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Las manos sucias

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Hoy he oído en la radio que don Manuel de Falla solía lavarse las manos numerosas veces al día. En realidad, todos tenemos siempre las manos sucias, incluso después de lavárnoslas. Nuestras manos guardan rastros vivos e inertes de nuestros pecados y peripecias diarias; en sus palmas podemos identificar picaportes y pasamanos, contactos agradables y no santos, transacciones comprometidas, la pólvora del disparo o el delator perfume del billete de quinientos euros. Cada mano posee su microflora; distinta la de la diestra y la de la siniestra, la del hombre y la de la mujer, la de un ser humano y la de otro, y no hay lavado que rompa esta íntima asociación. Nuestras manos atesoran nuestras culpas y pueden evocar ciertos horrores que a veces se intentan exorcizar mediante un lavado obsesivo, un comportamiento que puede observarse con cierta frecuencia. 

El psiquiatra Stanley Rachman, autor de El miedo a la contaminación, ha publicado una breve nota sobre la autohigiene compulsiva en la revista Nature (vol. 503, núm. 7 [7 de noviembre de 2013]), enfocando el fenómeno desde el punto de vista de la Psicología Clínica, ámbito en el que, junto a otros colegas, ha tratado de desarrollar ciertas estrategias terapéuticas. Estamos ante un síntoma común a quienes padecen desorden obsesivo-compulsivo (DOC) y a individuos que han sufrido un trauma físico o emocional, sea, por ejemplo, una violación, un contacto repugnante o una fuerte humillación.

Lady Macbeth trata obsesivamente de lavar la sangre del rey Duncan que, según ella, contamina sus manos y no puede ser borrada ni siquiera por «todos los perfumes de Arabia». Su médico no puede sino confesar que «la enfermedad está más allá de mi práctica». Rachman señala que los elementos contaminantes pueden ser perfectamente definidos, tales como líquidos y sólidos fecales, fluidos sexuales, sangre, suciedad en general y gérmenes, o, por el contrario, el contaminante puede ser estrictamente mental, según ha podido demostrarse mediante medidas psicométricas. Los protocolos de tratamiento desarrollados, que han rendido resultados clínicamente significativos, suponen un programa de confrontación reglada con el supuesto contaminante físico o mental.

«No debemos subestimar lo que podemos continuar aprendiendo con la cuidadosa observación de los pacientes», escribe Rachman en un tono subliminalmente defensivo, después de haber afirmado que «los acontecimientos disparan una profunda respuesta psicológica y, finalmente, biológica». Ambas afirmaciones eluden mencionar los aspectos físicos, moleculares y genéticos del problema para mantener de algún modo la primacía de lo psicológico sobre lo propiamente biológico. Sin embargo, la evidencia no excluye que el fenómeno fluya al revés: los acontecimientos podrían disparar una profunda respuesta biológica y eventualmente psicológica. Esta última visión estaría más en consonancia con el hecho de que la alteración de ciertos genes en ratones inducen el aseo compulsivo y que ciertos compuestos que bloquean procesos moleculares concretos pueden revertir dicho comportamiento. Mi modesta opinión es que, en este caso, como en otros, tales como la anorexia, la pelota sigue en el tejado respecto a si el fenómeno psicológico va por delante del biológico o a la inversa. Creo que no es arriesgado contemplar que los fenómenos observados deben de tener una base genética que determine tanto el proceso en sí como nuestra mayor o menor propensión a sufrirlo.

Curiosamente, mientras escribía estas líneas me he levantado varias veces para lavarme las manos. Me sorprende que el mero roce con la basura acumulada en nuestra ciudad me haya provocado tal reacción. Ante la suciedad física y mental que nos rodea, no sería de extrañar que en nuestro consistorio y en nuestro parlamento hubiera planes para aumentar significativamente el número de lavabos institucionales, aunque creo que sería más barato y eficaz que se implantara el nuevo sistema de la estación de Atocha: si hubiera que pagar cada vez que usamos el lavabo, creo que disminuiría la frecuencia del lavado de manos. Voy a escribir al profesor Rachman, proponiéndole que experimente con esta nueva idea –la estrategia de Atocha–, aunque soy consciente de que, por mucho que se aplicara, la suciedad seguiría ahí.

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