parte de su suciedad: la democracia exige la renuncia parcial a los principios en nombre del acuerdo posible, en lugar de hacer imposible el acuerdo para no renunciar a ningún principio. Si hablamos del espacio emocional que Podemos ha sabido ocupar, hay que prestar atención a este componente purificador, casi religioso, del que participan sus simpatizantes. En ese aspecto, su discurso participa del populismo de izquierda y derecha más clásico, con su correspondiente promesa de regeneración total. Y sanciona la inocencia de los partícipes, exonerados así de toda responsabilidad sobre el actual estado de cosas.

Ahora bien, ¿no es la radicalización también un mecanismo de autosatisfacción? ¿Acaso no encierra una preferencia por la simplificación que, a su vez, rinde beneficios psicológicos y emocionales, pero pueden empobrecer la contienda política? ¿Se reduce la utilidad del radicalismo aglutinador en una democracia, así como la tiene en oposición a un régimen dictatorial? ¿Qué relación hay entre radicalismo y felicidad? ¿No puede ser que al indignado le guste estar indignado? ¿Se ha convertido el revisionismo en un discurso dominante del que es difícil discrepar sin padecer una cierta sanción social, especialmente en ciertas cohortes generacionales?

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