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La mutación de la democracia liberal (y IV)

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Ha querido el calendario que la última entrega de la serie que este blog viene dedicando a la mutación de la democracia liberal coincida en el tiempo con la derrota electoral, pendiente de confirmación definitiva, del líder populista más célebre de nuestro tiempo: Donald Trump. No cabe duda de que su victoria en las elecciones presidenciales norteamericanas de hace cuatro años señalizó de manera estruendosa —poco después de ese otro hito que fue el Brexit— la eclosión del populismo contemporáneo. Basta recordar su discurso inaugural de entonces, un texto donde casi podían identificarse punto por punto los elementos del discurso populista tal como los tiene desgranados la literatura académica; aun siendo pertinente recordar que la institución presidencial en Norteamérica se complace desde siempre en este tipo de retórica. Ni que decir tiene que ya había populismo en las democracias occidentales antes de la Gran Recesión, como atestigua la larga trayectoria del Frente Nacional francés o el FPÖ austríaco. Pero la crisis económica trajo consigo el éxito de partidos populistas de nuevo cuño a izquierda (Podemos, el primer Syriza) y derecha (Alternativa por Alemania, la reformulada Liga Norte de Salvini, el último Vox) e incluso en algún punto intermedio (caso del movimiento 5 Estrellas italiano). ¡Hasta el nacionalismo catalán hizo un uso generoso de la estrategia populista en su ofensiva contra la democracia española! En Estados Unidos, Trump representa un populismo electoralmente exitoso, pero dista de ser el único: recordemos que el movimiento Occupy Wall Street decía representar al 99% (el pueblo) frente al 1% (la élite). En fin, resulta difícil encontrar una sola democracia que haya podido mantenerse al margen de este fenómeno, que por lo demás ha merecido valoraciones normativas muy diferentes: hay quien entiende que el populismo es un agente revitalizador de la democracia, mientras otros lo perciben como una amenaza contra su integridad y aun están los que subrayan su ambivalencia.

Pero no me interesa abrir aquí un debate sobre un tema —la naturaleza del populismo— que ya ha sido abordado anteriormente en este blog, sino poner este fenómeno político en relación con la mutación de la democracia liberal. Ya veremos si la victoria de Joe Biden, un moderado del Partido Demócrata, supone el inicio de la bajamar populista, pero sería un milagro que esto produjera automáticamente la reconstitución de la democracia liberal en todo el mundo. La razón es sencilla: la historia va hacia delante y no hacia atrás. Y así, aunque el populismo es protagonista indiscutible de las tensiones que afectan el tejido liberal-constitucionalista, él mismo no sale de la nada. Los factores que impulsan el auge del populismo también pueden explicar, autónomamente, algunos de los cambios experimentados en la praxis democrática. Dicho de otra manera: el populismo es una de las manifestaciones del cambio social, pero tan solo una de las causas de la mutación de la democracia.

¿Y qué causas son esas? ¿Por qué razón el liberalismo político, entendido en el sentido rawlsiano como una estructura normativa e institucional que ordena la convivencia entre distintas cosmovisiones políticas, pasa por un mal momento? Algunas de ellas pueden ser coyunturales, como el malestar causado por la crisis económica; otros, en cambio, se antojan más duraderos: desde la agudización del individualismo expresivo al protagonismo de las políticas de la identidad, pasando por la nueva articulación digital de la conversación pública. Se aúnan así factores materiales y factores culturales, si es que tiene sentido separarlos. Y ello en el bien entendido de que hablamos siempre de amenazas percibidas más que de realidades mensurables objetivamente. Tanto la sensación de privación material como la de disolución cultural pueden estar o no justificadas;  lo decisivo es, sin embargo, que se sientan como realidades de una pieza. En el artículo de Francis Fukuyama al que hacíamos alusión en la anterior entrega, el politólogo norteamericano enfatizaba la necesidad de atender a un descontento que se antoja existencial más que cultural:

«Un Estado liberal no te dirá cómo vivir tu vida, o en qué consiste una  vida buena; de ti depende cómo alcanzar la felicidad. Esto crea un vacío en el corazón de las sociedades liberales, que a menudo se llena con el consumo de la cultura pop u otras actividades caprichosas [random] que no conducen necesariamente al florecimiento humano».

