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La novela de la realidad

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Hace algunos años, alguien me señaló un artículo del colorín de Die Zeit en el que se daba noticia de la traducción de un libro de apariencia fascinante: el relato de una relación amorosa, desde su comienzo hasta su final, a través de sus objetos. Recuerdo que algunas fotos me llamaron la atención, sobre todo una donde figuraban las Peel Sessions de The Fall, una banda británica de mi gusto. No leí el artículo en profundidad, porque mi alemán todavía no era gran cosa, pero nunca olvidé la existencia de un libro tan singular y un tiempo después me decidí a buscarlo. Tras algunas pesquisas, dificultadas por recordar sólo el tema y haber olvidado el nombre de la autora, di con él: Important artifacts and personal property from the collection of Lenore Doolan and Harold Morris, including books, street fashion and jewelry. Saturday, 14 February 2009, New YorkLeanne Shapton, Important artifacts and personal property from the collection of Leonore Doolan and Harold Morris, including books, street fashion and jewelry. Saturday, 14 February 2009, New York, Londres, Bloomsbury, 2009.. Sólo en el lomo, el nombre de la autora: Leanne Shapton. En puridad, es el título de un catálogo de subasta, completado con el nombre de la empresa encargada de efectuarla: Strachan & Quinn Auctioneers. Y es que el libro es justamente eso: la descripción, acompañada de una fotografía, de los 332 objetos a través de los cuales puede reconstruirse la historia de amor de Leonore Doolan y Harold Morris.

Esos objetos son diversos y reflejan una cultura neoyorquina entre hipster y bohemia, si bien culta y tendente al fetichismo pop. Desde la postal de invitación a una fiesta de Halloween en la que ambos protagonistas se conocen, hasta novelas de Henry James y Nancy Mitford, pasando por notas de viaje, bikinis y gafas de sol, hasta llegar a las cada vez más espaciadas y lacónicas cartas enviadas por él desde la India cuando la relación está en proceso de descomposición. Las descripciones del lote son profesionales, pero también simpáticas o conmovedoras:

Lote 1215: Una caja de tarjetas del Trivial Pursuit.
Algunas gastadas en los bordes. Mantenidas en el cuarto de baño del número 11A de la calle Sherman, leídas mientras la pareja ejecutaba sus abluciones matinales y nocturnas. 20-25$.

O bien:

Lote 1255: Varias tarjetas de visita.
Tarjetas de visita guardadas por la pareja, incluyendo las de Scissors Palace, el vegetariano Mildred, la lavandería Seventh Village, la librería Biography, Quest Diagnostics y la vinería Enoteca, en cuyo anverso está escrito: «Terapeuta de parejas 212 555 7281». 5-10$.

Desgraciadamente, el libro no está traducido al castellano, a pesar de haber sido elogiado por la crítica anglosajona y publicado, al menos, también en Alemania. Y es una pena, porque pocas novelas más originales habrán sido publicadas en la última década. Se trata de la exploración de un romance a través de su reflejo material, es decir, de los objetos que la relación amorosa de los protagonistas producía o impregnaba: una realidad investida de significado que obliga al lector a reconstruir los detalle de la historia a partir de los indicios que las notas de la empresa de subastas van proporcionándole. Es un truco delicioso, de estirpe nabokoviana y reminiscencias perequianas, que aprovecha la fuerza sentimental de unas imágenes que evocan algo desaparecido. Y no sólo los rostros de los protagonistas adquieren así una cualidad diferente: también esos objetos de otro modo muertos parecen cobrar vida ante nosotros, como el kimono de aquel haiku evocado por Rafael Sánchez Ferlosio: «Al sol se están secando los quimonos: / ¡Ay, las pequeñas mangas / del niño muerto!»Rafael Sánchez Ferlosio, Las semanas del jardín, Madrid, Alianza, 1981, p. 135. ¡Hay vida en las cosas! La estrategia de Shapton, asentada simultáneamente sobre la oblicuidad y la fuerza nostálgica de las imágenes, se ve completada mediante una selección y composición visual de los objetos subastados que los mantiene suspendidos entre la literalidad (que les presta veracidad) y la ironía (como recreación de un milieu fuertemente codificado al que la autora pertenece).

