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La indeseable supervivencia del más apto

Control: The Dark History and Troubling Present of Eugenics

Adam Rutherford

Weindenfeld & Nicolson, 2022, IX + 278 pp

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Han pasado unos pocos meses desde que Adam Rutherford publicara Control: The Dark History and Troubling Present of Eugenics, la última de sus obras dedicadas a la divulgación de temas relacionados con la diferenciación genética de los seres humanos, entre ellas Breve historia de todos los que han vivido: el relato de nuestros genes y Cómo rebatir a un racista: historia, ciencia, raza y realidad, respectivamente reseñadas en Revista de Libros (20/12/2017 y 09/02/2022).

El texto que ahora comento ha sido estructurado en dos partes. La primera está dedicada a exponer, con claridad y detalle, la historia de las manipulaciones aplicadas a lo largo del siglo XX con vistas a una presunta mejora de la dotación hereditaria humana, consistentes en limitar o eliminar la capacidad reproductiva, o incluso la existencia, de seres considerados inferiores, bien por su supuesta menor capacidad intelectual, por padecer determinadas enfermedades, o por su procedencia étnica, en especial, pero no únicamente, la judía. Lo que eufemísticamente se denominó higiene de clase o de raza no pasa de ser el producto de una ideología política que trató de justificarse mediante la falacia de que la proliferación de dichos seres inferiores conduciría a la futura extinción de la descendencia de otros tenidos por más idóneos, entre los que evidentemente se encuadraban los promotores de esa operación purificadora. Aunque muchas decisiones políticas acostumbran a presentarse arropadas por el manto de una conveniente acreditación científica con la solapada intención de respaldar así convicciones previas, cabe añadir que los métodos eugenésicos empleados, además de ser moralmente intolerables, se fundaban en nociones científicas erróneas y, por añadidura, notoriamente ineficientes para cumplir su execrable propósito, incluso a la luz de los conocimientos del momento de su utilización.

En la segunda parte de la obra se analiza pormenorizadamente el alcance de las técnicas genéticas actuales que permiten substituir genes desfavorables por sus alternativas funcionales, así como las pertinentes consecuencias éticas de su puesta en práctica. No se trata aquí, al menos en principio, de imposiciones de corte eugenésico a las que deben someterse sin apelación determinados miembros de una comunidad sino de decisiones a tomar por unos padres que desean librar a sus hijos de aquellas lacras hereditarias correctamente diagnosticadas que pudieran transmitirles aunque no las padezcan. Con todo, la estipulación de los límites legales en el uso de dichas tecnologías responde a criterios políticos, resultando en la inevitable tensión entre autoridad y libertad que no puede meramente solventarse mediante un dictamen experto reducido a evaluar la viabilidad de la fórmula a aplicar. En este orden de cosas, cabe recordar que los métodos eugenésicos propuestos en países occidentales durante el primer tercio del siglo XX fueron considerados deseables tanto por las clases altas como por las trabajadoras, al tiempo que fueron apoyadas con entusiasmo por políticos, escritores y científicos de distintas tendencias, incluidos varios premios Nobel. Asimismo, un buen número de las disposiciones eugenésicas decretadas entonces han gozado de plena vigencia durante un largo período en más de treinta naciones, hasta el punto de que su obligatoriedad aún perdura en algunas.

Precedentes remotos aparte, la eugenesia moderna, caracterizada por su afán de proporcionar una justificación pretendidamente científica a convicciones clasistas y racistas, comenzó con la propuesta de Francis Galton, inventor de ese término derivado del griego (nobleza por nacimiento), expuesta por primera vez en 1865 y desarrollada posteriormente en su obra Hereditary genius (1869). En ésta se exponían las técnicas consideradas precisas para conservar, o incluso mejorar, la dotación hereditaria de determinados grupos humanos mediante manipulaciones basadas en el mecanismo de selección natural ideado por su admirado primo Charles Darwin, esto es, favoreciendo una mayor contribución de descendencia de las clases profesionales frente a las trabajadoras, consideradas menos aptas, y acelerando el proceso fomentando el matrimonio entre miembros del sector respaldado. En otras palabras, lo que se planteaba era un programa de selección artificial para asegurar el predominio de la meritocracia burguesa cuya ejecución se dejaba, en esencia, al arbitrio de los interesados, aunque su instigador expresara más adelante la necesidad de disponer de una clasificación oficial de los ciudadanos de acuerdo con sus méritos intelectuales que permitiera la ulterior regulación del número de hijos de cada uno en relación directa con su posición en esa escala. En este sentido, el parlamento británico aprobó en 1913, con sólo tres votos en contra, una ley que permitía recluir en instituciones sanitarias a individuos calificados de débiles mentales, idiotas o imbéciles, que estuvo vigente hasta 1959. El resultado de la votación indica taxativamente que los políticos británicos de derecha e izquierda apoyaban sin ambages las tesis eugenésicas, a pesar de que Josiah Wedgwood, otro pariente de Darwin que fue uno de los tres disidentes, calificara adecuadamente a la ley como un producto de «la siniestra Sociedad Eugenésica que pretende tratar a las clases trabajadoras como si fueran ganado». De esta Sociedad fue vicepresidente honorario Winston Churchill que, siendo ministro del Interior en 1910, informó al primer ministro Herbert Asquith de la necesidad de recluir a los débiles mentales con objeto de que «su lacra pereciera con ellos y no se transmitiera a las futuras generaciones». Mientras que uno de los escritores más contrarios al movimiento eugenésico fue el católico Gilbert. K. Chesterton (Eugenics and other evils, 1922), para lo que logró el apoyo de Wedgwood, en las filas laboristas se encuadraban detractores como Herbert. G. Wells (The time machine, 1895) y partidarios como George. B. Shaw (Man and Superman, 1903).  