Coquetea aquí Fukuyama con una posición perfeccionista, vale decir persuadida de que hay formas de vida preferibles a otras; no da el paso de decir que corresponde al Estado promoverlas. Pero sí añade que «la delgadez de la vida moral compartida en las sociedades liberales» contrasta con un instinto humano que nos empuja hacia el trato social y la pertenencia comunitaria; lo que explicaría que tanto la izquierda como la derecha hayan virado hacia las políticas de la identidad, alejándose con ello del orden mundial liberal del pasado siglo. Así que el pluralismo razonable de Rawls se convierte en una fragmentación alienante: ni en la comunidad nacional ni en el grupo social propio encontraría el individuo, privado mientras tanto del sostén de la tradición, consuelo existencial. ¡Solos en la bolera! ¿Podemos volver a casa? La reconstrucción del sentido tradicional —¿idealizado?— de comunidad se antoja una tarea ímproba. De hecho, tanto las políticas de la identidad como el populismo ofrecen ante todo un sentido negativo de identidad: una defensa de los valores homogéneos del grupo ante los enemigos exteriores. Y lo mismo cabe decir de la creciente moralización de la divisoria izquierda-derecha, ya opere en solitario o se solape con la brecha elemental entre los de abajo y los de arriba que caracteriza al discurso populista. Por lo demás, sería un error experimentar nostalgia por un siglo XX caracterizado por la violencia política u olvidar que la feliz abundancia de la segunda posguerra —añorada por la socialdemocracia tanto como por el conservadurismo— tuvo como condición de posibilidad el trauma causado por dos guerras mundiales y una brutal crisis económica; por no hablar de la buena salud de que aún gozaban entonces la discriminación racial o la dominación colonial. De manera que cuando se lamenta «la delgadez de la vida moral compartida en las sociedades liberales», como hace Fukuyama, conviene recordar que una vida moral compartida de carácter robusto puede tener consecuencias políticas fatales. La desactivación de la política que tiene lugar en la segunda mitad del siglo XX —mediante el reforzamento del constitucionalismo liberal y la limitación de la voluntad popular— no se hace por capricho. Olvidarlo, en cambio, es imprudente.

Sea como fuere, lo que se trata es de determinar si se siguen dando las condiciones estructurales que posibilitan el buen funcionamiento de la democracia liberal o, si se quiere, el mantenimiento del liberalismo político como modelo de organización del pluralismo. Si el republicanismo como forma de organización política parece requerir de una comunidad política de tamaño reducido y sometida a amenazas exteriores, como Atenas o Florencia, la democracia liberal se corresponde históricamente con una sociedad moderna de gran escala cuya esfera pública se organiza alrededor de los medios de comunicación de masas y articulada políticamente a través de las instituciones representativas. Ya se apuntó que la tesis del sociólogo Ingolfur Blühdorn es que el ciudadano de la primera emancipación liberal conservaba una capacidad para la moderación que habría desaparecido en una segunda fase acaso más romántica que ilustrada. Maticemos: la primera mitad del siglo XX está llena de momentos chocantes —revolución rusa, fascismo italiano, nazismo— que casan mal con la idea del individuo morigerado. Sin embargo, el modelo del burgués bien temperado es reemplazado por un conjunto de subjetividades más inestables y aventureras a partir de los años 60; de ahí deriva la razonable conclusión según la cual la democracia vive hoy la radicalización de su lógica más que una regresión antidemocrática. Sucede que la democracia sigue operando en sociedades de gran escala, factor decisivo en la preferencia decimonónica por el modelo representativo frente al modelo republicano: Madison frente a Rousseau. Y no parece, desde luego, que eso vaya a cambiar.

Lo que sí ha cambiado, transformaciones sociológicas y demográficas al margen, es la manera en que tiene lugar el debate público en la era de Internet. Tal como dice Russell Neumann, los contenidos ya no nos empujan de arriba a abajo, sino que ahora tiramos de ellos con nuestra iniciativa y, para colmo, somos activos opinadores a través de nuestras cuentas personales en las plataformas digitales: en las bien conocidas y en las que no lo son tanto. Se ha producido con ello un proceso de relativa desintermediación, que debilita al crítico gastronómico en beneficio de la masa anónima de Tripadvisor. Pero la desintermediación es relativa, ya que va de la mano del culto a la personalidad de más de un líder democrático; no es, pues, un proceso unívoco que acabe con la autoridad de todas las autoridades. La movilización del desacuerdo es, sin embargo, constante: jamás se había visualizado con tanta claridad la facilidad para el malentendido y el desacuerdo que está implícita en todo acto de comunicación. Y es un desacuerdo que se disfruta, por más que pueda decirse lo contrario: el antagonismo político se ha convertido en entretenimiento y no es casual que la cobertura mediática de la vida democrática recurra con creciente frecuencia al formato de las retransmisiones deportivas. Finalmente, ya queda claro que el recelo hacia la movilización colectiva que caracterizó a las sociedades de la segunda posguerra —por el efecto anímico de la gran política de masas de los años 20 y 30— es agua pasada: la eclosión de la contracultura y la aparición de los nuevos movimientos sociales, del ecologismo al feminismo, han traído consigo la definitiva normalización de la protesta colectiva.

