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La educación en España: pasado, presente y futuro

Escuela para todos. Educacióny modernidad en la Españadel siglo XX

ANTONIO VIÑAO

Marcial Pons, Madrid

320 págs.

17,31 €

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Desde las primeras frases de la primera página contrapone el autor aquella renqueante España de comienzos del siglo XX con la situación actual: «Hacia 1900 el 56 por 100 de la población de más de 10 años era analfabeta y en el año 2000 dicho porcentaje no superaba el 2 por 100. En 1900 la declaración legal de la enseñanza obligatoria de los 6 a los 12 años era un puro sarcasmo […]. A finales de siglo se había alcanzado la escolarización total desde los 4 a los 16 años». En términos sociológicos y culturales, «si a principios del siglo XX la institución escolar era algo ajeno a casi la mitad de la población infantil», cien años después resulta una experiencia cotidiana insoslayable para la práctica totalidad de la comunidad infantil y adolescente. La transformación es tan radical, viene a decir Viñao, que no puede entenderse cabalmente la actual realidad educativa –dónde estamos, qué queremos, cuáles son nuestros lastres– sin las referencias pertinentes a esa tortuosa trayectoria reciente. Aceptemos, por tanto, y esbocemos un sucinto repaso al pasado inmediato.

Lo curioso es que ésta, la educación, es una de las pocas cosas que parece ir por el buen camino en aquel país convaleciente de la humillante derrota del 98. Para empezar, porque se le presta lo primero que necesita, que no es otra cosa que atención verdadera, base indispensable para cualquier mejora. Para el regeneracionismo, el problema de España es, como explícitamente dice Morote, un problema educativo en su más profunda acepción. Ricardo Macías Picavea dedica un capítulo en El problema nacional al estado de la cuestión educativa, sobre la base de que nunca puede salir de la postración un pueblo sumido en el analfabetismo. Joaquín Costa, por su parte, acuñaba una de sus habituales divisas, que resumía a la perfección lo que propugnaban casi todas las iniciativas reformistas del momento: «La escuela y la despensa, la despensa y la escuela: no hay otras llaves capaces de abrir camino a la regeneración española».

Desde un punto de vista complementario, podría recordarse que todas estas doctrinas no hacían más que traer a primer plano de debate una perspectiva que otros intelectuales venían cultivando desde un cuarto de siglo atrás: Francisco Giner, Manuel B. Cossío y, en general, la Institución Libre de Enseñanza, cifraban sus esperanzas de transformación del país en una actividad educativa radicalmente nueva, capaz de generar otro tipo de hombre. De hecho, institucionismo y regeneracionismo confluyen en las primeras décadas del siglo de modo espontáneo, como pone de relieve la trayectoria intelectual y profesional de Rafael Altamira. Más aún, puede decirse que un cierto regeneracionismo, todo lo liviano que se quiera, accede al poder: no deben despreciarse, sin más, medidas como la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, y la reforma del bachillerato de García Alix (ambos de 1900), así como las importantes iniciativas del año siguiente, ya bajo el ministerio de Romanones, entre las que destaca –además de la teórica escolarización obligatoria hasta los doce años– aquella que hacía realidad el viejo sueño liberal: la inclusión en los presupuestos generales de los emolumentos de los maestros nacionalesPara algunos especialistas, el bienio 1900-1902 resulta ser así «uno de los más fecundos de la centuria». Véase Manuel de Puelles Benítez: «Política y Educación: cien años de historia», en Carmen Labrador Herraiz (coord.): «La educación en España en el siglo XX », Revista de Educación, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, núm. extraordinario, Madrid, 2000, pág. 12..