Pero si en Gran Bretaña las consecuencias no llegaron a mayores, no ocurrió lo mismo en los Estados Unidos, donde la eugenesia galtoniana fue recibida con alborozo, tanto en lo referente a la esterilización de los considerados débiles mentales como por su función de freno a la creciente emigración procedente del Sur y el Este de Europa. En fecha tan temprana como 1896 se aprobaron en el estado de Connecticut leyes prohibiendo el casamiento de individuos calificados de epilépticos, imbéciles, alcohólicos, o débiles mentales, al tiempo que se exigía un certificado médico previo a la celebración del matrimonio. Este ejemplo fue inmediatamente seguido por Kansas, Michigan, New Jersey y Ohio, a la par que en 1907 se iniciaba en Indiana el primer programa oficial de esterilización que en 1931 sería adoptado por otros treinta estados de la Unión. Por otro lado, la creciente inmigración dio pie al temor de que la fracción anglosajona de la raza blanca perdiera sus supuestas virtudes por contagio con africanos, hispanoamericanos o europeos del Sur o del Este, supuestamente más fecundos. La pretendida justificación científica del rechazo fue oportunamente suministrada por la Eugenics Record Office, fundada en 1910 en el Laboratorio de Cold Spring Harbor con el apoyo económico del Instituto Carnegie y la Fundación Rockefeller. Al frente de dicha institución se encontraba Charles Davenport, decidido partidario de contener una emigración cuya «sangre hará que la población americana sea más oscura, de talla más baja y […] se incline más al hurto, secuestro, agresión, asesinato, violación e inmoralidad sexual», empresa en la que fue incondicionalmente secundado por Harry Laughlin, cuyo libro Eugenical Sterilization in the United States (1922) inspiró la legislación conducente a la esterilización forzada de unos 70.000 norteamericanos a lo largo del siglo XX, muchos de los cuales fueron conceptuados de indeseables por presuntos defectos asociados a su raza y clase social, esto es, a la piel oscura y a la pobreza. Al mismo tiempo, Henry. H. Goddard propuso el empleo del cociente intelectual (CI) como medida a utilizar para la esterilización de los individuos calificados de «imbéciles» (CI entre 50 y 26) o «idiotas» (CI menor que 25). Su popular obra The Kallikak Family: A Study in the Heredity of Feeble-Mindedness (1912) mantenía que el retardo mental era producto de la segregación mendeliana de un solo gen, hipótesis que no sólo es flagrantemente errónea sino que, además, se fundaba en una genealogía falsa elaborada por su autor. 

