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La comunicación cultural

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Las manifestaciones artísticas, como casi todo hoy en día, hay que comunicarlas. La comunicación es parte fundamental de lo que ahora llamamos «gestión cultural» y no puede, no debe sobre todo, haber actividad que no se difunda mediante notas de prensa, Twitter, Facebook o Instagram. Lo que no se comunica no adquiere visibilidad y hoy en día parece que lo que no tiene visibilidad no existe. 

Sucede en nuestro medio cultural, sin embargo, que la comunicación está a menudo separada del contenido: creadores y gestores quedan de un lado, el del contenido, de mayor o menor mérito y con más o menos recursos; y quienes lo comunican del otro, el de los contenidos a comercializar o promocionar. Interesante fuga léxica cuando el contenido de la creación se vuelve contenidos. De contenidos se habla habitualmente en los ámbitos de comunicación cultural, industrias culturales, indicadores culturales, ferias sectoriales…

Son los encargados de comunicación –jefes de prensa, social media managerscommunity managers…– quienes controlan notas de prensa y posts en Twitter y Facebook, y sobre quienes recae, por tanto, la responsabilidad última de describir el resultado del trabajo de creación de un artista –una pieza, una presentación o representación, un concierto, una exposición, una performance–. ¿Cuánto de ese trabajo y de su sentido, su proceso y su  carga simbólica suele quedar reflejado en esas notas de prensa o en el reducido número de caracteres de un tuit? ¿Están estos encargados de comunicación involucrados lo necesario con el trabajo del creador como para dar cuenta suficiente de lo que describe, más aún en pocas palabras? ¿Cómo puede alguien extraño casi por completo al proceso de creación, y muy posiblemente también al entorno en que se ha producido, «comunicar» su contenido?

En un entorno cada vez más dominado por la cultura entendida como  espectáculo, es tendencia creciente la trivialización e infantilización de la comunicación cultural. Cuatro características me parecen especialmente relevantes.

1) Se ha generalizado una manera de referirse a lo que el espectador va a ver, oír, leer, comprender… cada vez más parecida a las que usamos para explicar cosas a niños o adolescentes. Escuchen, por ejemplo, los escasos programas dedicados a cultura en la radio, estén atentos a los segmentos culturales de los telediarios, y se darán cuenta enseguida de cómo el lenguaje que se utiliza y la forma de hablar, entre infantil y condescendiente, no son los mismos que en programas de contenido político o económico. Para la información cultural se usa un tono impostado, como de susurro o cuentacuentos, que pretende dar apariencia de profundidad. Pero apariencia apenas, porque falta a menudo una verdadera relación de quien informa con el ámbito de trabajo del creador, un conocimiento suficiente de su obra y su trayectoria, una comprensión suficiente de su propuesta artística o su proceso creativo.

2) Las prácticas artísticas –literatura, cine, teatro, arte, música…– se tratan como entretenimiento y, por ello, como  experiencias a disfrutar. O para «deleitarse», palabra que hoy también se utiliza mucho. Fíjense con cuánta frecuencia se invita en páginas culturales o suplementos de cultura de periódicos supuestamente serios a deleitarnos con una obra o un concierto, o a disfrutar tal libro o tal película. Aunque la película sea de Béla Tarr, la pieza de Marina Abramovi? o Angélica Liddell, la composición el Cuarteto para el fin del tiempo que Messiaen compuso en un campo de concentración o el libro, uno de poemas de Celan o una espesa novela que reflexiona sobre el alma humana.

3)  Se han impuesto un lenguaje y una forma inclusiva de intentar involucrar al espectador propios de actividades de campamento, de pandilla, de grupo que va a vivir una experiencia compartida. Una forma lúdica de acercarse a la creación artística que la banaliza y termina de quitarle lo que le pueda aún quedar de aura.

Los programas culturales de la radio o la televisión nos proponen actividades culturales, los folletos de teatros y auditorios nos explican lo que vamos a ver o a sentir.