Bien es verdad –apresurémonos a declarar– que tales disposiciones apenas suponían más que una gota de agua en una sociedad atrasada, mayoritariamente rural, con un déficit secular acumulado. De hecho, lo que se produce es una divergencia cada vez más acusada entre una élite muy preparada, al nivel de los países europeos más desarrollados, y una masa sumida en la ignorancia, la pobreza y la falta de perspectivas de todo tipo. La edad de plata de la cultura española se desarrolla, no lo olvidemos, en un país en que el analfabetismo ronda el cincuenta por ciento de la población. No se entienda esta acotación como prurito de restar méritos, sino como necesidad de contextualizar –y, por ello, inevitablemente, relativizar– el conjunto de iniciativas de esos años, debidas a la gestión privada, a la pública o, lo que era más común, a una mezcla de ambas: creación de la primera cátedra de Pedagogía en Madrid (1904) y de la Escuela de Magisterio (1909), formación de la Junta de Ampliación de Estudios (1907) y los organismos derivados de ella: Centro de Estudios Históricos (1910), la Residencia de Estudiantes (1910), el Instituto-Escuela (1918), etc.Véase la también reciente obra colectiva dirigida por Olegario Negrín Fajardo: Historia de la educación en España: autores, textos y documentos , Madrid, UNED, 2004, en especial págs. 539-544 y 551-556. Si se pretende una obra más sintética, un buen recurso puede ser la de Alfonso Capitán Díaz: Breve historia de la educación en España, Madrid, Alianza, 2002.

Por otro lado, el primer tercio de siglo conoce innumerables alternativas a la enseñanza tradicional desde distintos presupuestos ideológicos, que suelen agruparse con el rótulo de escuelas laicas, librepensadoras, racionalistas o, simplemente, nuevas o modernas. Desde la que con ese último adjetivo fundó en Barcelona en 1901 Francisco Ferrer y Guardia, hasta la labor alfabetizadora y formativa de los socialistas con sus «Casas del Pueblo», pasando por la renovación pedagógica propiamente dicha que dentro de este sector político representó Manuel Núñez de ArenasSobre la pedagogía socialista, véase el estudio fundamental de Francisco de Luis Martín: La cultura socialista en España, 19231930. Propósitos y realidad de un proyecto educativo , Salamanca, Universidad de Salamanca/CSIC, 1993.. Pese a sus discrepancias accidentales, todas defendían una formación integral, principios innovadores y una metodología adecuada a esos fines: coeducación, pedagogía activa, laicismo, y todo ello, siempre, sobre la base de la igualdad real, es decir, del acceso del conjunto de los ciudadanos a los beneficios de la educación. Hasta los intelectuales, empezando por el más influyente del momento, Ortega, hablaban de regeneración educativa como base para todo lo demás y, complementariamente, de la pedagogía social como programa político. De ahí la fundación de agrupaciones específicas con un marcado carácter formativo, como la famosa «Liga de Educación Política».
Frente a esa panoplia de impulsos y realizaciones, obra en su mayor parte de un determinado sector de la sociedad –el autodenominado «progresista», para entendernos–, se encontraba la labor militante de la Iglesia católica. Uno de los temas candentes desde comienzos de siglo, la «cuestión religiosa», no sólo no se apaga, sino que, por una serie de circunstancias que no son del caso, va generando posiciones cada vez más radicalizadas. Mientras que un anticlericalismo demagógico y violento gana las calles, la Iglesia se declara beligerante contra toda medida enfocada a recortar la implantación de órdenes religiosas y a mermar su influencia en el campo educativo. No es menos cierto, por otro lado, que la labor eclesiástica no se agotó en esa dura oposición antiliberal de la jerarquía y en la lucha por el mantenimiento de una enseñanza tradicional en métodos y valores. Además de la actividad de los colegios y órdenes religiosas (marianistas, maristas, salesianos…) –que ciertamente desempeñaron una labor inestimable, en la misma medida en que el Estado se confesaba incapaz de cumplirla por falta de recursos de todo tipo–, hay que destacar, por su voluntad de renovación pedagógica, las escuelas del Ave María del padre Manjón (que procedía de las postrimerías del siglo anterior, 1889) y la Institución Teresiana del padre Poveda (fundada en 1917)Insisten en ello algunas obras de sesgo conservador como la dirigida por Bernabé Bartolomé: Historia de la acción educadora de la Iglesia en España , vol. II, Edad Contemporánea , Madrid, BAC, 1997. Desde una perspectiva más neutral, también reconoce esa labor Alfonso Capitán Díaz: Historia de la educación en España , vol. II, Pedagogía Contemporánea , Madrid, Dykinson, 1994. Sin restar mérito alguno a tales iniciativas, no es exagerado entenderlas –al igual que muchas otras de parecida inspiración católica– como el intento de dar respuesta desde el humanismo cristiano a la renovación pedagógica laica que representaban la Institución Libre de Enseñanza y otras escuelas modernas..

