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La plaga de langostas

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Si hay un suceso que ha marcado eso que llamamos actualidad en las últimas semanas, es el acto suicida de Andreas Lubitz, copiloto del vuelo de Germanwings que estrelló su avión en los Alpes franceses llevándose por delante la vida de otras ciento cuarenta y nueve personas. Hemos hablado del terrible asunto sin pausa; literalmente, hasta la extenuación. Así suele ocurrir, naturalmente: la actualidad deja de serlo a medida que avanzan las semanas y el hecho noticioso se desvanece de la superficie informativa para convertirse, después de unas últimas apariciones esporádicas, en su antónimo: una realidad gastada que no puede ser ya utilizada periodísticamente. Pero se trata de un desgaste que tiene su causa mayor –dejando a un lado elementales razones de economía de la atención humana– en el propio uso que el periodismo contemporáneo hace de la realidad que le sirve de objeto. Los medios se precipitan sobre ella como una plaga de langostas. Y sobre este símil quisiera reflexionar, tomando como pretexto la desgracia alpina antes de que se desvanezca por completo.

Ya tiene dicho Niklas Luhmann que el código de comunicación de los medios se basa en la novedad, sea esta auténtica o manufacturadaNiklas Luhmann, La realidad de los medios de masas, trad. de Javier Torres, Madrid, Anthropos, 2013.. Sólo lo nuevo es noticioso, porque sólo lo nuevo llama verdaderamente la atención de quienes no mantienen una atención profesionalizada sobre la realidad sociopolítica, entendiendo por tal una preocupación permanente por la normalidad. Dentro de la categoría de lo novedoso, ocupan un lugar especial las catástrofes, sean accidentales o intencionadas: nada sacude tanto el panorama informativo. La catástrofe, en último término, constituye la más absoluta normalidad estadística: como sabe cualquier compañía aseguradora, los accidentes son inevitables y, por tanto, perfectamente normales. Pero es precisamente este ángulo el que no interesa al sistema periodístico, que se nutre del reverso de la normalidad: la excepción. Hasta el punto de que, cuando esta no existe, aquella es travestida con los volantes de lo inaudito.

Simultáneamente, la digitalización ha intensificado hasta extremos inimaginables la velocidad de reacción de los observadores de la realidad. Aquí se hace necesario incluir no solamente a los medios, sino también a los ciudadanos que se dedican a comentar en las redes sociales, como en un juego de espejos, la información que los medios publican. O, al menos, mayormente: también existe un creciente número de periodistas que trabaja exclusivamente a través de las redes sociales y no faltan los ciudadanos que resultan vivir cerca del lugar de la noticia. En cualquiera de los casos, como es obvio, los medios se ven empujados no ya a poner hechos ante el público, sino a generar interpretaciones sobre los mismos, lo que incluye tanto explicaciones técnicas como análisis simbólicos. Si algo no puede haber, es un vacío. Algo que, en su crítica al periodismo de actualidad, percibiera con agudeza Rafael Sánchez Ferlosio cuando denunciara, precisamente, esa necesidad de salir cada día a la calle –en tiempos analógicos– con el mismo número de páginas, de manera invariable, lo que convierte a los periódicos en «cajas vacías» que reclaman un contenido incluso allí donde no lo hay.

En un artículo publicado en Die Zeit a raíz del crimen de Lubitz, el especialista Bernhard Pörksen ha arremetido contra el «extremismo de la agitación» al que conduce esta dinámica multicausal, tomando como referencia el titular de portada del propio Die Zeit inmediatamente posterior al accidente: «La caída de un mito». Siendo el mito, naturalmente, Lufthansa. Algo parecido podríamos decir de los innumerables tuits que, apenas se había confirmado la noticia del desastre y la naturaleza low-cost de su filial Germanwings, se apresuraron a culpar del mismo a la inmisericorde búsqueda del beneficio característica del turbocapitalismo internacional. Inmediatamente, pues, los hechos quedaron velados por un denso tejido de interpretaciones en conflicto, reemplazadas a su vez por nuevas interpretaciones a medida que salieron a la luz datos suplementarios sobre el falso accidente. Al mismo tiempo, informadores y comentaristas se lanzan a una feroz búsqueda del detalle, verdadera piedra preciosa del periodismo de sucesos, debidamente magnificado siempre que se lo encuentra con objeto de proporcionar nueva sustancia al caso. Y si el detalle no aparece, o mientras aparece, se recurre a un cambio de ángulo: relatar lo mismo desde posiciones distintas. Por ejemplo, a través de la abuela del suicida o, cambiando de tercio, del exalumno del profesor universitario convertido en líder político.