Si Gran Bretaña fue la cuna de la eugenesia y los Estados Unidos el primer país donde se aplicaron sus propuestas, la versión más radical fue la desarrollada en la Alemania nazi. Incluía programas para la esterilización forzada destinados a eliminar tanto a los individuos considerados clínicamente indeseables como, sobre todo, a los pertenecientes a etnias reputadas de escoria, en primer lugar la judía. La operación fue iniciada por Alfred Ploetz, que tras una corta pero inspiradora estancia en los Estados Unidos fundó en 1904 la Sociedad para la Higiene Racial, y continuada por Eugen Fischer, autor, con Erwin Baur y Fritz Lenz, de la obra Principios de Herencia Humana e Higiene Racial (1927), que junto con El Judío Internacional (1920) del millonario industrial Henry Ford, fue una de las lecturas de Adolf Hitler al redactar Mein Kampf durante su encarcelamiento en 1924 tras el fallido golpe de Múnich. Fischer fue el primer director del Instituto de Antropología, Herencia humana y Eugenesia, fundado en Berlín-Dahlem ese mismo año con aportación de fondos por parte del gobierno alemán y la Fundación Rockefeller. No es de extrañar que en enero de 1933, seis meses después del acceso de Hitler al poder, se promulgara la ley de «Prevención de descendencia de las personas con enfermedades hereditarias», que resultó en la esterilización de unos 375.000 individuos entre 1933 y 1939, inspirada directamente en la legislación eugenésica vigente por entonces en un buen número de estados norteamericanos y en el texto de Baur, Fischer y Lenz. Dicha ley fue ampliada por la disposición denominada Aktion T4, determinante de la puesta en práctica de un programa de exterminación por gas letal de enfermos mentales y discapacitados que condujo al asesinato de unas trescientas mil personas entre 1939 y 1945 en Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia. A continuación vino el Holocausto, con el homicidio de unos seis millones de judíos y unos cuatro de gitanos, polacos, eslavos, homosexuales, izquierdistas, comunistas y prisioneros soviéticos. Es paradójico que la Declaración de Atrocidades firmada en 1943 por los Aliados, que proporcionó la base jurídica de las sentencias dictadas en 1945 por el tribunal de Nuremberg, fuera en buena medida promovida por Churchill, quien, treinta años antes, acuciaba al primer ministro Asquith a tomar medidas para frenar «el incremento antinatural y velozmente creciente de los grupos de débiles mentales y dementes […] que constituye un peligro nacional y racial que es imposible exagerar».

Cabe añadir, por último, que sobresalientes especialistas apoyaron decididamente opiniones políticas eugenésicas y racistas ignorando la evidencia científica a cuyo desarrollo habían contribuido decisivamente, de los que me limitaré a citar a dos: Ronald A. Fisher y James D. Watson. El primero fue padre al mismo tiempo de la estadística moderna, de la vigente teoría de evolución biológica y de la genética cuantitativa, la disciplina que desde hace algo más de un siglo proporciona la metodología precisa para establecer la importancia de la influencia hereditaria sobre cualquier atributo medible. El segundo fue codescubridor de la estructura en doble hélice del ADN, por lo que se le concedió el premio Nobel, y primer director del Proyecto Genoma Humano. Recientemente se ha removido el nombre de Fisher de la denominación del Centro de Biología Computacional de la universidad de Londres, y también de los premios que otorgan en los Estados Unidos el Comité de Presidentes de las Sociedades de Estadística y la Sociedad para el Estudio de la Evolución. En la misma disposición, el Laboratorio Cold Spring Harbor despojó a Watson de los títulos honoríficos que le había conferido y retiró su nombre de la designación de la Escuela de Ciencias Biológicas. Sin desconocer sus méritos académicos, Rutherford se inclina por no continuar honrando la memoria de estos personajes, aunque, a riesgo de previsibles críticas, no veo tan fácil revestirse de la virtud precisa para arrojar la primera piedra.

Con todo, el control estatal de la capacidad reproductiva sigue vigente en China e India, los dos países más poblados del globo. En el primero, la limitación a un solo hijo por pareja fue impuesta en 1979, condenando a la esterilización forzosa a las madres que excedieran ese número, prohibición mantenida hasta 2015, en que se permitieron dos, ampliados a tres en 2021. En el segundo, el denominado Decreto de Emergencia, promulgado en 1975 y mantenido durante casi dos años, resultó en la vasectomía de unos seis millones de hombres, teóricamente voluntaria pero generalmente coaccionada de hecho.   

Una vez desarrollada la historia de las prácticas eugenésicas, Rutherford pasa a analizar con pericia la oportunidad y el alcance de las modernas técnicas dirigidas a modificar la fracción genética del ser humano que pudiera considerarse indeseable. Aunque la eugenesia tradicional solía atribuir a las enfermedades una determinación hereditaria de tipo monogénico, siguiendo al pie de la letra las reglas establecidas por el abad Mendel para la transmisión de los simples rasgos observados en guisantes, la base genética de las distintas dolencias obedece, grosso modo, a dos modelos muy diferentes que condicionan la eficacia de cualquier procedimiento de intervención orientado a su erradicación. Por una parte, las enfermedades denominadas raras suelen obedecer a la presencia de variantes deletéreas de un sólo gen, cuya acción es comúnmente recesiva, esto es, el pertinente trastorno sólo se produce cuando dicha variante aparece en dosis doble en un mismo individuo. Como indica su denominación, la incidencia individual de estos padecimientos es baja, digamos del orden de las diezmilésimas, pero su número asciende a unos millares y, en consecuencia, alrededor de un ocho por ciento de la población de la Unión Europea padece sus secuelas. Por dar una muestra, la llamada distrofia muscular de Duchenne es provocada por mutaciones recesivas del gen DMD, el mayor del genoma humano, cuyo efecto dañino está limitado a los varones por estar situado en el cromosoma X. Estas mutaciones, caracterizadas por pérdidas de un número variable de nucleótidos, especifican la producción de una proteína (distrofina) que no cumple adecuadamente su función estructural de mantener las fibras musculares unidas, conduciendo a sus portadores a la silla de ruedas a partir de los cinco años y a la muerte en torno a los veinte.

