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La ideología de la ideología (I)

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Hace un par de semanas, en vísperas de las elecciones autonómicas catalanas, una entrevista con Antonio Baños –desenfadado líder de la pintoresca formación anticapitalista cuyos votos van a ser decisivos para la formación de gobierno en el parlamento regional– causó un cierto impacto en las redes sociales, sobre todo merced a un contundente titular extraído de este párrafo:

Ya. Pero piensa lo que cobráis vosotros y lo que cobraban vuestros padres. Y pensad que igual cobráis menos porque no tenéis ideología. Porque igual es eso. La ideología es imprescindible. Si no entiendes cómo funciona el mecanismo y te dedicas a no dar ideología, acabas sin tener derechos y sin tener nada porque no estás viendo cómo funciona el mundo. Ahora la ideología es más importante que nunca, precisamente porque no entendemos dónde vivimos.

Esta peculiar afirmación, según la cual los jóvenes contemporáneos cobrarían menos por carecer de ideología, tiene la fuerza de un ambiguo manifiesto a ojos de aquellos de entre los jóvenes que –se deduce de las palabras del entrevistado– han abandonado la fe de sus padres en beneficio de un posmodernismo filoliberal cuyas batallas se libran únicamente en el terreno de la cultura. ¡Es Marx y no Derrida! Los así interpelados parecen recibir esa acusación con una mezcla de culpa y admiración: como si les mostrasen una falta en la que no habían reparado. Desde luego, no deja de ser curioso que pueda añorarse implícitamente una época en la que tantos de esos padres se declaraban, con entusiasmo bienintencionado, maoístas o trotskistas. Y es también llamativo que un fenómeno tan complejo como la contracción salarial pueda atribuirse a un solo factor –el debilitamiento de las ideologías de izquierda–, en olvido de causas tan relevantes como la digitalización o la globalización. Pero Baños también sostiene, en esa misma charla, que la socialdemocracia es una «ficción» que sólo podía subsistir bajo la amenaza soviética, como si los problemas de sostenibilidad del Estado del Bienestar equivaliesen directamente a su desmantelamiento en la práctica. Todo, faltaría más, sin cifras de por medio.

En todo caso, sin necesidad de atribuir la condición de cuerpo doctrinal al resultado de una simple conversación, es interesante indagar en los argumentos de Baños, porque aciertan a reflejar un cierto estado –minoritario– de opinión y ponen sobre la mesa, de paso, el problema de la ideología. Porque a ésta la mencionamos mucho, como si fuese una noción autoevidente, cuando en realidad está lejos de serlo. Paradójicamente, cuando el líder de la CUP afirma que la ideología es imprescindible, no está defendiendo el hecho de la ideología, sea cual sea ésta, sino que denuncia la ausencia en los jóvenes de una ideología concreta, el anticapitalismo que él profesa o, al menos, una cierta resistencia contra el capitalismo. Sus enemigos son pues, simultáneamente, el posmodernismo que se disuelve en la cultura y la tesis del fin de las ideologías. Y añade que la ideología es más importante que nunca –la hipérbole es un derecho del hablante– porque no entendemos la época en que vivimos. En eso parece estar de acuerdo el politólogo norteamericano Mark Lilla, nada sospechoso de extremismo, quien relaciona el ocaso de las ideologías con la desorientación intelectual que percibe en nuestra época:

Se ha quebrado la relación entre las palabras y las cosas. El final de la ideología no ha hecho que el cielo se aclarase. Ha traído consigo una niebla tan densa que no podemos ya leer lo que tenemos delante. Vivimos en una época ilegible.

Huelga decir que esto último es discutible, porque abundan los diagnósticos sobre el cambio social en marcha; también abundan los desacuerdos, pero éstos atañen más al significado y la deseabilidad de esos cambios que a la identificación de sus causas mayores. Sucede más bien que la rotunda claridad con la que se manifestaron las ideologías rivales durante el siglo XX, rivalidad cristalizada geopolíticamente en una Guerra Fría que oponía dos sistemas de valores bien diferenciados, ha dado paso a un espacio político mucho más ambiguo, caracterizado por una competencia de valores interna al sistema liberal-capitalista (pues incluso quienes abogan abiertamente por la superación del mismo, como la CUP, combaten en su interior con las reglas del juego democrático); siendo la única excepción, notable por lo demás, la representada por el radicalismo islamista.

