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La igualdad, desnudada por sus solteros (y II)

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¿Capitalismo, año cero? Tal es la pregunta que formulábamos al final de la primera parte de este post, que aprovechaba las recentísimas críticas de los institucionalistas Daron Acemoglu y James Robinson al economista francés Thomas Piketty para abordar el problema de la igualdad desde una óptica vocacionalmente simplista.

Más concretamente, veníamos diciendo que, si la igualdad económica entre los ciudadanos no puede lograrse sino con un alto grado de coerción, mientras que la desigualdad tiende a producirse espontáneamente en cuanto esa coerción desaparece, esta última sólo parece poder aceptarse si el camino que ha llevado hasta ella ha sido justo, es decir, si, cuando menos, se ha arrancado de una idéntica posición de partida: el Año Cero de la Igualdad al que nos referimos la semana pasada. Pero nada más difícil que alcanzar, en la práctica, esa posición.

Esa dificultad queda aún más clara si recurrimos la teoría de la justa distribución de bienes defendida por el gran pensador libertario Robert Nozick en esa apasionante defensa del Estado Mínimo que es Anarquía, Estado, Utopía, publicada en 1974 como respuesta a A Theory of Justice, de John RawlsRobert Nozick, Anarchy, State, Utopia, Malden, Blackwell, 2008.. Aunque Nozick descreería de muchos de sus postulados posteriormente, se plantea en esta obra justificar el mínimo Estado posible que sea compatible con la máxima libertad individual. Y para ello, naturalmente, se ocupa de la redistribución estatal de la riqueza, atacándola allí donde atenta contra la libertad de los individuos para alcanzar acuerdos y realizar transacciones; acuerdos y transacciones cuyos frutos se distribuyen mientras se producen. Nozick prefiere, en definitiva, la distribución a la redistribución; la libertad prima sobre la igualdad.

Su punto de partida es que la justicia o injusticia de las posesiones individuales (o familiares) depende de dos únicos factores: la adquisición original de bienes y su transferencia posterior. Se deduce de aquí un principio general de justicia distributiva de lo más sencillo: una distribución dada será justa si todos poseen legítimamente sus bienes. Pero la realidad complica las cosas, porque no puede ignorarse la existencia cierta de injusticias pretéritas, algo que exige la introducción de un tercer factor: la rectificación de posibles injusticias en la posesión de bienes. En consecuencia, una persona poseerá legítimamente sus bienes –y será con ello legítimamente desigual a otras – si lo hace de acuerdo con alguno de esos tres principios: adquisición, transferencia o rectificación. Resulta de aquí una teoría de la justicia distributiva según la cual una distribución dada (California en 1835, Moscú en 1994, Londres en 2014) será justa o injusta según el modo en que se haya llegado históricamente a ella. Dice Nozick:

El sistema de titularidades es defendible cuando está constituido por los resultados individuales de transacciones individuales. No hace falta ningún propósito general, no se necesita ningún patrón de distribución. […] De cada cual según elige, a cada cual según es elegido.

La aplicación de iguales principios a todos antes del comienzo del juego económico, en el Año Cero de la Igualdad (bien tenga éste lugar efectivamente, bien sea recreado en el presente mediante la rectificación de las injusticias pasadas), autoriza el surgimiento de posteriores desigualdades que nadie, a juicio de Nozick, tiene derecho a corregir. En ese contexto, la acumulación es un derivado del juego de adquisiciones y transferencias, que no precisa de ninguna rectificación; y ello por no haberse cometido injusticia alguna por el camino. Para Nozick, cualquier teoría de la justicia basada en un principio estructural de distribución es inaceptable, por ajustarse a un resultado preestablecido que determina ex ante quién acaba teniendo qué e interferir, así, en la libertad individual. Dicho de otro modo, la distribución es legítima cuando su origen histórico también lo es; en cambio, la redistribución tiene que ajustarse forzosamente a un principio abstracto, formulado al margen de las circunstancias sociales concretas de esa misma sociedad, y por eso mismo no puede ser legítima.

Curiosamente, estos días podemos oír un inesperado eco de aquellas conclusiones, por razón de la aparición en castellano del breve volumen que recoge las provocadoras tesis de Peter Sloterdijk sobre la fiscalidad voluntaria. Si Nozick proclamaba en su momento que la tributación sobre las rentas del trabajo equivalen al trabajo forzado, Sloterdijk, después de negar que vivamos en el «capitalismo», sino más bien «en un semisocialismo de Estado impositivo e intervencionista», concluye que la reinvención psicológica de la sociedad pasa por una revuelta antifiscal que transforme los impuestos en donaciones voluntarias. ¿Una simple boutade para epatar a los nuevos burgueses? Quizás. Aunque también puede entenderse como un intento de remoralizar la relación entre los individuos y el Estado, así como de los individuos entre sí, recordándonos que sólo a regañadientes y con no poca frustración contribuimos a cerrar la brecha socioeconómica entre los miembros de nuestra comunidad. Aquí, una vez más, se deja notar la influencia distorsionadora del presente, porque el juicio sobre los impuestos no debiera basarse en la posición relativa que se ocupa en la sociedad –según se tenga más o menos– sino, idealmente, en una posición de partida donde todavía nada se tiene y se ignora cuánto vaya a tenerse después.

