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La revolución aceleracionista

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En mayo del pasado año, Alex Williams y Nick Srnicek, dos jóvenes doctorandos de la London School of Economics, publicaron en la red su Manifiesto para una política aceleracionista, cuya propuesta agitó el debate sobre la superación del capitalismo y ha sido desarrollada recientemente en un breve volumen colectivo aparecido en AlemaniaArmen Avanessian (ed.), Akzeleration, Berlín, Merve, 2013.. No son los primeros en plantear esta idea, pero sí han acertado a desarrollarla en un formato atractivo y en el momento oportuno, a saber, en plena conversación pública sobre la crisis económica global. De hecho, la tesis aceleracionista puede resumirse con facilidad: ya que no se puede detener al capitalismo, hagamos que vaya más rápido a fin de provocar su colapso. ¡A la revolución por el exceso!

Esto significa, a su vez, que no podemos seguir concibiendo la revolución como solíamos. Y solíamos hacerlo como una suerte de resistencia subterránea al sistema, que termina por fructificar un buen día; aunque de alguna manera siempre estemos prima della rivoluzione, como titulara Bernardo Bertolucci su célebre película de 1964. Durante estos prolegómenos debe llevarse a cabo un lento trabajo cultural que crea las bases para el posterior éxito del estallido revolucionario. Esta forma tradicional de concebir la revolución tiene así como presupuesto una educación para revolucionarios que se realiza al margen de los canales mayoritarios de comunicación, que, por definición, transmiten mensajes que refuerzan al sistema mismo. La marginalidad de la lucha contra el capitalismo fue memorablemente capturada por Gil Scott-Heron cuando cantaba aquello de The Revolution Will Not Be Televised. Desde este punto de vista, la respuesta al capitalismo es el anticapitalismo. Pero los defensores de la vía aceleracionista vienen a decir otra cosa: que el camino para el derrumbamiento del sistema es el abrazo de sus rasgos esenciales. O sea, que quizá la mejor forma de provocar una revolución sea poner la televisión cada día.

Bueno, no exactamente; pero vayamos por partes. En su Manifiesto, los autores reconocen que la idea aceleracionista está ya presente en Marx himself, quien aludía a las cualidades destructivas –de las costumbres, las tradiciones, el orden establecido– de un libre comercio cuya promoción, por eso mismo, serviría para agudizar las famosas contradicciones del capitalismo. También citan a Lenin: «El socialismo es inconcebible sin una ingeniería capitalista a gran escala, basada en los últimos descubrimientos de la ciencia moderna». Se trata de una inclinación prometeica contra la que la izquierda posmoderna se levantó en los años sesenta. Lo hizo para buscar refugio en las ensoñaciones arcádicas de cuño rousseauniano, donde, para resumirlo, una comunidad cohesionada a través de la ética del cuidado vive en armonía consigo misma y con el medio ambiente. Para Lenin, así no se iba a ningún sitio; para los aceleracionistas, tampoco. De lo que se trata, por el contrario, es de recuperar el progreso para la causa emancipadora: no de encadenar a Prometeo, sino de recodificarlo.

Su punto de partida es tan hiperbólico como era de esperar. Para Williams y Srnicek, la civilización encara una nueva forma de cataclismo, donde la disrupción del sistema climático ocupa un lugar central. Pero la política es incapaz de responder a estos nuevos desafíos, anclada en viejos usos que impiden afrontar las «aniquilaciones venideras». Dicho en el estilo característico del catastrofismo postfrancfortiano: «En esta parálisis del imaginario político, el futuro ha sido cancelado». Y gran parte de la culpa reside en la izquierda, cuya parálisis ha dejado el camino expedito para el triunfo –cómo no– del neoliberalismo.