Nótese que, para Baños, la ideología es necesaria a fin de hacer legible nuestra época. Pero, de acuerdo con el viejo sentido marxista del término ideología, sólo la ideología correcta nos permite comprender «cómo funciona el mundo»: porque esa ideología nos saca de nuestro previo error perceptivo. Ahora bien, ¿puede carecerse de ideología? ¿O Baños contrapone simplemente la posesión de la buena ideología que nos proporciona el entendimiento correcto del mundo con el abrazo de malas ideologías que no nos aportan claridad alguna? En alguno de sus textos sobre el caso griego, Slavoj Žižek, que ha escrito mucho sobre el asunto, subraya cómo incluso la oposición entre las posiciones «ideológicas» de un Varoufakis y el planteamiento «tecnocrático» de la Comisión Europea sería una falsa oposición, porque ambos serían igualmente ideológicos. Ya que todo, en última instancia, sería ideología: reflejo de un sistema de valores y creencias históricamente determinado del que somos titulares, incluso aunque no tengamos conciencia de ello. ¡Supuramos ideología! En nuestras palabras, en nuestras preferencias, en nuestras acciones. Desembocamos así inevitablemente en la paradoja de Mannheim, así llamada en honor al filósofo alemán homónimo, según la cual sería imposible denunciar un punto de vista como ideológico sin adoptar nosotros, al mismo tiempo, un punto de vista ideológico. Porque nadie habla desde un espacio privilegiado libre de contaminaciones sociales: el sueño positivista de la pureza axiológica nunca puede hacerse realidad. Estamos, todos, enfangados en una ciénaga de prejuicios, sesgos y emociones. Y lo que quisiera Antonio Baños es que nos reuniéramos todos en su ciénaga. ¡Todos al agua! Sin embargo, queda por ver si no es posible que unos se enfanguen más que otros; si algunas ideologías, en fin, no serán más ideológicas que otras.

Recordemos que el origen mismo del término está en la «ciencia de las ideas» promovida por el francés Destutt de Tracy, que se orientaba a la búsqueda de la verdad con criterios estrictamente racionalistas, pero que su significado moderno cobra fuerza con la teoría de Karl Marx y el propio Mannheim. Estos entienden por ideología una falsa conciencia de la realidad social, es decir, una percepción distorsionada de ésta que sirve a quienes ostentan el poderFred Eidlin, «Ideology», en Michael T. Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Londres, Wiley-Blackwell, 2014, pp. 1777-1787.. Desde entonces, la ideología ha poseído siempre ciertas connotaciones detectivescas, si no el aire propio de unos arcanos que proporcionan a sus creyentes el conocimiento verdadero sobre la sociedad: alguien está engañándonos y la ideología puede ayudarnos a averiguar cómo. Al respecto, nunca olvidaré la leyenda de aquella camiseta que vendía una tienda hipster junto al campus universitario de Berkeley: «Yo vivía felizmente en el sistema hasta que Chomsky me hizo ver la luz». No es por ello de extrañar que las asociaciones entre ideología y religión puedan llevarnos a afirmar que aquéllas constituyen «religiones intramundanas» que ofrecen una fe de reemplazo en la era secular: pues sólo el creyente ve lo que el dogma prescribeEric Voegelin, Las religiones políticas, trad. de Manuel Abella y Pedro García Guirao, Madrid, Trotta, 2014.. Desde este punto de vista, es irrelevante que el dogma sea la santidad de la creación o la lucha de clases como motor de la historia: la ideología nos ilumina en la oscuridad. Por lo demás, es evidente que si entendemos las ideologías como sistemas de creencias que gradúan las lentes a través de las cuales vemos la realidad social, no se trata de un fenómeno nuevo en absoluto. Siempre han existido regímenes de percepción que legitimaban órdenes sociales particulares y prescribían las conductas de sus miembros. Distinto es que hablemos de las ideologías políticas de la modernidad, propias de la tradición occidental, que emergen para el consumo de masas desde mediados del siglo XVIII: macroideologías tales como el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo, que después han coexistido con microideologías como el feminismo, el nacionalismo o el ecologismo.

Es preciso entonces distinguir entre la ideología en sentido amplio y las ideologías políticas modernas. A su vez, cada una de estas dos acepciones nos conduce a discutir problemas distintos: la primera, la función de la ideología; la segunda, la plausibilidad de la tesis que proclama su crepúsculo. Veamos.