Ahora bien, lo que me interesa subrayar es que ni siquiera un pensador libertario como Nozick, cuyo objetivo principal es consagrar la santidad de los libres intercambios económicos, puede dejar a un lado el desequilibrio de oportunidades y rentas heredado del pasado: la distancia inevitable que nos separa del Año Cero. Y es que, por razonable que sea el principio de rectificación formulado por Nozick para resolver ese problema, su aplicación práctica estaría tan preñada de dificultades que jamás podría pasar por aplicado. ¿Qué cuenta como injusticia pasada, cómo ha de rectificarse exactamente, cuándo ha de considerarse satisfecha la víctima de la misma? Pensemos en episodios históricos tales como el esclavismo y nos haremos una idea de la dificultad de rectificar una injusticia; o, si se quiere, de la imposibilidad de haberla rectificado de manera definitiva.

¿Sería aceptable, en cambio, una desigualdad sobrevenida? Porque, desde luego, reiniciada la historia después de esa hipotética puesta a cero, lo que no puede la igualdad nunca es mantenerse. Si bien es verdad que unas instituciones encargadas de aplicar políticas redistributivas lograrían limitar el alcance de esa desigualdad sobrevenida, no podrían impedirla. Y ello ni siquiera en una sociedad comunista, donde, aunque la nomenklatura no hiciese acto de aparición, la sabiduría vital de unos individuos sobrepujaría a la de otros, logrando para sí y sus familias mejores condiciones vitales. Pero, limitándonos a regímenes democráticos y garantistas, ¿sería permisible una desigualdad que fuera el resultado de una carrera donde todos partiesen en igualdad de condiciones?

Mucho depende de qué signifique esa «igualdad de condiciones», porque si atribuimos la desigualdad sobrevenida a las diferencias de talento y habilidad entre los individuos, esa desigualdad podría ser discutida: afirmando que el individuo no es responsable de ella. ¡No digamos si descubrimos que la culpa es de los genes! Por el contrario, si consideramos esas diferencias de talento como consecuencia de nuestra común humanidad, una regla del juego más, entonces la desigualdad sobrevenida gradualmente tras el Año Cero, como efecto del distinto rendimiento vital de cada individuo, sería defendible. Más aún, se trata de las únicas circunstancias en las que lo sería: aquellas en las que cada sujeto tuviera la plena responsabilidad de su situación. Hay que insistir en que estamos dejando fuera otra clase de argumentos en contra de la desigualdad, tales como la cohesión social, la protección de los derrotados por la competición económica o los infortunios vitales, así como toda clase de matices sobre los grados de la desigualdad admisible.

Sucede que, andando el tiempo, sin que hicieran falta más que un par de generaciones, esa desigualdad sobrevenida tendería a reforzarse, por el efecto combinado de la acumulación de capital y la transmisión hereditaria de la riqueza. Y, entonces, nos encontraríamos de vuelta con el problema inicial: la desventaja de partida de unos individuos frente a otros. ¡Nacer bendecido o condenado! De alguna manera, Piketty viene a denunciar que, tras la destrucción operada en la primera mitad del siglo, la desigualdad ha vuelto, naturalmente, a producirse; podríamos añadir que incluso allí donde han actuado las instituciones invocadas por Acemoglu y Robinson. De manera que una desigualdad que aparecía sancionada por la igualdad inicial de oportunidades termina por quebrantar la posterior igualdad de oportunidades. Y la desigualdad termina, así, por ser un laberinto sin salida; exactamente lo mismo que la igualdad.

Va de suyo que el debate político contemporáneo no gira en torno a una igualdad o desigualdad absolutas, sino a los grados de igualdad y desigualdad que son tolerables: para quienes desean ser iguales, para quienes desean ser desiguales. Sería provechoso que ese debate arrancase de la igualdad o desigualdad posibles, pero a menudo no es así: hay defensores de una igualdad irrealizable, como los hay de una desigualdad insostenible. Aunque no podemos descartar que ambas posturas sirvan como extremos retóricos de un debate abstracto, con una correspondencia sólo relativa con la dimensión práctica del problema.

Si bien se mira, la brillantez de la teoría de la justicia de John Rawls reside precisamente en la reducción del debate sobre la igualdad a sus términos esenciales, cosa que hace mediante una maniobra retórica de formidable eficacia, sin la cual no sería posible dar paso a la intervención institucional que su reflexión, de estirpe contractualista, justificaJohn Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1971.. Mucho se ha hablado de Rawls, discutido en los círculos académicos hasta la saciedad; mucho, también, se le ha criticado. Sigue siendo la suya, empero, la más completa justificación del Estado Social o, lo que es igual, de la combinación de instituciones políticas liberales y economía social de mercado que compone el modelo dominante en el mundo occidental. Todo ello, al margen del debate separado sobre las leyes, instituciones y políticas concretas que deban llevar a la práctica ese ideal abstracto.