Esta representación nos va a permitir adentrarnos en la vida privada de una pareja, convivir con ellos, entender más de sus acciones y reacciones. Podremos vivir la experiencia de sentirnos en el salón de su casa escuchándolos y hasta participar en su vida. Una ocasión única que recordaremos largo tiempo y no nos dejará incólumes.

4) Nos hemos acostumbrado a que se nos describa lo que vamos a beber o a comer, qué sensaciones nos va a producir, a qué nos va a saber, qué vamos a sentir o qué recuerdos nos van a quedar. Ese rebuscado lenguaje esnob de sumilleres y críticos gastronómicos (aroma afrutado, con notas herbáceas; ligero y fresco gracias a su excelente acidez; tiene un paso de boca muy elegante, fino y con recuerdos de frutas tropicales en el final) parece haberlo permeado todo y ahora también comisarios, críticos y periodistas culturales nos dicen de antemano qué vamos a experimentar, a sentir, qué nos va a deleitar, con qué nos vamos a emocionar.

La mediación que desde hace tiempo parece necesaria entre creadores y público por parte de una variadísima panoplia de intermediarios (gestores culturales, galeristas, editores, productores, asociaciones de gestión de derechos, centros culturales, funcionarios variopintos…) ya no basta. No es suficiente poner la creación al acceso del público y abrir a los creadores vías para mostrar su trabajo y vivir de él con dignidad. Ahora hace falta ese siguiente nivel de mediación, los comunicadores, que avisan desde antes de la sensaciones que se van a recibir y sentir. Catálogos de exposiciones y cartelas en la pared nos dicen qué reacción nos va a causar una pieza de arte contemporáneo y cuáles van a ser nuestras ideas o nuestros pensamientos frente a ella; los críticos de cine nos informan de qué nos va a emocionar; quienes reseñan libros son capaces de predecir qué impresión van a causarnos.

A la entrada a una exposición en un relevante espacio artístico de Madrid recibo un folleto que la explica y comienza así:

Una selección heterogénea de obras realizadas en los más diversos formatos. Nos adentramos en las piezas, nos envuelven por completo; despiertan nuestros sentidos –mucho más allá de la vista–: olemos, oímos y, la verdad, nos encantaría probar alguna de ellas.

Nada menos. Todo eso sabe el comisario que ha escogido la obra y ha escrito el texto; que, la verdad, nos encantaría probar una de ellas. Sabe qué nos tiene que producir la obra, qué efecto, qué sensación, qué ganas, qué emoción, qué vibración. Quizá sepa también qué va a evocar en nosotros, qué nos va a recordar, qué vamos a anotar en nuestra libreta, qué impresión va a dejar, qué memoria, cómo esa obra va a modificar quizá algo en nuestra vida. Lo sabe y nos informa, de manera que lo que tiene que suceder suceda, el efecto buscado se produzca y el arte nos emocione porque se nos ha dicho que nos va a emocionar, nos recuerde algo porque se nos ha advertido, nos produzca una sensación porque hemos leído que tenemos que sentirla.

El lenguaje de los suplementos de ocio y entretenimiento y los programas de divulgación está impregnando el de los suplementos y las revistas culturales y ahora películas, libros, exposiciones, obras de teatro… nos proponen cosas a los espectadores. No son algo autónomo e intangible que surge de una pulsión fruto de la necesidad creadora del autor o a lo que algunos –el público– se acercan por interés, sino algo que debe ser útil y servir al espectador: proponernos algo, deleitarnos, entretenernos.

La importante artista colombiana Beatriz González se quejaba hace unos años:

Cuando estudiaba museología me decían que las funciones del museo debían ser cinco, como los dedos de la mano: coleccionar, conservar, estudiar, interpretar y exhibir; luego en los ochenta Stephen Weil, un británico, las redujo a tres: preservar, estudiar y comunicar. Mi tesis es que hoy el sabio balance entre estas tres funciones se perdió: ya no es importante preservar, ni estudiar; porque ahora todo es comunicar. Hoy lo más importante es que el Museo llegue a la mayor cantidad de gente posible y como para eso hay que ser divertido han vuelto el Museo un parque de diversiones a lo Walt Disney.

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