Estamos, pues, ante una democracia que parece exhibir mayor conflictividad que en el pasado. O mejor dicho: una cuya conflictividad es más visible y se expresa de formas más diversas. Hay que tener cuidado con esto, porque se corre el riesgo de establecer una comparación incongruente con épocas todavía cercanas y en absoluto envidiables; la apoteosis del terrorismo ideológico en los años 70 no fue cosa de broma. He aquí una razón más para pensar que el desorden que caracteriza a nuestras sociedades constituye una radicalización de la lógica democrática y no una regresión autoritaria. Ocurre que una lógica democrática llevada a su extremo puede desembocar en pulsiones autoritarias, produzca esto o no daños en el cuerpo institucional de la democracia constitucional.

¿Qué quiere decir esto? Lo siguiente: las democracias occidentales siguen siendo democracias liberales, porque su entramado constitucional e institucional no ha sido desmantelado. Esta regla general conoce sus excepciones allí donde populistas o nacionalpopulistas han llegado al poder y, desde el poder, practican eso que en la literatura se denomina «populismo constitucional»: reformas legales que desactivan los mecanismos liberales de control del poder cuyo origen podemos remontar a John Locke. Por eso hablamos de «democracias iliberales»; lo que en ellas se debilita es el componente liberal de la democracia en nombre una «voluntad popular» cuya realización no debe detenerse ante derechos, leyes ni jueces. Allí donde estos amagos iniciales o retrocesos parciales terminan consolidándose, podremos hablar del paso de la democracia a la autocracia a pesar del uso de una retórica democrática. Pero esto no sería ya una mutación de la democracia liberal, sino su cancelación por medios más sutiles que en el pasado: sin revolución ni golpe armado, valiéndose apenas del boletín oficial y la pasividad o complicidad de muchos.

Cuando hablo de la mutación de la democracia liberal, en cambio, me refiero a una democracia que no ha dejado de ser liberal y sin embargo experimenta un cambio visible en su funcionamiento. Es la cultura política liberal la que se debilita, lo que afecta al modo en que las distintas doctrinas comprensivas o cosmovisiones se relacionan entre sí y con el liberalismo político (el liberalismo como estructura institucional, no como doctrina comprensiva). Lo que caracteriza nuestra vida democrática es así la vocación totalizadora de esas distintas cosmovisiones, que luchan por imponerse a las demás y convertirse en protagonistas exclusivas de la moral y la legislación. Más que un pluralismo razonable, conocemos un pluralismo agresivo donde se priva de legitimidad al oponente. A esos efectos, la hipermoralización populista es determinante: los buenos no tienen por qué aceptar la existencia de los malos. Esta jerarquización moral la formula el populismo como conflicto vertical entre los de abajo y los de arriba, pero tiñe en medida creciente la distinción entre izquierda y derecha e incluso asoma en el conflicto entre los distintos tipos de feminismo. Por su parte, las políticas de la identidad refuerzan este efecto, definidas como están por una esencia grupal que no es susceptible de transacción y ni siquiera de comprensión exterior. Pero en lugar del repliegue de cada identidad en su propio nicho, como habría postulado el comunitarismo hace dos décadas, la identidad se despliega hacia fuera en demanda de reconocimiento o justicia. Esto no es, en sí mismo, condenable; el problema radica en el absolutismo moral que a menudo acompaña estas reivindicaciones y en la vocación de borrar del mapa al rival.