Rawls abstrae la discusión sobre la igualdad de las circunstancias particulares de una sociedad determinada, pero vincula la solución colectiva a esas mismas circunstancias particulares; simultáneamente. Esa es la maniobra retórica a la que aludía, que consiste en situar a los individuos en una posición original, o estado presocial, donde un velo de ignorancia les impide saber cuáles son sus capacidades y rasgos personales (qué número les ha tocado en la «lotería natural» de la existencia: cuánta inteligencia, fuerza, astucia, belleza), así como el estatus socioeconómico del que disfrutan. Nadie sabría, en ese limbo, si le va bien o mal, si ha nacido en una familia aventajada o desfavorecida, cuál es su posición relativa respecto de otros individuos. En esas circunstancias, se le pregunta: ¿qué tipo de organización social cree usted preferible? Y la respuesta cae por su peso: al ignorar si naceré rico o pobre, inteligente o torpe, guapo o feo, querré una sociedad que me permita prosperar si soy lo primero, pero no me condene a la pobreza si resulto ser lo segundo. Es decir, una sociedad libre, cuyo Estado asuma legítimamente la tarea de redistribuir razonablemente la riqueza para sostener a los más débiles, incapaces o desafortunados. De otro modo, el sujeto estaría apostándolo todo a una carta que bien puede salir mal. Literatura secundaria aparte, el contrato social rawlsiano presenta la ventaja de estar concebido para una sociedad ya en marcha, donde se da una determinada distribución (relativamente dinámica) de las capacidades y los recursos, no para un estado de naturaleza donde el interés común inicial –como en Hobbes– es sobrevivir.

Naturalmente, las capacidades –además de la fortuna– determinan la distribución de los recursos, de manera que podría alegarse que esa distribución es justa y no admite enmienda (porque esta enmienda, «quitar a Pedro para darle a Juan», como dice el brillante pensador Anthony de Jasay, constituye una interferencia en la libertad de los individuos). Sin embargo, como ya se ha señalado, aun compartiendo una preferencia por la libertad sobre la igualdad en sentido abstracto, es difícil obviar que, con el paso del tiempo, la desigualdad crecerá en tal medida –por el superior rendimiento del capital frente al crecimiento y su posterior transmisión hereditaria– que las futuras generaciones de individuos nacerán condicionadas por la posición relativa que sus familias ocupen en la sociedad, de modo que la correspondiente desigualdad de oportunidades no puede, para ellos, calificarse como justa.

¿O acaso es justo, por ejemplo, que un adolescente herede una pequeña fortuna porque ha muerto su tía abuela, y su compañero de clase herede deudas tras el fallecimiento en accidente de sus padres? Quizá no sea injusto; pero justo tampoco es. A ello habría que añadir algo que no cabe en el r > g de Piketty, a saber, que, aunque podamos albergar dudas de que el capital acumulado necesariamente crezca a mayor ritmo que una economía nacional, hay otros beneficios asociados al capital acumulado que influyen poderosamente sobre la suerte de quienes nacen en familias acaudaladas: educación, poder, influencia. No se quita a Pedro para darle a Juan; se quita a un Rothschild para darle a Juan. Ahora bien, se quita también a Pedro, capaz de labrarse una fortuna partiendo de la nada, para dar a Miguel, quien pudiendo trabajar no lo hace, o a Luis, cuyas ganancias en la economía sumergida escapan al control estatal. Y así sucesivamente.

Puede así concluirse que la igualdad es imposible, pero un exceso de desigualdad es indeseable. Aproximadamente, tal es el consenso que rige en las sociedades occidentales: el resto es la inagotable, acalorada y a veces inextricable discusión de los detalles correspondientes. ¿Qué grado de desigualdad, exactamente, es tolerable? ¿Qué medios han de emplearse para limitarla, sin por ello impedir que los individuos puedan obtener fruto suficiente del ejercicio de su libertad? Para realizar esos fines, ¿son mejores los medios públicos o los privados? ¿Qué estructura de incentivos es la más adecuada? Por otro lado, ¿cómo medimos la igualdad? ¿En términos de renta disponible, de oportunidades, de capacidades?

Tal es el debate contemporáneo, que no versa ya, extremos aparte, sobre la prevalencia del Estado sobre el Mercado o viceversa, sino sobre la mejor combinación posible de ambos. Si hay alguna novedad significativa en ese debate, que Piketty pone de manifiesto, mientras Acemoglu y Robinson, en su paper, dejan a un lado, es el impacto de la globalización y de las tecnologías digitales que la intensifican. Rawls pensaba en términos nacionales, pero las naciones no son ya lo que eran cuando el pensador norteamericano concebía su obra, allá por la década de los sesenta del pasado siglo.

Sea como fuere, no era mi propósito adentrarme en ese jardín selvático, sino echar un vistazo al cobertizo de las herramientas que sirven para rastrillarlo, simplificando conscientemente el debate sobre la igualdad y su presunto antónimo: la desigualdad.

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