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Nuevo esplendor de la lingüística románica

Las lenguas romances

REBECCA POSNER

Cátedra, Madrid, 1998

Traducción de Silvia Iglesias

423 págs.

2.500 ptas

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«En un tiempo –dice Rebecca Posner– la lingüística románica fue la avanzadilla de la lingüística, en concreto, de la lingüística diacrónica, dado que contaba con una asombrosa riqueza de materiales entre los que no había solución de continuidad» (pág. 36).

Dejando de lado antecedentes no claramente científicos, el título de «padre» de la filología románica se suele reservar a François-Juste Raynouard (17611836), que postula una langue romane común. Pero el primer gran especialista de la filología románica será el profesor de Bonn, Friedrich Diez, con su monumental Grammatik der romanischen Sprachen, en tres volúmenes, que comenzaron a aparecer en 1836 (el año precisamente de la muerte de Raynouard). Tras la muerte de Diez, en 1876, entró en escena Gustav Gröber, que en 1888 publicó los famosos Grundriss der romanischen Philologie, que constituían un «estado de la cuestión». Sigue después la Grammatik der romanischen Sprachen (1890-1902) de W. Meyer-Lübke, inmediatamente traducida al francés (en cuatro volúmenes, 1890-1906), y que reemplazó a la obra de Diez. A partir de entonces, plenamente consolidada la lingüística románica, se multiplican las obras de conjunto hasta llegar a María ManoliuManea, romanista californiana de origen rumano, que fue quizá la primera que intentó aplicar las recientes teorías de Chomsky a los problemas del comparativismo románico en su Gramatica comparata al limbilor romanice (1971), o en su más reciente Tipologíae historia: elementos de sintaxis comparada románica (Madrid, Gredos, 1985). Pero, en el interim, la lingüística románica había sufrido un notable retroceso. Las causas de la transitoria decadencia son muy diferentes. La lingüística románica había nacido bajo los auspicios del método histórico-comparativo, que después de un pasado glorioso pasa por una época de decadencia. Efectivamente, de una parte, los estudios comparatistas (tanto en lingüística como en literatura), limitados a su entorno circunstancial, dejaron de ofrecer especial interés, y de otra parte, desde el Cours de linguistique générale de Saussure el estudio diacrónico de las lenguas adquiere un rango primordial frente al análisis sincrónico. Finalmente, en un orden práctico, como señala Rebecca Posner, la misma riqueza asombrosa de materiales, primarios y secundarios, de la lingüística románica, es motivo de desaliento para los neófitos, que podrán conseguir mejores cosechas aparentes en otros campos lingüísticos más fragmentados, y, en consecuencia, se prefiere, por economía intelectual, reducir la especialidad a una sola parcela más cómodamente abarcable (filología francesa, filología italiana, filología portuguesa, filología catalana, etc.), perdiendo la visión científica del conjunto. Pero, hoy día, las aguas tienden a volver a sus viejos cauces: el comparatismo (tanto en lingüística como en literatura) ha adquirido nuevos niveles, y los estudios sincrónicos y diacrónicos deben nuevamente conjuntarse. Así lo ve claramente Rebecca Posner, para quien la comparación sincrónica de las lenguas produce frutos lingüísticos interesantes y esclarece hechos históricos: «Aunque hay muchas diferencias de detalle entre las lenguas romances que no pueden ser explicadas sino en términos históricos (tanto sociales como lingüísticos), son muchos los casos en que la descripción del estadio sincrónico de una lengua pierde de vista dimensiones importantes si no se la compara con las demás» (pág. 25). Y, en esta formulación, aparece justificado, en la actualidad, el método comparatista, pues, como añade Rebecca Posner, «sigue siendo verdad que todo estudio comparativo de las lenguas romances arroja luz sobre trabajos de lingüística histórica» (pág. 26). Por otra parte, las lenguas romances constituyen un tesoro para los lingüistas toda vez que, vivas en su mayor parte, representan el único ejemplo de un grupo lingüístico afín, muy homogéneo aún, y cuya fuente común, el latín, conocemos con exactitud.

Con estas premisas, Rebecca Posner nos introduce, con mano maestra, en un mundo fascinante, lleno de interrogaciones que cabalmente nos va resolviendo.

Si no supiéramos nada de la historia y localización geográfica de una lengua romance, Rebecca Posner, lanza una pregunta inquietante, ¿seríamos capaces de reconocerla como romance solamente por sus caracteres linguísticos? Y la contestación, inicialmente y en un aspecto, es en apariencia negativa: «Ciertamente, parece que no hay nada en la configuración fonética o fonológica de estas lenguas, que coincidimos en llamar romances, que resulte especialmente distintivo» (pág. 63). Pero añade a continuación la autora: «La semejanza más patente es en el léxico compartido», al que dedica R. Posner un extenso capítulo (págs. 105-134). Pero, no sólo el léxico, también la gramática, es decir, las características morfosintácticas son un emblema de las lenguas que forman parte del «club» romance.