Cuando llega la República, pese a tanta efervescencia teórica y tantos afanes regeneradores de uno u otro signo, la realidad del conjunto de la nación ha cambiado bien poco en este aspecto. El nuevo régimen supuso una reactivación de las ilusiones regeneradoras y una nueva oportunidad para que los teóricos, ahora con responsabilidades de gobierno a distintos niveles, trataran de salvar su sempiterno desfase con el desesperante mantenimiento del atraso educativo. No en vano se habló de una república de profesores y maestros, y éstos entendieron su misión con un cierto halo providencialista: un revolucionario, como diría Llopis, es también un educador, y éste, a su vez, si ejercita su vocación con autenticidad, no puede dejar de ser revolucionario. La propia Constitución dedicaba tres artículos específicos a la cuestión educativa, destacando en particular el 48, en la medida en que puede considerarse un conciso resumen del ideario republicano y socialista: ahí se habla de la escuela unificada, la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, la libertad de cátedra y la atención a los maestros por parte del Estado, la educación laica y la solidaridad humana. Pero independientemente del mayor o menor acierto a la hora de concretar esas buenas intenciones, ha de tenerse en cuenta que hablamos de un período cortísimo para que cualquier medida profunda, y más de orden educativo, pudiera fructificar realmente.

La cosmovisión pedagógica republicana –el mayor esfuerzo hecho hasta entonces, aun con sus limitaciones, para modernizar la educación en España– fue extirpada de raíz por el franquismo. Una de las primeras disposiciones del nuevo régimen fue la depuración sistemática del magisterio nacional: casi el 25 por 100 de los maestros sufrieron distintos grados de castigo o represalia (sin contar los muertos y exiliados, no pocos en una profesión que se había distinguido en general por su favorable disposición a la política republicana). La educación debía olvidarse de usar el concepto de libertad, en cualquiera de sus acepciones, para transmitir valores religiosos (en su sentido más integrista) y políticos (en especial, los de un totalitarismo nacionalista). Pero religión y política, en el seno del franquismo, representadas por dos de los grandes pilares del sistema, la Iglesia y los falangistas, resultaban elementos de difícil conjugación más allá del corto plazo y la alianza de conveniencia. De esta pugna sale triunfante el llamado nacionalcatolicismo, que en la esfera pedagógica será un modelo que apenas aportará novedades, más allá de su retorno al más rancio tradicionalismo en lo ideológico, su énfasis en la disciplina estricta como método, y la desconfianza sistemática hacia todo lo que huela a liberal o moderno.

Dentro de esos presupuestos, y siempre bajo el mantenimiento de las líneas esenciales, se produce una evolución paralela a la que sufre el régimen en su conjunto, desde la represión y la intransigencia de primera hora a un relativo aperturismo, lo cual, en la esfera educativa, implica el paso del ministerio de Ibáñez Martín al de Ruiz-Giménez (1951-1956). Por otro lado, con la consolidación del marco político y el reconocimiento exterior (Estados Unidos y Concordato), se posterga el discurso fuertemente ideológico por la eficacia tecnocrática, giro que también tendrá su reflejo en la educación, y cuyo exponente o fruto más destacado será la «Ley General» de Villar Palasí (1970)Aunque no es lo habitual, no faltan quienes hacen una valoración muy positiva de la «modernización» educativa franquista, considerando que España logró «remontar en gran parte su casi atávica situación de penuria y presentar en el panorama europeo una imagen por lo menos digna». Véase la obra coordinada por Buenaventura Delgado: Historia de la educación en España y América , vol. III, Madrid, SM Ediciones, 1994.. Hablar de los efectos de esta ley es ya, prácticamente, dejar la historia y referirnos en sentido amplio a nuestro presente porque, como dice Viñao, su aplicación se efectúa en los años de la transición, y el debate en torno a ella se mantiene hasta su superación por las nuevas reformas del ministerio Maravall, ya con el acceso del PSOE de Felipe González al poder.