El objetivo rawlsiano de forjar un acuerdo moral acerca de los términos de la convivencia justa entre las distintas doctrinas comprensivas salta así por los aires o se aleja irremediablemente del horizonte: solo hay un equilibrio de fuerzas o modus vivendi al que algunos —populistas, nacionalistas, extremistas— quisieran poner fin. Ni el consenso por superposición (nacido de la aceptación moral del pluralismo) ni el uso público de la razón (orientado al acuerdo razonable con el oponente legítimo) gozan así de buena salud en unas democracias que, para colmo, viven el retorno del discurso totalizante de la voluntad popular. Es verdad que no estamos en una sociedad post-liberal, que sería aquella donde el número de formas de vida permisibles se estrecha de manera significativa; pero vivimos en una donde un mayor número de personas desearía que así fuese. No es que la cultura política liberal haya sido reemplazada por una cultura política iliberal; no exageremos. Sí puede hablarse, en cambio, de un aumento del número y la fuerza de las posiciones iliberales.

¿Y qué tipo democracia es esta? Vivimos, cada vez más, en una democracia agonista. No por casualidad, se trata del modelo de democracia auspiciado por los teóricos del populismo de raigambre post-marxista. Aquí no me extenderé al respecto, por elementales problemas de espacio y para no cansar al lector. Pero sí diré que esta teoría defiende que la finalidad de la democracia no es la búsqueda del consenso, sino la canalización de un conflicto que constituye la esencia de la política. Frente a la lógica administrativa de las democracias liberales, los agonistas —Laclau, Mouffe, Rancière— defienden la necesidad de que una comunidad se recree a sí misma constantemente mediante la discusión crítica de sus propios fundamentos. Esta concepción de la democracia está menos atenta a las normas y los procedimientos que al cultivo de las formas de subjetividad adecuadas para la acción política, todo ello en el marco creado por unas instituciones sujetas a revisión. El agonismo no establece una divisoria clara entre el marco institucional y el juego político, ya que viene a demandar que las sociedades vivan un «momento constituyente» ininterrumpido: si el consenso es tramposo e indeseable, el disenso carece de limitaciones. Se requiere así, en fin, el concurso de ciudadanos apasionados que defiendan con vigor su concepción del bien en el interior de una arena pública vigorosa y orientada a estimular el conflicto.

¿Es el agonismo una forma autodestructiva de organización política? Sus proponentes defienden lo contrario y, de hecho, se dicen radicales defensores del pluralismo; lo contemplan no ya como un hecho sociológico, sino como un presupuesto ontológico. Inspirada por la distinción amigo/enemigo formulada en su momento por Carl Schmitt, Mouffe caracteriza la política agonista como el esfuerzo por fomentar relaciones entre «enemigos amigables»: ciudadanos que comparten el espacio simbólico común de la democracia, pero discrepan sobre cómo habría de organizarse ese espacio. Su propósito es «domesticar la hostilidad» mediante la forja de un «consenso conflictivo», que podemos leer como antónimo del «desacuerdo razonable» rawlsiano. Lo que bajo ningún concepto puede admitir un agonista es el falso consenso liberal, consagrador de injusticias mediante el silenciamiento de las posiciones críticas. Precisamente, la democracia es lo que transforma el antagonismo en agonismo: si conforme al primero somos amigos o enemigos, el segundo nos convierte en adversarios que comparten un mismo espacio simbólico y aceptan las instituciones democráticas. Ahora bien: mientras que la democracia basada en la deliberación es «una peligrosa utopía conciliadora», el agonismo persigue la superación de la democracia liberal mediante la creación de una nueva hegemonía. La contradicción es evidente: la nueva hegemonía solo puede provenir del triunfo de una cosmovisión particular y, por lo tanto, de la supresión del marco liberal que hace posible el pluralismo.

Ya se ve, en fin, que el agonismo rechaza explícitamente el ideal del pluralismo razonable postulado por Rawls y la idoneidad del liberalismo político como marco para la convivencia de las distintas cosmovisiones políticas. Y aunque hace profesión de fe pluralista, no está claro que negar la posibilidad del consenso y agudizar la enemistad entre los diferentes sea la mejor receta para organizar democráticamente una sociedad que nunca, ni siquiera en la era dorada del liberalismo político, ha dejado de ser conflictiva: porque no puede dejar de serlo. En cualquier caso, y a modo de conclusión, se diría que la formulación agonista de la democracia encaja como un guante en una práctica democrática contemporánea marcada por la conversación pública digital, el auge de las políticas de la identidad, la emergencia del populismo, el retorno de los nacionalismos y la aparición de reformas iliberales justificadas en nombre de la voluntad popular. No podemos saber si el agonismo causará severos problemas institucionales a las democracias liberales; sí cabe sospechar que se convertirá en un rasgo estructural de las mismas. El agonismo es como una versión oscura del liberalismo: nos llama a pelear en lugar de a ponernos de acuerdo. Y en eso estamos.

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