Por otra parte, la secuenciación del genoma humano ha permitido el diseño de una cartografía genética de alta precisión y aplicarla a bancos de datos clínicos pertenecientes al menos a decenas de miles de personas. Con ello se ha logrado la detección de genes con efecto sobre diversas enfermedades, cuantificar la magnitud de éste con un error estadístico aceptable, calcular la frecuencia a que segregan distintas variantes de un mismo gen en la población objeto de estudio, y especificar su tipo de acción génica. Esta operación, que se ejecuta de forma automatizada, ha sacado de momento a la luz unos cuantos centenares de genes significativamente asociados a las dolencias que podríamos calificar de comunes, tales como las digestivas, cardiovasculares, metabólicas, autoinmunes, diversos tipos de cáncer, o esquizofrenia, a razón de varias decenas de genes por síndrome cuyo efecto individual ha resultado ser invariablemente pequeño. Puesto que, por ahora, el grupo de genes relacionados con la manifestación de una determinada patología sólo da cuenta de un 10% de la variación genética de ésta, cabe esperar que su número sea mucho mayor que el de los descubiertos hasta la fecha, quizás, por no exagerar, del orden de las centenas. Debe añadirse que estos genes, a diferencia de la mayoría de los causantes de las afecciones monogénicas, no suelen actuar de forma recesiva sino que también producen efectos intermedios en dosis simple y, además, su manifestación no es rígida sino flexible, es decir, la magnitud de los efectos génicos dependen del medio en que se expresan. Como el número de genes relacionados con cada enfermedad es elevado, cualquier individuo será portador de algunas variantes de riesgo que, en buena medida, diferirán de unos a otros. Por la misma razón, la presencia de determinadas variantes no condicionará el padecimiento del mal en cuestión en un futuro, por el contrario es posible que exista un umbral que deba ser superado para que la afección se manifieste, quizás fijado por la acumulación de un número indeterminado de variantes y modificado por la acción de diversos factores ambientales.

Una vez establecidas las pautas hereditarias, Rutherford continúa su exposición con un cuidadoso examen de los procedimientos que actualmente se utilizan para evitar el sufrimiento que pudiera causar un resultado desfavorable del giro de la ruleta genética en el caso de las enfermedades monogénicas, en las que es posible detectar la presencia de la variante responsable en estados iniciales del embrión previos a su implantación, generalmente en blastocitos de cinco o seis días compuestos por unas doscientas células aún no diferenciadas. Tomando una o unas pocas de éstas, es posible analizar algunas regiones del ADN mediante técnicas de PCR y detectar la presencia de variantes deletéreas en ellas. En consecuencia, tras un proceso de superovulación y fecundación in vitro, pueden descartarse los embriones afectados e implantar a continuación los sanos. Hoy por hoy, la detección sólo es posible para unas pocas enfermedades, entre ellas la de Duchenne, y generalmente sólo se lleva a cabo cuando los padres tienen una historia familiar que sugiera su posible condición de portadores, pero caben pocas dudas de que este tipo de actuación, que no puede tacharse de eugenésica por tratarse de decisiones personales basadas en diagnósticos clínicos correctos y especificaciones genéticas precisas, se hará extensiva a un conjunto creciente de las dolencias de base monogénica en un futuro próximo.

