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Lo que no pué sé…

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En 1989, Herb Stein, un conocido economista estadounidense de la época, formuló lo que luego se ha conocido como la Ley de Stein, que rezaba así: «Si algo no puede perdurar, perecerá». Stein era un personaje pragmático, escéptico y un tanto guasón, así que no se tomaba demasiado en serio su «ley», aunque sí lo hayan hecho muchos de sus colegas economistas. En cualquier caso, su formulación se la había pisado Rafael El Gallo con un memorable apotegma, mucho más preciso que el de Stein.

El reciente subidón de la Bolsa china no podía perdurar. Vamos, que había tropezado con lo que no pué sé. Pero, antes de hablar de ello, un par de reflexiones sobre la función de las Bolsas en general. En China, como en todas partes, la Bolsa es un mercado de capitales; capitales son acciones, bonos, medios de pago y demás instrumentos financieros que intercambian distintos agentes. Las Bolsas canalizan recursos hacia diversos sectores de la economía; recogen y analizan la información que proporcionan las compañías en busca de esos recursos; establecen normas para evitar el fraude o la información privilegiada; determinan cómo deben hacerse las ventas y liquidarse las deudas; imponen reglas para registrar a los demandantes de fondos. Las Bolsas –o, mejor, sus índices– son un indicador eminente de la situación, buena o mala, de la economía de un país o de la global. Y esos índices varían de acuerdo con la decisión de un número indeterminado de actores que resuelven libremente dónde invertir su dinero. Libertad de decisión para los inversores, información fidedigna y transparencia de las operaciones son los elementos que convierten a las Bolsas en uno de los mecanismos más eficaces para la movilización de recursos.

Las Bolsas, pues, canalizan las decisiones financieras de ese aglomerado al que nos referimos con el sintagma sociedad civil. Y precisamente por eso tienden a desenvolverse mejor allá donde la sociedad civil puede autoorganizarse con menores trabas, es decir, en las sociedades libres. No había Bolsa en la Unión Soviética, no la hay en Cuba, ni en Corea del Norte. El socialismo con rasgos chinos, igual que el de sus colegas vietnamitas, la ha tolerado a regañadientes y ha tratado de limitar su protagonismo desde que en 1990, con las reformas de Deng Xiaoping, la Bolsa de Shanghái reabrió sus puertas tras cuarenta y un años de cierre. China inauguró una segunda Bolsa en Shenzhen ese mismo año. Durante los años sin Bolsa, Hong Kong servía de nexo con el exterior para funciones bursátiles y allí se cotizaban y aún se cotizan acciones de compañías chinas (llamadas acciones H) que, a diferencia de las de las mismas compañías listadas en Shanghái (acciones A), pueden ser negociadas por inversores internacionales. El pasado noviembre se inauguró un sistema más flexible (el tren Hong Kong-Shanghái), que otorga mayores facilidades a los chinos continentales para invertir en Hong Kong y a los extranjeros para hacerlo en Shanghái.

Las dos Bolsas de China continental, con una capitalización conjunta de 10,3 billones (1012) de dólares, forman ya el segundo mercado del mundo tras el de Nueva York (19,7 billones). La Bolsa de Shanghái ha acogido tradicionalmente a las grandes compañías chinas, la mayoría estatales (SOE por sus siglas en inglés), en tanto que en Shenzhen se cotizan empresas más pequeñas, sobre todo privadas. Ambas Bolsas experimentaron un crecimiento espectacular (+150%) desde noviembre de 2014. Sólo entre principios de 2015 y el pasado 12 de junio sus índices subieron un 54,2% (Shanghái) y un 118,5% (Shenzhen). En las tres semanas siguientes han caído un 28,6% (Shanghái) y un 33,2% (Shenzhen) y los inversores han perdido más de tres billones de dólares.

¿Cómo explicar el desastre? Los orígenes, sin duda, están en la nueva actitud del Gobierno chino. Al recelo ante las Bolsas lo reemplazó en 2014 un desmedido optimismo oficial. Li Keqiang, el primer ministro, expresaba repetidamente su deseo de que el mercado contribuyese a la financiación del sector corporativo y la campaña de propaganda no se hizo esperar. En una sola semana del pasado mes de agosto, la agencia oficial de noticias Xinhua difundió ocho artículos que exaltaban el patriotismo de los inversores. El Diario del Pueblo, órgano oficial del Partido Comunista de China, y la televisión se unieron al entusiasmo de los dirigentes. El mismo 12 de junio pasado, justo cuando iba a comenzar la caída en picado de las Bolsas, Xiao Gang, el presidente de la Comisión para la Regulación de Activos (CRSC por sus siglas en inglés), el equivalente de nuestra Comisión Nacional del Mercado de Valores, declaraba ante una selecta audiencia en la academia para cuadros del Partido Comunista que el mercado tenía aún margen para crecer, describía su progresión como un espaldarazo al liderazgo económico del Partido y se definía como un entusiasta de las reformas propuestas por Xi Jinping. A esto último, en los tiempos del general Franco, solían llamarlo inquebrantable adhesión.

