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Lo que dice Ficino sobre la música (I)

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La música está compuesta de animales

Marsilio Ficino escribió mucho sobre música a lo largo de su obra. Son maravillosas sus reflexiones acerca del sonido, el canto y la música de su gran obra Cómo obtener vida de los cielos, donde estudia el poder que tienen las palabras, los sonidos y la música para atraer a las fuerzas superiores. Observa Ficino, por ejemplo, que del mismo modo que existen siete planetas, existen siete pasos en cualquier proceso que trate de atraer algo desde lo elevado hasta las cosas más bajas. Uno sospecha inmediatamente que Ficino pretende equiparar los siete planetas con las siete notas, y por extensión la «Gran Escalera del Ser» con esa gran escalera que es la escala musical, algo así como lo que hace Gurdjieff en su teoría de las escalas. Pero no es así. En la escalera de siete pasos de Ficino, la música, la palabra y el sonido ocupan el cuarto escalón, que corresponde a Apolo. Notemos que, en el tantrismo indio, la cuarta rueda que se encuentra la energía-serpiente Kundalini en su ascenso es la llamada «Anahata», que corresponde al corazón, y que «anahata» significa, precisamente, «sonido increado». Algo similar a la «música callada» de San Juan de la Cruz.

Continúa Ficino explicando «cómo es posible acomodar el canto a las estrellas». Las explicaciones son remotas y tienen que ver con reglas astrológicas que me cansa transcribir. Más interesante es lo que viene a continuación: afirma Ficino que el canto «es el más poderoso imitador de todas las cosas». La declaración es curiosa, ya que frente a la obvia cualidad imitativa de la pintura o la escultura, el carácter imitativo de la música siempre ha resultado un poco más difícil de dilucidar. La música, dice Ficino, imita los gestos físicos, los movimientos y las acciones tanto como los caracteres de las personas: «Por ese mismo poder, cuando imita lo celeste, despierta maravillosamente en nuestro espíritu un movimiento ascendente hacia la influencia celeste, así como uno descendente de lo celeste hacia nuestro espíritu». Seguramente no habría una explicación mejor para la música de Bach o la de Schubert que decir que «imita lo celeste». En eso radica, posiblemente, su enigma y su carácter indescifrable.

«La materia del canto –dice Ficino– es más pura y más similar a los cielos que la materia de la medicina, ya que está hecha de aire, cálido o ardiente, y porque respira y está, de algún modo, viva». Afirma a continuación que «como un animal, está compuesta de ciertas partes y de miembros que le son propios, y no sólo posee movimiento y exhibe ciertas pasiones, sino que también está dotada de significado, igual que una mente, de modo que podría describirse como una suerte de animal aéreo y dotado de una mente racional». Termina su exposición con una mención a ciertos pueblos de Oriente, «especialmente de la India», que saben cómo utilizar el poder de las palabras. Sin duda una de las primeras menciones en Occidente al poder del mantra.

El canto, es, pues, un animal. No sé cómo traducir la palabra «song» del texto en inglés que utilizo (Marsilio Ficino, Angela Voss (ed.), Berkeley, North Atlantic Books, 2006). «Song» es «canción» o, en un sentido amplio, «canto», pero, ¿qué escribirá Ficino en latín? Hace algunos años escribí una novela juvenil cuyo tema era el aprendizaje musical (y que, como es lógico, sigue inédita), en el que ciertos intrépidos aventureros asaltan durante la noche el conservatorio y lo encuentran lleno de fantásticos animales. Pronto descubren que los animales (cisnes de seis alas, monos blancos de ojos carmesíes, avestruces, elefantes con siete trompas de colores) son, en realidad, melodías. Sí, hemos de sospechar que cuando Ficino compara el «canto» a un animal está pensando, sobre todo, en la melodía, que tiene «miembros» (una terminología todavía hoy corriente en el análisis musical), tiene «sentido» (las melodías se analizan como «frases», «preguntas», «respuestas», etc.) y tiene también vida, dado que la melodía, como toda la música en general, es siempre aire, aliento, hálito.

Pensemos, pues, que las obras musicales, pero más especialmente las melodías, son animales. Pensemos en las melodías como criaturas vivientes, independientes, autónomas. Pensemos en los compositores como cazadores misteriosos que acechan en los pantanos y en los valles de montaña a la busca de melodías, que luego encierran en las jaulas de sus composiciones para que vivan y crezcan allí. Y pensemos también cómo las melodías, igual que ha sucedido con no pocas especies animales, empezaron a escasear de forma notoria a principios del siglo XX y se hicieron cada vez más escasas después de la Primera Guerra Mundial.
Me da miedo escribir sobre este tema porque temo ser tomado por un ingenuo. Hace unos días estuve charlando sobre el asunto de las melodías con un joven compositor que machacaba todos mis argumentos con argumentos obvios. Los argumentos obvios no deberían ser utilizados nunca. Me decía el joven compositor que no se puede definir lo que es una melodía. Que la melodía es la escritura horizontal. Que en la música atonal también hay melodías. Me hablaba de la música espectral, con su sombra de tonalidad, con su recuperación de la consonancia, etc., etc.

Sin embargo, permítanme que me explaye en este pequeño rincón que, de cualquier modo, no lee nadie.