En gran medida, el Manifiesto aceleracionista pertenece a la gran tradición de la querella política revolucionaria, es decir, del debate en torno a los signos de identidad de la izquierda y el consiguiente método para provocar el cambio social. A juicio de los autores, la divisoria más relevante en el socialismo contemporáneo separa a quienes defienden las viejas políticas localistas, basadas en el horizontalismo democrático y la acción directa, de quienes defienden una política que absorbe la complejidad, la globalidad y la tecnología modernas, para trabajar con ellas. Aunque no los nombran, movimientos como Occupy Wall Street o nuestro 15-M pertenecerían al primer grupo; el segundo, al menos por el momento, parecería más nutrido por pensadores que por activistas.

Ahora bien, ¿en qué consiste una política aceleracionista? Según reza el manifiesto, los aceleracionistas quieren liberar las fuerzas productivas latentes. De ahí que deseen preservar «la plataforma material del neoliberalismo», con el objeto de redirigirlo para la satisfacción de los intereses generales. Más que construir una sociedad anticapitalista, los aceleracionistas, como su nombre indica, aspiran a alcanzar un estadio poscapitalista. Y por eso afirman que su propósito es intensificar el proceso de desarrollo tecnológico. No se trata de tirar el iPhone a la basura, sino de usarlo revolucionariamente. Porque la tecnología no es suficiente, se preocupan por matizar: sólo la acción sociopolítica da sentido al uso de la misma. Pero la utilidad de ésta es tan formidable que la izquierda debe aprovechar cualquier avance científico y tecnológico proporcionado por la sociedad capitalista. Esto incluye, por cierto, herramientas cognitivas a menudo denostadas por la propia izquierda: análisis numéricos, tablas estadísticas, índices cuantitativos. ¡Frente al automóvil, la Victoria de Samotracia!

Se sigue de aquí que los aceleracionistas han perdido la fe en muchas de las tácticas políticas que distinguen al fragmentado socialismo contemporáneo: «El único criterio para elegir una táctica es su capacidad para proporcionar un éxito significativo». En uno de los pasajes más reveladores del manifiesto, afirman:

La abrumadora preferencia por la democracia-como-proceso debe ser dejada atrás. La fetichización de la transparencia, la horizontalidad y la inclusión por parte de una gran parte de la izquierda «radical» actual ha preparado el terreno para el fracaso. También el secreto, la verticalidad y la exclusión tienen su lugar (aunque no exclusivo) en una acción política efectiva.

¿Qué significan exactamente secreto, verticalidad y exclusión? Es difícil de discernir. Se diría que sólo pueden referirse a una reorganización jerárquica de la izquierda, una suerte de actualización de la vieja vanguardia leninista pasada por el tamiz de la tecnología, al modo del ciberactivismo de Anonymous. Pero los autores se curan en salud al rechazar la idea de que una organización concreta pueda encarnar estos valores. Demandan, en cambio, «una ecología de organizaciones, un pluralismo de fuerzas» que se dediquen a experimentar con diferentes tácticas políticas. Williams y Srnicek parecen así desear que las organizaciones existentes abracen el credo aceleracionista. Sin embargo, el descenso hacia la ininteligibilidad se hace más pronunciado cuando se trata de fijar objetivos a medio plazo:

Primero, necesitamos construir una infraestructura intelectual. Necesitamos llevar a cabo una reforma de los medios a gran escala. Y necesitamos reconstituir formas varias de poder de clase. Es preciso que estos tres objetivos se retroalimenten mutuamente, de manera que cada uno modifique la conjunción momentánea de todos ellos, haciendo a los demás cada vez más efectivos.

Sin duda, esto debe de significar algo; pero es difícil saber lo que significa. Y, en contraste con el hermetismo de los propósitos, restalla la claridad del dilema ante el que nos encontraríamos, obligándonos a elegir entre «un postcapitalismo globalizado o una lenta disolución hacia el primitivismo, la crisis perpetua y el colapso ecológico planetario». El Manifiesto se cierra así como empezaba: con la sugerencia de que, si no aceleramos, dejaremos de movernos.