Resumir en tres o cuatro folios los avatares educativos de la España del siglo XX es exponerse a una inevitable simplificación o esquematización, pero el lector que continúe esta reseña comprenderá que esa síntesis tiene un sentido para la reflexión que aquí pretende pergeñarse. Por expresarlo desde ahora mismo en términos sencillos, se trata de dar cuenta de la ambivalencia o la sensación agridulce que invaden al observador que desea preservar una cierta ecuanimidad en un tema tan espinoso: en claro contraste con la inquietud generalizada que despierta el actual estado de cosas, si se dirige la mirada al pasado, si la evaluación de nuestro sistema educativo se hace contemplando la trayectoria descrita a grandes rasgos, no puede por menos que expresarse la satisfacción por el camino recorrido y las metas alcanzadas. Como el libro que da pie a esta reseña resume perfectamente lo que implica esa «modernización educativa», nos remitimos a las propias palabras del autor: «práctica desaparición del analfabetismo», escolarización plena de 4 a 16 años y paridad de ambos sexos; la «expansión y consolidación del sistema educativo» ha implicado también el fin de los trabajos de los menores y, en fin, durante el último cuarto del siglo XX la institución escolar ha ido sustituyendo «al trabajo, a la calle y en buena parte al hogar como lugares de socialización, información y formación»Viñao, págs. 253-254. A lo que significan esos «Tres procesos básicos: alfabetización, escolarización y feminización» está dedicado todo el capítulo VI de esta obra. Véase también, en el mismo sentido, el volumen colectivo editado por Agustín Escolano y Rogénio Fernandes: Los caminos hacia la modernidad educativa en España y Portugal (1800-1975) , Zamora, Fundación Rei Afonso Henriques, 1997.. Pese a todas sus limitaciones, la antes mencionada Ley Villar es, como admite Viñao, el comienzo de ese camino sin retorno a «la definitiva europeización y modernización del país», un proceso que se condensa «en los últimos treinta años del siglo XX ». Pero, curiosamente, desde ese mismo reconocimiento empiezan, más que los parabienes por los avances conseguidos, las lamentaciones de todo orden por cómo han ido rodando las cosas. Primero, por el torpedeo desde los más diversos sectores de algunos aspectos básicos de la susodicha Ley de 1970 y, luego, inmediatamente, por el modo en que se efectúa la transición, con unas concesiones entre los grandes partidos que no sólo llevan a ambigüedades o lagunas en asuntos esenciales, sino que en último término significan para la izquierda el sacrificio, en aras del consenso, del viejo modelo institucionista y republicano. Una renuncia ya irrecuperable, pues cuando el PSOE llegue al poder apelará al pragmatismo y a una cierta tibieza para lo que eran posiciones irreductibles de la política progresista (pág. 98). Aun así, los primeros años del gobierno socialista constituyen «un auténtico revulsivo» y, en resumen, la ley emblemática, la LOGSE, una iniciativa teóricamente irreprochable, por lo menos en lo que «se refiere al proceso, casi modélico, seguido para su aprobación» (pág. 110).

Bastan esas líneas, en las que hemos procurado seguir fielmente los planteamientos del autor, para calibrar desde qué perspectiva efectúa su análisis Viñao. Los defectos e insuficiencias de la LOGSE resultarían, según esas consideraciones, ajenas a la ley misma, desde el «grado de heterogeneidad social» sobre el que debía aplicarse hasta «un contexto internacional caracterizado por la crisis del Estado del bienestar y de las políticas redistributivas». Además, los propios cambios sociales –nuevos modelos y hábitos juveniles– explicarían que «ni la reforma mejor intencionada» pudiera fructificar ante «las consecuencias –inasistencia, falta de atención y concentración, somnolencia, tensión nerviosa, etc.– de dichos hábitos, biorritmos y modos de vida». En última instancia, desde un punto de vista directamente político, la responsabilidad del fracaso definitivo de la LOGSE correspondería, por estrambótico que parezca, al Partido Popular. No es que se nieguen, desde luego, los problemas de la ley socialista, pero precisamente desde su reconocimiento puede decirse que no le resultó difícil al gobierno Aznar «desactivar, dinamitar desde dentro y dejar pudrir una ley y una reforma» que fue aprobada con su voto en contra (pág. 114).