Sobre la posibilidad de una narración que incorpore a los objetos como protagonistas, más allá del fallido intento que representó a esos efectos el nouveau roman francés, habría mucho que decir, máxime si incorporamos al cine en esa ecuación. Pero no quería hablar de eso, sino de las relaciones entre la realidad y la ficción. Porque la obra de Shapton me vino a las mientes tras leer la breve conversación entre Arcadi Espada y Andrés Trapiello publicada en El Mundo el pasado sábado, cuyo tema principal es precisamente la relación que guardan los diarios del segundo con su vida «real». Pero yo no me acordé del libro de Shapton porque éste pretenda ser la recreación de una relación amorosa verdaderamente existente a través de objetos también reales, sino porque yo creía que lo era cuando lo leí. Aunque había sabido del libro por el artículo en Die Zeit, me cuidé mucho de no saber demasiado sobre él; cuando llegó a mi poder, lo leí de una sola vez en el curso de un viaje en avión, dando por hecho que el libro era una crónica autobiográfica de la autora (conocida, por lo demás, por su pericia en el género, siempre a través de formas inhabituales de representación). Para mí, pues, aquella historia y sus objetos eran reales o, al menos, la recreación de una historia real por medio del artificio narrativo de la subasta.

Sin embargo, cuando terminé la lectura me pregunté hasta qué punto estaba en lo cierto. Sin duda, hay gente así, como los protagonistas y sus amigos; en parte, precisamente, por imitación del arte.  La historia de amor, por su parte, seguía un itinerario del todo plausible. Yo había querido, en fin, que aquella historia fuera una crónica más que una novela. Pero pronto comprobé que era una novela, cosa que me decepcionó inicialmente. ¡Vaya timo! La obra pareció devaluarse súbitamente, privada de una dimensión de mi experiencia lectora. Inmediatamente comprendí, no obstante, que mi decepción era absurda: me comportaba como quien va al cine y sale contrariado porque «esperaba otra cosa». Esa expectativa es un problema del lector y, en mi caso, mi decepción carecía de fundamento. Yo había puesto en mi recepción de la obra un suplemento que la autora no contemplaba, a saber: la idea de que esas fotografías y objetos pertenecían a una pareja verdadera, cuando sólo era una pareja plausible. Es una novela que hace como si contase una historia real, pero sin dejar de presentarse como una novela. Es decir: una novela.

Por el contrario, aunque su autor haya descrito sus diarios como «una novela en marcha», subtítulo de su monumental Salón de pasos perdidos, la obra de Trapiello es justamente lo contrario: se presenta como dietario, ofreciendo, pues, de entrada ese suplemento de realidad, pero está lleno de pequeñas ficciones y adiciones ex post. Trapiello, que ha admitido ese componente ficcional –en la entrevista se habla de un pasaje donde inventa una infidelidad por la que su esposa le pide explicaciones– se justifica así:

Yo he explicado las reglas y he dicho que el lector debe tomarse todo lo narrado como un hecho novelístico. Por eso yo he llamado a esto Una novela en marcha […]. Una novela que lo único que necesita de modo indispensable es la verosimilitud.

Sucede que la verosimilitud no es un concepto aplicable a la existencia propia, a los hechos que componen nuestros días: uno se va con otra mujer o no se va, estuvo en Ávila durante el fin de semana o no estuvo, se encontró a un amigo periodista en una exposición o no. Por eso, Espada le pregunta si no sería mejor hablar de ficción sin más. Trapiello dice algo sorprendente: que eso es asunto de los críticos: «Sinceramente, yo no sé cómo es mi obra». Insiste en que el pacto que firma con sus lectores es «el pacto de Sherezade», un pacto clásico de verosimilitud. Su interlocutor opone que hablar en esos términos sobre un diario no tiene mucho sentido, porque «la verosimilitud es en realidad una garantía de que lo contado no es veraz». Justamente: como no es veraz, puede o no ser verosímil. Pero sería absurdo que, por ejemplo, alguien cuestionase mis dos horas en el cine diciendo que mi relato no es verosímil. Pareciera que Trapiello propone a sus lectores un «pacto ambiguo», por emplear la certera expresión que da título a la reflexión de Manuel Alberca, especialista en autoficción, en torno a estos asuntos. Aunque no se refiere al género del diario, sino a la autobiografía, sus consideraciones son aquí de interés:

La novela puede absorber todo, tomar prestado o robar cualquier material formal o contenido de la autobiografía o de la Historia, sin dejar de ser una novela ni de proponer una interpretación en clave ficticia. En cambio, si una autobiografía incorpora evidentes materiales ficticios, imposibles de documentar, o que no se corresponden con la verdad del autobiógrafo, bien porque el autor lo advierte o porque el lector lo descubre, se produce una alteración que atenta al principio básico de la veracidad. En este sentido, novela y autobiografía tienen estatutos muy diferentes y, por tanto, una muy distinta flexibilidadManuel Alberca, El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 285-286..