Recientemente se ha iniciado la puesta a punto de métodos de ingeniería genética cuyo objetivo es la substitución de genes defectuosos por su alternativa funcional o, incluso, la inserción de genes ajenos en el genoma de un organismo. Los más prometedores se basan en la tecnología CRISPR, que utiliza los mecanismos de defensa antiviral desarrollados evolutivamente por determinadas bacterias para modificar, substituir, o eliminar fragmentos de ADN en cualquier organismo siempre que se conozca la secuencia de nucleótidos sobre la que se desea actuar, que puede reducirse a uno sólo. Aunque la llamada edición de genes está estrictamente prohibida en la mayoría de los países y la pertinente investigación rigurosamente regulada, un científico chino llamado He Jiankui anunció en 2018 que había modificado el genoma de dos niñas gemelas con el fin de proporcionarles resistencia al SIDA, por lo que fue a continuación multado y encarcelado durante tres años. Se trataba aquí de reemplazar la variante común del gen CCR5 por su versión D32 (con 32 nucleótidos menos) que confiere a sus portadores protección frente al virus de la inmunodeficiencia humana. Para lograrlo, He Jiankui trató de convertir el gen CCR5 en D32 mediante la eliminación de 32 nucleótidos en los respectivos embriones, pero sólo logro suprimir unos quince. No obstante, procedió a implantarlos en el útero de su madre que, nueve meses más tarde, dio a luz a dos niñas que resultaron ser un mosaico, esto es, compuestas por una mezcla de células modificadas y sin modificar. Otros experimentos contemporáneos, realizados intencionadamente con embriones inviables, concluyeron igualmente con la obtención de mosaicos. Dicho de otro modo, CRISPR es, por el momento, un método bastante preciso pero no perfecto, aunque es probable que su adecuada rectificación sea únicamente cuestión de tiempo.

El uso conjunto de información genómica e ingeniería genética es para Rutherford el motivo fundamental para alertar frente a un posible retorno de propuestas de cariz eugenésico. En la actualidad existen empresas que suministran a sus clientes estimaciones del riesgo a contraer enfermedades poligénicas y una de ellas, Genomic Prediction Inc., facilitó a unos padres la elección de un embrión manipulado basándose en dichas evaluaciones que dio lugar a un niño nacido en 2021. Sin embargo, las técnicas de superovulación inducida sólo permiten liberar en torno a una decena de óvulos maduros por ciclo menstrual y, por tanto, el proceso de selección de los que van a ser implantados será necesariamente poco eficiente, puesto que la presión selectiva que se puede imponer con respecto a un solo trastorno no es suficientemente intensa (como máximo sólo cabría elegir el más adecuado de esos diez). Más aun, si se tienen en cuenta al mismo tiempo las susceptibilidades a contraer distintas dolencias, dicha presión debe distribuirse entre ellas, de manera que la correspondiente a cada una sería bastante menor, inversamente proporcional al número de afecciones consideradas. Por último, para seleccionar habría que clasificar a los embriones mediante un algoritmo tentativo de dudosa operatividad, puesto que está basado en la escasa información disponible sobre una compleja red compuesta por centenares de genes cuya acción conjunta desconocemos.

Uno de los fundadores de Genomic Prediction Inc. es Stephen Hsu, profesor de la universidad del estado de Michigan y decidido partidario de actuar sobre los genes con un supuesto efecto sobre el cociente intelectual. De la misma opinión es Dominic Cummings, admirador de Hsu además de principal impulsor del Brexit y consejero áulico del premier británico Boris Johnson antes de convertirse en su enemigo acérrimo. Evidentemente, la pertinente selección de embriones sólo produciría resultados si las diferencias entre individuos con respecto a ese cociente tuvieran un componente hereditario, algo que en mi opinión está lejos de haber sido demostrada fehacientemente, aunque debo añadir que tampoco se ha demostrado su inexistencia. En todo caso, a las deficiencias operativas mencionadas anteriormente se añadirían daños colaterales, producto de asociaciones positivas entre el cociente intelectual y el riesgo a contraer determinadas enfermedades. En palabras de Rutherford, poco más hay aquí que una combinación de flagrante ignorancia científica con la tentadora posibilidad de intervención. En este sentido, Hsu comentaba en 2019 a la prensa que si la ingeniería genética se prohibiera en el Reino Unido, los británicos ricos volarían a Singapur para disponer de ella.

En definitiva, son infundados los temores de que pudiera sobrevenir una sociedad estructurada en castas como las obtenidas por la doble manipulación genética y ambiental descrita en la clásica novela de Aldous Huxley (Brave New World, 1932), u otra dividida en dos estirpes, la de individuos superiores producidos por ingeniería genética y la de seres inferiores generados por parto normal, a las que se refiere el guión de la película Gattaca (1997). Sin embargo, no faltarán quienes lo pretendan como Hsu y Cummings, ni quienes lleven a cabo experimentación prohibida como He Jiankui, ni quienes por motivos ideológicos den la espalda a la ciencia que han contribuido señaladamente a crear, como Fisher y Watson.

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