Tanto esfuerzo propagandístico tenía forzosamente que interpretarse como una resuelta política de apoyo sin límites a los mercados: «Si el Gobierno quiere que los mercados suban, así será», decía un pequeño inversionista a The Wall Street Journal. Y así sucedió, efectivamente, durante un tiempo, hasta que se impuso El Gallo. En Shenzhen, la relación P/G (precios sobre ganancias) había llegado en junio a un estratosférico 68,9. El viernes 10 de julio, después de tres turbulentas semanas, seguía aún en 45 y superaba, por tanto, con mucho el 18,5 de media en las Bolsas del mundo. Esa diferencia no puede mantenerse, especialmente cuando la economía no financiera o «real» ha entrado en una fase de desaceleración progresiva que en China llaman «nueva normalidad».

Sin embargo, el Gobierno chino ha estado haciendo lo imposible para no admitirlo. Su reacción ante la caída de las Bolsas ha sido sostenerlas a cualquier precio con una serie de medidas que reflejaban un cierto grado de pánico. A comienzos de julio, la Banca Popular de China (PBOC por sus siglas en inglés), el equivalente del Banco de España, anunció una inesperada rebaja de los tipos de interés y una reducción de los fondos de reserva de los bancos. La Bolsa cayó. En el fin de semana del 4 al 6 de julio, el Gobierno echó mano de su bazuca particular con una serie de medidas: congelación de salidas a Bolsa de nuevas empresas; compromiso del PBOC para proveer liquidez a la compañía pública (CSFC por sus siglas inglesas) que suministra crédito a los agentes (brokers) para que, a su vez, presten a los inversionistas, una forma indirecta de estimular el mercado; y aumento de las cuotas de acciones A que pueden comprar los inversores extranjeros. Adicionalmente, la asociación de compañías de inversión se comprometía a aumentar sus compras en Shanghái con un fondo de veinte millardos (109) de dólares y a no vender mientras el índice local se mantuviera por debajo de los 4.500 puntos. La Bolsa volvió a caer. Nueva vuelta de tuerca el miércoles 8 de julio. La CRSC prohibía que vendiesen sus participaciones los accionistas y directivos de compañías dueños de más de un cinco por ciento de su capital durante los siguientes seis meses, al tiempo que reiteraba la promesa de liquidez a la CFSC, es decir, animaba a los inversores a seguir comprando acciones a préstamo. Estas últimas medidas han contribuido a estabilizar el mercado desde los últimos días de la semana pasada a un coste que se estima en ciento sesenta millardos de dólares.

El vendaval bursátil ha dado paso a interminables disquisiciones y conjeturas sobre la capacidad del Gobierno chino para controlar la economía; sobre un eventual contagio global de la crisis; sobre sus posibles efectos en las reformas económicas prometidas por Xi Jinping; y sobre las repercusiones políticas en el seno del Partido Comunista y en la sociedad china. Algunas de esas reflexiones resultan atinadas; otras, involuntariamente chuscas. Vaya mi homenaje personal entre estas últimas al titular de El País que atribuía un papel principal en el apaciguamiento de los mercados a las órdenes de Pekín para que la policía actuase «contra los especuladores». Por lo que yo sé, la policía aún no han detenido a Xiao Gang, el presidente de la CRSC, ni a Zhou Xiaochuan, el presidente del PBOC, ni a Li Keqiang, el primer ministro, aunque antes y después de la crisis todos ellos hayan animado con sus declaraciones y sus acciones a que los inversores aumenten las compras de acciones a préstamo (margin buying), las ventas a corto (shorting) y las ventas al descubierto (naked shorting), que tanto complacen a los especuladores.

Tiempo habrá para discutir muchos de esos asuntos sin recurrir a la profecía. Particularmente, en este momento, me interesa más preguntarme el porqué de ese frenesí especulador de los principales dirigentes económicos chinos, tan opuesto al tenaz recelo anterior del Partido Comunista frente a los mercados, y sólo encuentro una respuesta convincente: están tratando de capear no ya la galerna de las Bolsas, sino la que se cierne sobre la economía real de China, buscando un nuevo modelo de crecimiento que sigue mostrándose esquivo: «Es la economía, estúpido».