Las melodías son lo más misterioso de la música. Nadie sabe por qué una melodía es hermosa, y nadie sabe por qué una sucesión de notas es una melodía y otra no lo es. La melodía de Händel «Verdi prati», por ejemplo, que es bellísima, está compuesta por cuatro notas contiguas que, en Do mayor, serían: Mi-Fa-Mi-Re-Do-Fa-Mi-Re-Do-Re-Mi-Fa-Mi-Fa-Re-Do-Re-Mi-Fa-Mi-Re-Do-Do (con algunas libertades, ya que son posibles muchas notas de paso y embellecimiento). ¿Por qué esa aparentemente abúlica serie de notas componen una melodía tan conmovedora? Todas las grandes melodías son un misterio. Tienen, como los seres vivos, siempre sorpresas en su interior. Richard Strauss soñó con dominarlas y conocerlas, y soñó incluso que era capaz de capturarlas siempre que quisiera. Pero también de su música se escapan, y en sus óperas tardías son cada vez más escasas. No hay ni una sola melodía en La Elena Egipcia o en La mujer silenciosa. En la penúltima, Los amores de Dánae, hay apenas sombras de bellas melodías (aunque hay un pasaje maravilloso, el conocido como «la reflexión de Júpiter»). «Al irse a dormir», de las Cuatro últimas canciones, es, además de un himno del alma y su vuelo nocturno, una serena y elegíaca despedida a las melodías.

Las melodías huyen de la ópera, de la música sinfónica, del Lied, de la música de cámara. Las vemos emprender el vuelo en Sibelius, en Debussy… La desaparición de la melodía en la música clásica occidental es una gran tragedia. Siempre me he preguntado (es esa clase de preguntas que uno puede hacerse en un blog que no lee nadie y donde uno se siente moderadamente a salvo de las indignadas respuestas) por qué Shostakóvich, que podía inventar melodías tan hermosas como las del Vals de la Suite para orquesta de 1956, no escribió ni una maldita melodía en su ópera Lady Macbeth de Mtsensk. No cabe duda de que a él también estaban yéndosele las melodías. Sólo hay en la ópera el atisbo de una lírica melodía, que luego reaparecerá como recuerdo nostálgico en el Cuarteto núm. 8. En esta brevísima melodía, Shostakóvich se veía a sí mismo.

Curiosos animales, las melodías. Es verdad que hay bellísimas melodías de Guillaume de Machaut, por ejemplo, y que la Cansó de Beatriz de Dia o que la canción Ja nus hon pris de Ricardo Corazón de León son melodías memorables, pero lo cierto es que la melodía no florece verdaderamente hasta la aparición de la tonalidad funcional a principios del siglo XVII. La melodía que llamaré occidental surge, precisamente, de la armonía. No se basa en un modo o en una serie de fórmulas o de patrones melódicos, sino que es una especie de criatura autónoma. Surge de la armonía y seguramente por esa razón muere también con la armonía.

Qué maravillosa contradicción la de Wagner: ser un compositor de ópera y no ser capaz de escribir melodías. La típica melodía de Wagner es cuadrada, tosca, predecible y tiene siempre (aunque adopte una forma tan lírica como el «Canto a la estrella» de Tannhäuser) la forma de una marcha. Este tipo de melodías abundan en las primeras óperas. Wagner logró superar esta curiosa limitación de dos maneras: mediante el uso de la llamada «melodía infinita» y creando un nuevo tipo de melodía que es, en realidad, una respuesta y un comentario a la armonía. Este tipo de melodía, que no tiene verdadera existencia aparte de la armonía que la acompaña, es también la que oímos en muchos de los lieder de Hugo Wolf.

Sin embargo, la melodía muere antes que la armonía, y es claramente visible cómo en las obras de compositores todavía tonales como Debussy o Sibelius, las melodías van siendo cada vez más escasas. Claro está que la tragedia de Sibelius es, precisamente, la disolución de la armonía. Una disolución que no viene de la disonancia, del cromatismo o de la ausencia de resolución, sino que parece surgir como una lepra que brota de las mismas raíces del edificio armónico. En sus obras, como en las de Carl Nielsen, el ritmo armónico se hace cada vez más pausado hasta llegar casi a un estatismo total. Ya ni la relación tónica- dominante es operativa. La música sigue siendo tonal, pero la tonalidad funcional ha desaparecido de hecho. Y, con ella, toda posibilidad de melodía.

Se puede estudiar, practicar y dominar la armonía, y es posible escribir música a partir de este conocimiento. La música posterior a Mahler (con la brillante excepción de Richard Strauss), toda esa época que incluye la obra de Zemlinsky, las obras juveniles de Schönberg o de Berg, la música de Szimanowski, la evolución de la música de Scriabin, son ejemplos de esta música que ya es sólo armonía. Puede dominarse la armonía, pero no puede en modo alguno dominarse la melodía. La melodía no puede estudiarse ni practicarse a voluntad: una melodía, dado que es un ser vivo, sólo puede encontrarse o capturarse. Y las melodías, esos blancos pájaros, estaban en esos años abandonando nuestro mundo. En los hiperrománticos Gurrelieder de Schönberg apenas hay melodías. Tampoco las hay en la Sinfonía Lírica de Zemlinsky, de 1923. La comparación con La Canción de la Tierra de Mahler, de 1909, puede ser una buena ilustración del salto del mundo de las últimas melodías, que es el mundo de Mahler, a ese otro mundo sin melodías. Por hermosas y turbadoras que sean las hipersensuales líneas vocales de Zemlinsky. El hecho es que las melodías habían abandonado ya la música casi por completo.

¿Por qué? Supongo que nadie lo sabe.

Probablemente porque en algún momento se rompió nuestra relación con las potencias más elevadas de la psique, y, por continuar con el tema de Marsilio Ficino, dejamos de saber cómo obtener vida de los cielos.

Sí, lo más probable es que las melodías fueran animales que venían de lugares elevados. No han migrado, no se han extinguido. Han regresado a las alturas, donde viven tranquilas y esperando, y de donde, quizá, algún día vuelvan a descender.

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