A diferencia de la novela de Shapton, que finge desde su condición de novela ser un verdadero catálogo de subastas, igual que Nabokov nos presenta en Pálido fuego un poema cuya glosa enloquecida –o no– constituye la novela en sí, se diría que Trapiello presenta unos diarios sometidos a distintas alteraciones ficcionales. No me parece que el subtítulo Una novela en marcha sea suficiente para desactivar este reproche, porque el sentido de «novela» es ahí ambiguo: puede referirse a la idea de que la vida de toda persona es una novela o a que la suma de los años consignados en un diario componen una novela en ese mismo sentido. No por casualidad, sus diarios están llenos de encuentros con personas nunca nombradas, pero que son identificadas con posterioridad por personas que pertenecen al mundo literario así evocado. Nada de esto resta valor a la escritura de Trapiello ni mérito a su extraordinario proyecto, pero sí plantea preguntas interesantes acerca de la legitimación de la obra artística. Porque, ¿cuántos lectores perderían los diarios de Trapiello si se explicitase su condición parcialmente ficcional? De nuevo, la comparación con el libro de Shapton es provechosa: si añadimos literatura a un catálogo de subastas, invistiéndolo así de apariencia de realidad, salimos ganando; pero, si detraemos realidad de un dietario mediante su deformación ficcional, su valor parece reducirse. Algo que tal vez podamos poner en relación con la ontología del diario como forma de escritura: como espacio en el que una persona consigna los sucesos y reflexiones de su vida cotidiana, ¿tendría sentido concebir a un diarista que mintiera a su cuaderno, en la intimidad de su gabinete, relatándole acontecimientos que no le sucedieron? Si, en cambio, entendemos que un diario está concebido ya desde el principio para la mirada del público, como acaso sea norma en nuestros días, entonces podemos etiquetarlo como literatura en sentido amplio y dejar de preocuparnos por la veracidad de lo que narra su autor. Tal vez así haya que entender las ambigüedades del gran salón de Trapiello.

Para David Shields, último profeta del fin de la novela, nada de esto tiene demasiada importancia. Entrevistado por Letras Libres tras la edición en castellano de su manifiesto sobre el particular, cuyo título –Hambre de realidad– es ya bastante gráfico, Shields sostiene que la novela ha quedado en nuestros días «obsoleta cultural, filosófica y ontológicamente». Se venden muchas novelas, pero son a su juicio meros escapismos: sus lectores tienen hambre de entretenimiento. Sobre todo, a él le interesa el ensayo, un ensayismo personal, ya sea memorialista o lírico, donde el autor borra las fronteras entre los géneros. La diferencia entre novela y ensayo queda expresada lapidariamente en una fórmula confusa: «Los escritores de no ficción imaginan. Los de ficción inventan». En cualquier caso, Shields constata una tendencia observada también por otros comentaristas: la creciente tendencia a difuminar las fronteras entre realidad y ficción. Algo que nadie ha explorado con tanta agudeza en nuestro país como Arcadi Espada himself.

Todo esto indica que, si hay una noción que debe situarse en el centro del problema narrativo contemporáneo, es la de verosimilitud. Algo que se refleja perfectamente en el inteligente neologismo de Stephen Colbert, la «truthiness» o cualidad de algo que parece verdadero porque se siente como tal, pero que no tiene por qué serlo. No obstante, Colbert no agota el sentido del término. Verosímil es aquello que parece verdadero. Para Espada, eso excluye que lo sea: porque aquello que es verdadero no tiene por qué revestirse con los ropajes de la verosimilitud. Lo verosímil se esfuerza por ser verdadero. Pero también lo verdadero ha de esforzarse, porque una verdad mal contada será indistinguible de una mentira verosímil. Máxime en una época que ha debilitado la noción de verdad para dar paso a su relativización y a su sustitución por un perspectivismo que la entiende compuesta de distintas versiones, todas ellas tenidas por legítimas, de una misma realidad. Al ser esa realidad vivida de manera diferente por distintos actores u observadores, se descompone en distintas realidades. Huelga decir que no todas las afirmaciones son del mismo tipo: una cosa es la verdad sobre los hechos y otra cosa es la interpretación que merezcan esos hechos, es decir, la verdad sobre su sentido. Esta última será plural y puede alcanzarse: aquella no puede serlo. Pero que no pueda serlo no significa que su fijación sea sencilla: no siempre los hechos están a la vista o pueden recopilarse inequívocamente. Y por ahí es donde la verosimilitud se cuela, también, en la veracidad. Nos guste o no.