El consenso sobre la rapidez del crecimiento económico chino durante los pasados treinta años es universal. Si nos preguntamos cómo se ha producido, la respuesta también es ampliamente consensual: mediante una inversión pública y privada sin precedentes históricos, es decir, mediante una descomunal tasa de ahorro. Aún hoy, treinta años ya en su proceso de desarrollo, los chinos sólo consumen un 36% de su PIB y ahorran el resto. ¿Por qué? Si dejamos a un lado explicaciones basadas en eso que suele llamarse «identidad» (que no sirve para explicar la diferencia con los chinos de Hong Kong, Taiwán o Singapur), la respuesta también es clara: los chinos ahorran porque no les queda otro remedio. Los bienes públicos básicos –pensiones, sanidad, educación– no sólo son escasos y elementales; para los chinos que carecen de permiso de residencia (houkou) en el lugar donde viven, son inexistentes. En ambos casos, si quiero obtenerlos o mejorar su calidad, tendré que ahorrar para pagarlos de mi bolsillo cuando se tercie. Así que deposito todo lo que puedo en mi cuenta de ahorros del banco.

El banco hace con ellos dos cosas. Una, pagarme una escasísima cantidad (interés) por mi depósito. Tradicionalmente, descontada la inflación, el interés histórico, regulado por el Estado, ha pivotado en torno a cero. Por otro lado, los presta a un tipo de interés bastante más alto, también regulado por el Estado, y se queda con la diferencia, asegurándose así un beneficio sabroso. Por cierto, hasta hace poco, la totalidad de la banca china era de propiedad pública, lo que aseguraba el riguroso cumplimiento de ambos límites. Esa ganancia y los nuevos flujos de depósito puede prestarlos el banco a crédito, ampliando así su negocio y, de paso, favoreciendo la inversión, pública y privada. Buena parte del crédito va a empresas públicas (SOE) oligopólicas en diversos sectores estratégicos. Otra parte se destina a los inversores privados, entre los que durante años han destacado las promotoras inmobiliarias. Casi todas las grandes fortunas privadas en China provienen de ahí. Finalmente, otra parte se orienta a la financiación de infraestructuras públicas controladas por diversas entidades administrativas. Esos tres motores han generado el círculo virtuoso del que partíamos. El desarrollo chino, por tanto, ha estado financiado por una prodigiosa expansión del crédito: en definitiva, de la deuda privada y pública.

Las reformas de Deng no establecieron un control del mercado sobre la financiación, que sigue siendo en amplia medida determinada por los planes quinquenales del Gobierno y las necesidades de las SOE; la banca permanece al margen de la competencia; y la colusión entre intereses privados y públicos ha dado lugar a que China ocupe la posición número 100 entre los 175 países incluidos en el índice de corrupción percibida de Transparency International. En suma, poco a poco, el modelo ha ido deteriorándose. Según un estudio reciente, entre 2004 y 2009, cada nuevo dólar de crédito generaba 0,77 céntimos de PIB; esa relación cayó a 0,35 entre 2009 y 2013 tras la enorme expansión crediticia con que el Gobierno respondió a la crisis internacional de 2008 (véase Gillem Tulloch, «The Tyranny of Numbers», en John Mauldin y Worth Wray (eds.), A Great Leap Forward?, edición electrónica (2015), Location 861). El resultado del proceso se resume en que, según el MacKinsey Global Institute, la deuda pública y privada de China había ascendido en 2014 al 282% de su PIB. El lado aún menos grato de esa noticia apunta a las dificultades cada vez mayores del sistema bancario chino para reconocer los crecientes impagos de créditos y proveer a su recapitalización. Su volumen es uno de los secretos mejor guardados, y el que reconocen las estadísticas oficiales (1,54% del total) es simplemente increíble. Por el momento, oficialmente, no hay novedad, señora baronesa; pero bajo el peso de flujos de caja crecientemente reducidos, los bancos tienen que echar mano del interbancario o del PBOC para seguir manteniendo su liquidez (Introduction a Mauldin y Wray, op. cit., location 195).

Si mi nivel de ahorro era relativamente alto y yo quería mejorar mi posición, el mejor remedio a mi alcance hasta la fecha era comprar un inmueble, como han hecho millones de chinos. O buscar mayor rentabilidad en la llamada banca en la sombra, que ofrece rendimientos más altos que la oficial. Pero los inmuebles llevan cayendo desde hace meses y al Gobierno no le hacen demasiada gracia ni la inestabilidad de muchos de los chiringuitos financieros, ni la competencia que hacen a la banca pública los más serios. Si hay que aumentar la liquidez del sistema –parecen haber pensado los dirigentes–, mejor captarla a través del mercado de valores. De ahí su reciente delirio bursátil tan anticomunista. Pero, como están mostrando las dificultades del experimento, lo que no pué sé, no pué sé.

Y, además, es imposible.

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Ficha técnica

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