Para Pörksen, la necesidad de informar sobre una catástrofe plantea un problema evidente, que es la conjunción de incertidumbre –o desconocimiento parcial– y vertiginosidad: hay que hablar de inmediato sobre algo de lo que se ignora casi todo. Se crea así un vacío informativo y, con ello, una carrera competitiva por rellenarlo. Este vacío informativo es también fáctico (nada se sabe con certeza) e interpretativo (sin hechos, no hay significado): «Pero lo que con seguridad sabemos es que a la catástrofe aérea sigue, tanto online como offline, un estallido de histeria, una generalizada reacción ad hoc y un permanente comentario inmediato del que nadie sale especialmente bien parado».

Ahora bien, lo que me interesa resaltar es que esta dinámica de fagocitación informativa de la realidad, o de aquellos fragmentos de la realidad que correspondan en cada momento, no se limita en absoluto al hecho catastrófico, ni concierne únicamente a las distintas formas del sensacionalismo. La búsqueda de la novedad y el agotamiento de sus posibilidades expresivas, que se lleva a término como si de la explotación de un yacimiento se tratase, atañe a todos los aspectos de la realidad socioeconómica que puedan presentarse como tales. Por supuesto, algunas historias son mejores que otras, lo que significa que sus ingredientes dan más juego que otras alternativas. Pero, en todos los casos, los medios se precipitan sobre el hecho inaugural para exprimir su potencia informativa, abandonándolo en cuanto su valor de uso se ha agotado. De esta forma, lo radicalmente nuevo es asaltado por los mismos medios que han decretado esa cualidad y sometido a un proceso de acelerado envejecimiento a través de la exposición a la atención pública.

Si dejamos a un lado hechos excepcionales o de ocurrencia ocasional, como un atentado o un accidente aéreo o ferroviario, las cosas no cambian demasiado. Ya se trate del lanzamiento una ronda de relajación cuantitativa, el ascenso de un nuevo líder político o la crisis griega, todos los medios se lanzan sobre su presa con una voracidad caníbal, dispuestos a hacer las entrevistas y los reportajes que sean necesarios mientras aquella siga con vida. Son dos o tres días de fuego cruzado; luego, el silencio. Para el consumidor de un solo medio que permanezca ajeno a las redes sociales, quizás esta dinámica sea inapreciable; pero para un lector concienzudo y quizás atento a la prensa internacional, no puede ser más evidente: los mismos temas, tratados a la manera de cada casa, hinchados todo lo necesario para poder mantener el flujo informativo durante el mayor tiempo posible. Hay excepciones, claro; medios que crean su propia agenda mediante un análisis más profundo y menos dependiente de la atención viral. Pero el patrón es conocido: aparición, agotamiento, desaparición.

Este proceso se hace especialmente visible con la aparición de nuevos líderes, capaces de encarnar en su persona la esperanza de cambio favorecida por los electorados, siendo aquí el cambio un trasunto de la novedad periodística. Y habría que preguntarse si la rapidez inusitada con que últimamente el público retira su confianza a los dirigentes una vez que acceden a un cargo no tiene que ver con esta veloz sobreexposición que, huelga decirlo, no puede encontrar correspondencia en el terreno de sus logros políticos. Por esta misma razón, los líderes se ven obligados a desplegar una actividad agotadora que simula un movimiento constante: se dejan fotografiar con niños, inauguran rotondas, acarician vacas.

Sucede que la representación de la realidad que de aquí resulta tiene más importancia de la que pudiera parecer a simple vista. Porque así como una plaga de langostas deja un campo arrasado tras de sí, la explotación mediática de la realidad social –periodística y amateur– en la era digital modifica nuestra percepción de esa misma realidad. No sólo, como se pone a menudo de manifiesto, acostumbrándonos a recibir explicaciones verosímiles sobre cualquier suceso, exagerando de esta forma, retrospectivamente, nuestra capacidad de control sobre los mismos, sino privándonos de la distancia necesaria para su asimilación reflexiva. Si, como decía Ortega, el enamoramiento es un fenómeno de la atención, dirigida durante un tiempo exclusivamente hacia el sujeto amado, nuestra atención a una realidad hipercomentada no puede sino debilitarse. Byung-Chul Han, en su agudo análisis del enjambre digital, ha insistido en el síndrome de la «fatiga informacional» y sus efectos disfuncionales: «El flujo informativo que nos es suministrado hoy día afecta abiertamente nuestra capacidad para reducir las cosas a sus elementos esenciales. Pertenece necesariamente al pensar la negatividad de la selección y la diferenciación. Por eso, el pensamiento es siempre exclusivo»Byung-Chul Han, Im Schwarm. Ansichten des Digitalen, Berlín, Matthes & Seitz, 2013..