Ahora bien, supuesta la existencia de una familia lingüística románica, R. Posner formula una nueva pregunta: ¿Qué es una lengua romance? Para la mayoría de los romanistas, sigue razonando la autora, la respuesta está clara: «Es una lengua derivada del latín» (pág. 135). Pero, ¿cuál es el latín del que supuestamente derivan las lenguas romances? Porque es evidente que en muchas ocasiones no existen testimonios latino-clásicos de diversos rasgos que comparten las lenguas romances entre sí. De ahí, que las fuentes del romance habrá que buscarlas, no en el latín culto de los escritores, el latín codificado que llamamos clásico, sino en los testimonios del latín hablado o «latín vulgar», paralelo y al margen del latín de los escritores, en el que se hallan implicados, como un continuum, el latín arcaico y los dialectos itálicos, que muestran algunos de los rasgos que vuelven a salir a la superficie en los textos del latín tardío que presagian el romance (págs. 143-183). Pero, paradójicamente, estas diferencias ponen de relieve la unidad románica. Por otra parte, la identificación entre latín hablado y lengua romance nos permite afirmar, con la autora, que el latín sigue vivo y goza de buena salud en las zonas en que se habla una lengua romance, ya que el romance es el latín bajo otros nombres. Por eso, cuando a Dámaso Alonso le preguntaron en cierta ocasión si era partidario de mantener el latín en la enseñanza secundaria, contestó con firmeza: «Cómo no he de ser partidario, si lo que nosotros hablamos en la actualidad no es sino el latín del siglo XX».

Partiendo de las referidas fuentes, Rebecca Posner analiza a continuación una evolución paralela de las lenguas romances (la diptongación, el infinitivo, los clíticos de objeto, las formas parafrásticas aspectuales, el futuro, la pasiva, el léxico, etc.) (págs. 201-234), llegando a la conclusión de que «el efecto club se manifiesta en romance no sólo en el saqueo de las fuentes latinas [anteriormente indicadas], sino también en la interacción simbiótica entre las lenguas durante su historia» (págs. 134-135).

Pero, al lado de tantas semejanzas, existen también notables diferencias que nos llevan a reconocer distintas lenguas romances, cuya clase y número, según diferentes caracterizaciones tipológicas, analiza la autora en el capítulo 5. Pero, ¿cuándo nacen y cómo se diferencian las lenguas romances? Las lenguas romances van apareciendo, entre los siglos VI y VIII, cuando los hablantes empiezan a ser conscientes de la diferencia que existe entre el latín escrito (= latín medieval) y el código oral (= lenguas romances). Y estas lenguas romances adquieren plena madurez cuando los hablantes perciben el latín de la escritura como una lengua muerta, superada por una lengua de prestigio que podía cumplir adecuadamente todas las funciones que había desempeñado el latín. Por otra parte, si partimos de la idea de que las lenguas romances fueron inicialmente una sola lengua, que denominamos protorromance, la diferenciación puede ser comparada con la distinción en especies en la evolución, y las causas son muy variadas. En primer lugar, la dialectización temprana del mismo latín, así como las diferencias sociales, es decir, las diferencias en el uso lingüístico entre los diferentes sectores de la población latina. En segundo lugar, se han atribuido otras diferencias –sobre todo fonológicas– de las distintas regiones a procesos de transferencias de las lenguas originarias prerromanas sobre las que se implantó finalmente el latín, procesos que designamos con el nombre de substrato. Finalmente, a la caída del Imperio romano sobrevienen nuevos pobladores, que, aunque desde el punto de vista militar y admistrativo, respetaron la cultura romana y adoptaron alguna forma del latín, le comunicaron, no obstante, por obra del superestrato o del adstrato, algunos de sus rasgos propios, y así se acentúa una variedad románica matizada por ciertos influjos germánicos en Francia (influjo franco), en Italia (ostrogodo) y en España (godo). Otras lenguas de superestrato que influyeron también en la evolución de variedades romances, tras la época imperial, son el árabe en la Península Ibérica y en el sur de Italia, o las lenguas eslavas que rodean a la variedad rumana.

Estos y otros muchos problemas nos plantea y resuelve Rebecca Posner, que nos ofrece un cuadro vivo y apasionado de la realidad del latín, desde su época clásica hasta las últimas consecuencias manifestadas en las lenguas romances de la actualidad.

La obra que comentamos, a pesar de su rigor técnico, se lee cómodamente, por lo que constituye un manual útil, no sólo para los que tratan de adentrarse en el mundo de la romanística, sino también para cualquier hispano-hablante culto que tenga curiosidad por conocer los avatares de nuestra lengua en relación con sus congéneres románicos.

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Ficha técnica

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