En un libro espléndido sobre la diferencia entre los narradores de la literatura clásica y los modernistas, Gabriel Josipovici contraponía la confianza que el lector depositaba en los primeros a la sospecha que nos vemos obligados a albergar hacia los segundos. Tal vez se deba a la imposibilidad de confiar en Humbert Humbert que hayamos desembocado en esa «hambre de realidad» a la que alude Shields; por otro lado, no está tan claro que la incipiente cultura digital se caracterice por su apego a la verdad. Más bien, quien declara «inspirarse en hechos reales» busca legitimarse a ojos del lector o espectador, añadiendo un suplemento de realidad que –sean cuales sean las razones del aparente desprestigio de la ficción pura– parecemos anhelar: como si aquello que no tuviera algún asidero en lo real careciera para nosotros de interés, aun cuando nos resulte más bien indiferente la calidad de ese asidero. En otras palabras, la apelación a la realidad activa un distinto modo de recepción que hace más excitante o cercana la narración que se nos ofrece. Pero, por otro lado, como apunta también Josipovici, la verdad no significa lo mismo en la era de la sospecha y eso mismo –añadimos– impulsa la vigencia del principio de verosimilitud (debida a la creencia de que la verdad profunda es inalcanzable debido a la disonancia de versiones contendientes sobre los hechos) por encima del principio de veracidad:

Yago siembra la semilla de la sospecha en la mente de Othello pidiéndole que interprete, que llegue al fondo de las cosas. El antiguo dramaturgo y el narrador oral de cuentos responden a esta pregunta: ¿qué sucedió? El novelista y el dramaturgo moderno responden a ésta: ¿qué sucedió realmente? Una pequeña diferencia, podría pensarse, pero es una diferencia abismalGabriel Josipovici, Confianza o sospecha. Una pregunta sobre el oficio de escribir, trad. de José Adrián Vitier, Madrid/Ciudad de México, Turner/Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 112..

De ahí el prestigio contemporáneo de las conspiraciones, los complots, las falsas realidades: de Mamet a Matrix. La posibilidad del engaño produce, así, el paradójico efecto de obligarnos a interpretar el sentido de cada hecho y anudarlo a otros hechos igualmente interpretados, en busca de un relato verosímil capaz de producir un significado plausible: no hay signos limpios.

En un momento de la entrevista, Trapiello señala, en relación con los hechos contenidos en sus diarios, que «lo importante no es que sean o no veraces, sino que el lector los juzgue verosímiles, es decir, como hechos que podrían haber sucedido». Dejando al margen la aparente incompatibilidad entre el género diarístico y el relato de hechos que podrían o no haber sucedido, puede deducirse de aquí que la analogía más fecunda con el problema de la verosimilitud en la modernidad tal vez provenga del mundo del Derecho: del proceso judicial. Ya que, en su transcurso, oyendo a fiscales y abogados defensores, a acusados y testigos, el juez está obligado a discernir entre distintas ofertas narrativas, que se relacionan a su vez con lo sucedido de manera estratégica y no literal, para construir a su vez una verdad oficial –la verdad de los hechos– que trata de fijar de la forma más ajustada posible el relato de lo que ciertamente sucedió y no podría, retrospectivamente, haber sucedido de otra manera. En un mundo caracterizado por la pluralidad inagotable de relatos –sobre la crisis financiera, sobre la desigualdad económica, sobre la naturaleza de las naciones–, corresponde al lector hacer ese trabajo de discernimiento que, en sede judicial, competería al magistrado. No hay ningún oráculo al que podamos recurrir para conocer directamente la verdad; los lectores somos jueces de la contienda entre relatos ajenos.

Para descansar de semejante esfuerzo, tenemos la ficción. Aunque ésta pueda plantear sus propios desafíos, no está entre ellos determinar si se nos cuenta o no una fidedigna verdad histórica. ¿Convierte eso a la ficción en un escapismo? Naturalmente, depende de la ficción; no todas son iguales (difícilmente podemos calificar como escapismo la lectura de William Gaddis, Thomas Pynchon o David Foster Wallace). Sin embargo, tenga o no el lector conciencia de ello, todas manifiestan un hambre diferente del hambre de realidad de que habla Shields: un hambre de sentido. Y si bien solía pensarse que el sentido sólo puede emerger en contacto con la verdad, razón por la cual nos lanzábamos a buscarla con desesperada obstinación edípica, ahora nos conformamos con que los significados vengan adosados a una ficción entretenida o a un relato verosímil. ¡La verdad es demasiado complicada! Ya lo dice Nietzsche: cualquier sentido es mejor que ningunoFriedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1995, p. 185.. Y así, novelas en marcha, vamos tirando.

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