Sucede así que el atractivo de la idea central de los autores se diluye cuando llega el momento de abordar los detalles de su realización práctica. Esto, en sí mismo, no sería ningún problema si no se tratase de una propuesta revolucionaria, que incluye por definición una preocupación explícita por los resultados. De alguna manera, se trata de un mal que aqueja a muchas filosofías de la revolución, por no decir filosofías en general. Por otro lado, ni la inconcreción ni la vaguedad restan verosimilitud a su hipótesis principal, esto es, que la aceleración de la sociedad capitalista pueda contener el germen de su propia destrucción; pero tampoco le aportan ninguna.

Esta inútil belleza conceptual transpira también en otros aceleracionistas. Nick Land, pensador británico al que los autores del Manifiesto citan como inspirador de su propuesta, habla del estadio del capital en que éste «alcanza su propio “momento angular”, perpetuando un remolino de disolución en fuga, cuyo núcleo es el cero virtual de la acumulación metropolitana impersonal». Por su parte, Benjamin Noys, en su trabajo sobre el mismo concepto, se refiere a «una exótica variante de la politique du pire: si el capitalismo genera las fuerzas de su propia disolución, hay que radicalizar el propio capitalismo: cuanto peor, mejor»Nick Land, The Thirst for Annihilation, Londres, Routledge, 1992, p. 80; Benjamin Noys, The Persistence of the Negative: A Critique of Contemporary Continental Theory, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2010, p. 5.. Se hace patente aquí que las categorías abstractas poseen un atractivo intrínseco, al margen de cuál sea su correspondencia con la realidad. Huelga decir que esas mismas categorías poseen, asimismo, una dimensión performativa, porque son o pueden ser creadoras de realidad. O destructivas, que es a lo que aspira el aceleracionismo: a terminar con el capitalismo tal como lo conocemos.

Si hay algo interesante en la propuesta aceleracionista, es su realismo. Frente a la utopía decrecentista que promueve un retorno a la pequeña escala y el fomento de la frugalidad, los aceleracionistas piensan a lo grande. Son conscientes de que las clases medias globales no van a soltar sus smartphones fácilmente, ni dejarán de desearlos quienes aspiran a integrarse en esa misma clase media. Por eso, el aceleracionismo de Williams y Srnicek se basa en la reconducción de la base material del capitalismo antes que en su improbable desmantelamiento. En ese sentido, acierta también a comprender que la humanidad sólo puede moverse hacia delante, porque tal es la naturaleza de su ser-en-el-mundo, acaso derivado a su vez de su ser-en-el-tiempo. La progresiva aceleración de la vida social puede, así, ser entendida no como una patología, sino como la consecuencia inevitable del progreso tecnológico y el consiguiente aumento de la complejidad social. Para quienes abogan por la superación revolucionaria del sistema, la mera reforma de las disfunciones que acompañan este proceso de desarrollo equivale, como dice el Manifiesto, a la muerte de la imaginación política. Y en eso tienen razón, pero no está claro que la muerte de las utopías sea una mala cosa, a juzgar por el resultado generalmente ruinoso de las grandes utopías políticas del siglo pasado.

Es literalmente imposible saber si la propuesta aceleracionista es o no plausible. Al situar su realización en el futuro, sólo podemos juzgar la probabilidad de su ocurrencia. Tal como señala Cord Riechelmann en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, uno de los problemas del aceleracionismo es su confianza ciega en que el capitalismo va a desarrollarse necesariamente en una dirección: la del desastre«Die Revolution soll sich beeilen», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 22 de diciembre de 2013, p. 44.. Esta inclinación arranca de una de sus premisas, a saber, el juicio sobre la sociedad capitalista realmente existente. Para los aceleracionistas, estamos al borde del colapso, instalados en una crisis perpetua; pero no es tan evidente, con los datos en la mano, que esto sea así. Es indudable, a cambio, que un desarrollo tecnológico exponencial terminará por llevarnos a algún lugar distinto del que habitamos, pero de ahí no se deduce que esa sociedad futura sea indeseable o esté condenada a compendiar los peores rasgos de la contemporánea. Quien crea que así es, podrá adherirse a la tesis aceleracionista; quien no, la contemplará con fascinación o hastío.


 

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