Decisivamente, nuestra exposición permanente al universo informativo digital viene acompañada del rumor incesante de nuestro comentario, menos persuasivo que expresivo, cuyo resultado neto es la creación de una atmósfera que constituye –querámoslo o no– nuestro nuevo horizonte hermenéutico. Nuestros juicios son ya juicios emitidos desde el interior del enjambre; es, además, muy probable que ni siquiera sean nuestros juicios, sino un eco del juicio ajeno, sin que sea posible tener ya acceso al juicio original del que han derivado, después, cientos de miles de réplicas.

Esta tendencia es especialmente destructiva para las víctimas de la atención informativa, sometidas a una presión sin precedentes que tiene mucho que ver con la sensación de estar expuesto a la acción de una masa digital que no desmerece a la «masa de acoso» descrita por Elías Canetti en su tratado sobre las masas analógicas: «Razón importante del rápido crecimiento de la masa de acoso es la ausencia de peligro de la empresa. No hay peligro, pues la superioridad del lado de la masa es total. La víctima nada puede hacer»Elías Canetti, Masa y poder, trad. de Horst Vogel, Barcelona, Muchnik, 1994, p. 46..

Perfecto ejemplo de ello son las llamadas shitstorms o, literalmente, tormentas de basura que caen sobre un personaje público o semipúblico a raíz de una acción o declaración desafortunada. Ni que decir tiene que la decisión sobre cuándo una conducta es un gaffe reprensible no la decide más que el tribunal de la opinión pública, que al actuar sin garantías de ninguna clase opera de hecho tiránicamente, confirmando en este punto los temores de Alexis de Tocqueville a la altura de 1835 sobre la presión homogeneizadora de la igualdad democráticaAlexis de Tocqueville, La democracia en América, vol. 2, trad. de Dolores Sánchez, Madrid, Alianza, 2002, pp. 402 y ss.. Recordemos el caso del septuagenario dueño de Los Angeles Clippers, Donald Sterling, cuya conversación con su joven novia de origen mexicano, que contenía comentarios racistas, fue captada por un micrófono y amplificada por las redes sociales. ¡Transparencia absoluta! En principio, castigo merecido. Pero la inmediatez viral no nos deja distinguir la apariencia de realidad de una realidad más profunda, por no hablar de la imposibilidad de acceder directamente a los contenidos psíquicos de los concernidos. Christopher Caldwell, en su desde entonces desaparecida columna en el Financial Times, daba una versión diferente de la conversación, donde las alusiones a los «negros» con los que se fotografiaba su novia eran, simplemente, el objeto de los celos de un hombre avejentado e impotente. Y ello, dejando al margen las implicaciones que tiene para la privacidad el hecho de que un señor de Lausana pueda sumarse a la ola mundial de indignación contra un señor que vive en Los Ángeles y hacía un comentario privado –por censurable que pueda ser– a su acompañante. Irremediablemente condenado, Sterling tuvo que renunciar a la presidencia del equipo.

Por supuesto, no conviene exagerar. Disponemos no sólo de más información que nunca, sino de mejores análisis y una mayor capacidad para la comprensión del mundo. Ejercitarse en esa comprensión, sin embargo, exige tiempo y esfuerzo. Y durante la tarea, hacia la que no se sentirán inclinados todos por igual, seguiremos respirando la misma atmósfera de histerismo y aceleración que caracteriza el espacio mediático digital. Ahora bien, ¿podría ser de otra manera? Seguramente, no. Si el tiempo social se ha acelerado, asunto que abordamos en este mismo blog, ¿cómo no iba a hacerlo el sistema de medios y nuestro consumo de noticias?

Sucumbiendo a la necesidad de proponer alguna solución, Pörksen observa que la sociedad mediática tiene que aprender una didáctica de la catástrofe basada en la prudencia como primera respuesta ante el acontecimiento rupturista; didáctica que acaso sólo pueda desarrollarse mediante la voluntaria asunción de un código profesional por parte de los medios. Pero esta bienintencionada propuesta tiene pocas probabilidades de prosperar; la competencia entre medios, en combinación con los efectos virales de las redes sociales, harían imposible su mantenimiento. Hemos de dar por segura la amenaza perpetua de un oscurecimiento súbito del cielo por efecto de la nube de langostas, si no su perpetua presencia sobre nuestras cabezas. Sólo el propio ciudadano puede tomar medidas de autoprotección, construyéndose un refugio, a la manera de un cuarto propio donde nosotros mismos optemos por una aproximación razonada al flujo informativo de la era digital, confiando en que no nos dejaremos arrastrar por él.

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