La primera acepción de ideología alude a un régimen de percepción que organiza nuestra visión de la realidad. Esta, por lo general, se aparece al sujeto que la alberga como la única visión verdadera de las cosas, e incluso como la interpretación natural de las mismas; dicho de otra manera, no como una interpretación del mundo, sino como su descripción objetiva. En ese sentido se expresa el historiador israelí Yuval Noah Harari cuando habla de las ficciones como elemento distintivo de la especie humana, creencias colectivas que, compartidas entre distintos individuos, dan forma a la percepción de la realidad dominante en cada épocaYuval Harari, De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Debate, 2014.. Esas interpretaciones no se verían reflejadas únicamente en el modo en que damos sentido a esa realidad según la miramos, sino que, como señalarían Gramsci, primero, y Althusser, después, se encarnarían en prácticas sociales y aun en la realidad material concreta: la ideología queda destilada en el presente. Digamos que las órdenes de caballería entonces y los centros comerciales ahora serían manifestaciones materiales de una determinada concepción del orden social; otro tanto pasa con prácticas como el rezo del Ángelus matutino o la escucha de las noticias de las ocho. La ideología dominante queda así sedimentada en un mundo social al que imprime su sello.

Esta idea queda bien expresada en la obra del argentino Ernesto Laclau, de moda últimamente entre nosotros por su ascendiente sobre los líderes de Podemos. Laclau distingue, siguiendo la fenomenología de Husserl, entre lo social y lo políticoErnesto Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time, Londres, Verso, 1990.. Si bien las estructuras sociales y las normas colectivas son tomadas como «naturales», la política tiene la capacidad de revelar su contingencia: el hecho de que son de una manera, pero podrían haber sido de otra. Si, en condiciones normales, la vida social consiste en el olvido de los actos o decisiones de institución originaria de la sociedad, la política reactiva ese momento contingente y abre nuevas posibilidades para la construcción de la sociedad. Porque, si las cosas podrían haber sido de otra manera, ¿por qué no pueden serlo aún? Para Laclau, la frontera entre lo social y lo político es esencialmente inestable; requiere de una constante renegociación entre agentes sociales en conflicto que tratan de «naturalizar» su orden social preferido. La ideología sería aquí la realidad social misma. Y la tarea de la política no es otra que denunciarla como tal: como ideología y no como realidad. El aire nietzscheano es patente, por cuanto se otorga un sentido político al estudio genealógico: la indagación en los auténticos orígenes de las normas y prácticas socialesFriedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1972.. Igualmente, el orden social es entendido aquí como un discurso: el resultado de un conjunto de acuerdos intersubjetivos –sea cual sea el modo en que se ha alcanzado ese acuerdo– que cristalizan en valores, prácticas y estructuras materialesErnesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso, 1985..

Si todo es ideología, empero, nos encontramos con una paradoja de difícil solución. Michael Freeden, uno de los más destacados estudiosos contemporáneos de la materia, así lo ha señalado, enfatizando la dificultad de combinar la negación de la idea de verdad con la afirmación de la primacía de un sistema ideológico determinado:

En concepciones así, las ideologías ni siquiera pueden ser ilusiones o distorsiones [como en Marx]. ¿Cómo puede distorsionarse la verdad si no hay verdad, si la pura realidad misma es inaccesible e inimaginable? ¿Cómo podemos conocer la realidad si lo que nosotros percibimos como realidad es algo diferente, filtrado a través de una malla de símbolos? Si no hay verdad, no puede haber falsedad (que es la corrupción de la verdad)Michael Freeden, A Very Short Introduction to Ideology, Oxford, Oxford University Press, 2003..

En autores como Laclau o Žižek, denuncia Freeden, el término «ideología» se ha convertido en un significante sin significado claro, más allá de la idea marxista de la falsa conciencia que debe ser superada (aunque Žižek hable más bien del cinismo del ciudadano contemporáneo que sabe o sospecha que los poderes establecidos no le cuentan la verdad). No hay alternativas claras, ni utopías razonables; sólo un juego de lenguaje que se pierde en su propia circularidad, como el caso griego habría mostrado. A lo que habría que sumar cierta falacia constructivista que contempla el edificio social como fruto exclusivo de decisiones individuales o colectivas conscientes y pautadas.

Para el propio Freeden, las ideologías no son exactamente falsas ni verdaderas, sino indicadoras del modo en que las personas construyen el mundo: por eso es un liberal cuya preocupación estriba en crear el marco político pluralista que permita a las distintas ideologías conversar entre sí. A su juicio, las ideologías son aquellos instrumentos que nos permiten dar sentido al mundo que habitamos. Y fue un antropólogo, Clifford Geertz, quien propusiera allá por 1964 que las ideologías son representaciones de la realidad, densos conjuntos de símbolos que proporcionan a individuos y grupos un mapa mediante el cual orientarse en una realidad que no tienen capacidad de descifrarClifford Geertz, The Interpretation of Cultures, Londres, Fontana, 1993.. No en vano, los mapas son símbolos selectivos: achican la realidad para hacerla más comprensible. La ideología se convierte entonces en un atajo cognitivo, una forma de circunvalar la complejidad social.