Resulta cuando menos sorprendente para los que estamos metidos de lleno desde hace muchos años en la esfera educativa, la parcialidad y falta de autocrítica de muchos de los adalides de la LOGSE y de las reformas que han seguido su estela. La culpa siempre es de los demás, de los profesores o los estudiantes, del partido político rival, de la falta de financiación o de la sociedad en su conjunto. Por no plantearse, ni se cuestionan el paradójico resultado de sus reformas, el espectacular descenso de calidad en la educación pública y la huida masiva de las clases medias hacia la enseñanza privada que teóricamente querían combatir. Como si salvaguardar cualquier medida bajo la invocación igualitaria, o remitirse en conjunto a una voluntad democrática y participativa, o amparar unas disposiciones legislativas bajo el manto progresista, garantizase ya de por sí la bondad incuestionable de la política a seguir en este campo. Y conste que se puede y debe afirmar todo lo anterior sin caer en apriorismos de signo opuesto, como demagógicamente gustan de afirmar los leguleyos desertores de la tiza: estas consideraciones no se hacen desde una atalaya elitista o conservadora, sino desde la frustración de ver pulverizados unos objetivos que teóricamente compartimos.

De hecho, son desde hace algún tiempo voces y plumas procedentes de la izquierda –esa izquierda que aún anda metida en las aulas, no la que legisla desde los despachos oficiales– las que con más vigor han denunciado las contradicciones de la actual situación. «Nunca se ha hablado tanto de la calidad de la enseñanza», dice un profesor de a pie en un artículo recienteEnrique Moreno Castillo, «La Logse es un desastre», El Ciervo, núm. 644 (noviembre de 2004). Las frases entrecomilladas a continuación corresponden a dicho artículo. Véase también José Gimeno Sacristán y Jaume Carbonell, El sistema educativo. Una mirada crítica , Barcelona, Praxis, 2004., ni «nunca se ha hablado tanto de la transmisión de valores morales en las aulas». Y, sin embargo, «estamos educando a los ciudadanos desde los doce a los dieciséis años en la más absoluta irresponsabilidad». ¿Por qué? Porque no tienen obligaciones reales, más allá de las fanfarrias de turno. «Si trabajan y se esfuerzan, bien. Si no lo hacen, también. Si su comportamiento es respetuoso y civilizado, estupendo. Si son violentos, maleducados e irrespetuosos, qué se le va a hacer». Se olvida algo tan elemental como que las ideas y las actitudes no se transmiten por adoctrinamiento, sino por contagio: «El que los alumnos sean educados en la solidaridad, el espíritu crítico y las actitudes democráticas, no es sino un piadoso deseo si estos valores no están emanando de las formas de vida colectivas y de las estructuras organizativas de los centros de enseñanza. Y en este sentido nuestra enseñanza está montada sobre dos "valores": la indolencia y la impunidad».

Quisiéramos insistir en la importancia de lo concreto o, si se prefiere, sumergirnos en el ámbito de la operatividad. Los grandes debates sobre cosmovisiones educativas pueden ser atrayentes, pero es dudoso que contribuyan a mejorar las cosas. Cuando la entonces ministra de Educación del Partido Popular, Esperanza Aguirre, criticaba las consecuencias de la LOGSE apuntaba por elevación y hacía responsable de todo ello a una «importante corriente de la Pedagogía, heredera del pensamiento de Rousseau, que es la que nos ha conducido a una desnaturalización sistemática y letal de la Educación»La frase citada corresponde a la conferencia de Esperanza Aguirre en el Club Siglo XXI de Madrid en 1997. Véase Manuel de Puelles Benítez, Educación e ideología en la España contemporánea , Madrid, Tecnos, 2002, 4. a ed., pág. 436.. Los sectores que representa Viñao responden que la política «neoconservadora» o «neoliberal» del Partido Popular defiende de modo autoritario determinados privilegios –en especial los de la Iglesia–, es decir, merece la «doble calificación [de] confesional y no consensuada» (pág. 128). Proveerse de grandes principios ideológicos para utilizarlos seguidamente como armas arrojadizas contra el adversario no parece que sirva mucho para avanzar en esta materia. Más bien esas posiciones conducen a discusiones tan poco fructíferas como la del papel de la religión en la enseñanza primaria y secundaria: polarizar a estas alturas el debate en temas como el lugar de la clase de religión en el horario escolar, o sus posibles alternativas, conduce a una reflexión melancólica sobre si realmente hemos aprendido algo de la trayectoria histórica que antes resumíamos.