Tiene sentido. Las ideologías existen porque son funcionales, en la medida en que proporcionan respuestas claras a preguntas complejas sobre las que los individuos no tienen tiempo o disposición de reflexionar. Hay una necesidad humana de significado que, tras el declive relativo de las religiones, las ideologías pueden satisfacer; razón por la cual los tiempos difíciles hacen florecer sistemas de creencias más extremistas. En palabras de Fred Eidlin:

La psique humana tiene una tolerancia limitada hacia el caos y la incertidumbre. Las ideologías nos ayudan a dar sentido a lo que sucede, así como a anticipar el futuro. Contribuyen a dar forma a la identidad personal, proporcionando a los individuos un sentido de pertenencia, satisfaciendo la necesidad de comunidad, solidaridad, apoyo, amistad y seguridad.

Tienen así las ideologías un componente ansiolítico que comparten con las religiones. Su componente emocional es por ello innegable, máxime si atendemos al modo en que su posesión es a menudo atesorada por los individuos, orgullosos tras su ingreso en una comunidad imaginada que proporciona significados, afectos y sentimientos. A lo que habría que sumar la subcontratación de las opiniones políticas. En este mismo sentido, la psicología social y política ha indagado en la relación existente entre los rasgos de carácter y la comunión con ideologías concretas, a menudo correlacionados. Tal como apuntara Judith Shklar, esos factores desempeñan a menudo un papel más decisivo a la hora de explicar las creencias abrazadas por una persona que los méritos racionales de esas creenciasJudith Shklar, Political Theory and Ideology, Nueva York, Macmillan, 1966.. Súmense a ello los factores ambientales y de socialización y habrá razones para sospechar que el proceso de ideologización dista de ser, en la mayoría de los casos, una búsqueda reflexiva animada por el afán de conocimiento. Eso queda para los Sócrates de este mundo.

Ahora bien, la inevitabilidad de las ideologías no debe confundirse con su deseabilidad. Es decir, una cosa es que podamos explicar su existencia y otra que eso justifique el papel que desempeñan en el proceso político. Y es que hay razones de peso para recelar de ellas, como bien saben en Alemania, país donde la palabra misma es evitada por sus connotaciones totalitarias. Es verdad que su subsunción en el marco democrático pluralista tendría la virtud de someter distintas ideologías rivales a un disciplinamiento dialógico que contiene su carga destructiva, pero no consigue evitar el problema de su inercia dogmática: el cierre a los estímulos externos que puedan modificar el dibujo de la realidad que constituye la marca propia de fábrica. No obstante, el dinamismo intrínseco a las sociedades liberales produciría efectos sobre los cuerpos ideológicos, forzados a adaptarse a cambios sociales que amenazan con reducir a la irrelevancia a aquellos sistemas de creencias que se niegan a integrar los datos contrastados de la experiencia colectiva. Basta ver las contorsiones que el conservadurismo se ve obligado a hacer con la tradición, o el socialismo con los beneficios del mercado, para comprobar las virtudes de la propaganda involuntaria por el hecho.

Así las cosas, si desplazamos nuestra mirada del consumidor de ideologías a la ideología misma, resulta convincente la caracterización que de las mismas hace Michael Freeden. Para el pensador británico, son configuraciones de conceptos «des-contestados»Michael Freeden, op. cit.. Suena raro, pero es sencillo: si conceptos (e ideales) como libertad, igualdad o justicia son inevitablemente polisémicos, porque pueden especificarse de distintas formas (tanto en sí mismos como en sus relaciones recíprocas: por ejemplo, la medida en que la libertad económica haya de prevalecer sobre la igualdad socioeconómica, o al revés), lo que hacen las ideologías es privilegiar ciertos significados en detrimento de otros. La igualdad tendrá así un significado para el socialismo y otro para el liberalismo; por ejemplo. La ideología misma podrá entonces entenderse como un sistema de cierres semánticos relacionados entre sí y dinámicos en el tiempo. Y cada ideología producirá a su vez una cultura política que admitirá variaciones nacionales.

Podemos aplicar ese marco conceptual a las distintas ideologías modernas, cuyo ocaso, sin embargo, ha sido proclamado en más de una ocasión. ¿Persigue Antonio Baños un fantasma? ¿O seguimos viviendo en una era ideológica? ¿Es posible entonces, pace Baños, prescindir de la ideología para abrazar el pragmatismo? ¿De qué modo se relacionan las ideologías con la democracia? ¿Y las ideologías antisistema, como la representada por la CUP, son de verdad antisistema? Trataremos de responder a estas preguntas sobre la ideología de la ideología la semana próxima.

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