Sobre todo cuando las cosas están como están. Porque si antes se subrayaba la comprensible satisfacción que un observador imparcial debería sentir mirando hacia atrás, no es menos cierto que las grietas del presente o la comparación actual con nuestro entorno nos deberían llevar a preguntarnos si no estamos dilapidando las ganancias obtenidas y, lo que es más grave, si no estamos con ello perdiendo irremediablemente el futuro. Es verdad que en este ámbito debemos todos hacer un esfuerzo para evitar el alarmismo simplón, tanto al menos como esa opuesta complacencia vacua del tipo «nuestros jóvenes están hoy más preparados que nunca». Ejemplos sesgados pueden obtenerse a granel en un sentido o su contrario. Pero si nos atenemos a los datos, se reduce el margen para las piruetas demagógicas. El último informe PISA (Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes, en sus siglas en inglés) dejaba a los alumnos españoles, de un total de 29 países analizados, en los lugares 21 en Ciencias, 22 en lectura y 23 en Matemáticas. Y, lo que es todavía más dramático, la tendencia era a empeorar. El Mundo daba la información con el epígrafe «La OCDE sitúa a los alumnos españoles entre los peores de los países desarrollados». Poco después era el diario El País el que titulaba una nueva evaluación estudiantil en el conjunto europeo con este titular: «España es el tercer país de la UE en el que los alumnos abandonan antes los estudios»El Mundo , 8 de diciembre de 2004. ElPaís , 11 de diciembre de 2004. 10 Antonio Fernández-Rañada, «Síntomas y causas del fracaso de la enseñanza media», El Mundo , 9 de septiembre de 2004..

Antes de tomar decisiones sobre educación, dice el catedrático de Física Antonio Fernández-Rañada, deberíamos saber si la que reciben los jóvenes españoles es buena, regular o mala. Podríamos estar discutiendo toda la vida sobre los grandes principios educativos, pero también hacer algo más sencillo, compararnos con otros países. «Nadie diría de un país que es bueno en fútbol si queda siempre en los últimos lugares de Europa o del mundo». En las Olimpiadas Científicas del sexenio 19982003, España quedó en el puesto 11 entre 14 países. En las demás ciencias los resultados fueron los mismos, o incluso peores. En Física, en el decenio 1991-2000, se consiguió el puesto 34, empatados con Islandia, de un total de 38, y el 51 entre 60 naciones del mundo. En Química, en el septenio 1996-2002, se consiguió el puesto 14 entre 15 estados de Europa occidental. En este artículo de Fernández-Rañada, del que he resumido los datos anteriores, se afirma que para «un país que se precia de ser la octava o novena potencia industrial del mundo y el quinto de la Unión Europea, no es ésta una situación aceptable». Y apunta que tanto «el número de horas como los contenidos mínimos de las enseñanzas básicas» se han reducido notablemente «para dar cabida a materias que forman en actitudes», que debían ser competencia de unas familias «cada vez más habituadas a abdicar de esa responsabilidad» 10 .

Se pone así el dedo en la llaga en un tema que es poco menos que tabú o, cuando menos, esfera privilegiada para una de las grandes hipocresías de nuestro tiempo. Digámoslo a las claras, arriesgándonos con ello a sufrir las iras de todos aquellos que no quieren oír que el emperador está desnudo: hay que denunciar el profundo desinterés de la sociedad española hacia la cuestión educativa, del que deriva la no menos honda apatía de los partidos políticos sobre el particular. Entiéndase bien, estamos hablando de formación en serio, no de mantener las escuelas como guarderías, de obligar a los maestros a ejercer la labor que corresponde a los padres o de convertir a los profesores de secundaria en animadores culturales. Porque al final todos terminan escaqueándose y parapetándose en cuestiones como la financiación educativa, como si con más dinero y medios se arreglara automáticamente el entuerto. No falta, por otro lado, quien se escuda en que las reformas educativas son muy complejas, cosa que nadie discute, como coartada para la inacción o para no acometer lo que no es tan complejo, como crear en el entorno educativo un ambiente de responsabilidad por parte del alumno, de estimación del papel del profesor y de trabajo por parte de todos. El libro de Viñao que ha dado pie a esta reflexión termina de modo militante con una apuesta por una de las concepciones educativas –«la que propugna la educación de cierta calidad para todos», «la educación como un servicio público»–, caricaturizando no sé si involuntariamente a la otra como la que defiende intereses particulares y «sacrifica la igualdad y la equidad en favor de la libertad de quienes puedan y sepan ejercerla». Permítaseme a partir de ahí una última consideración: ha sido mucho, en efecto, lo que se ha conseguido en un corto período de tiempo, pero ahora, lo que se dice ahora, no estamos precisamente en el buen camino.

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