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La ciencia de la desigualdad

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El clima social y político que vivimos actualmente en nuestro país, y en el mundo en general, está proyectando a un primer plano el concepto de desigualdad económica. No se requiere haber participado en el 15-M o haber votado a Podemos para sentir la urgencia de reflexionar sobre dicho concepto, para hacernos preguntas en torno a él. ¿Es inevitable la desigualdad? De ser así, ¿cuánta de la existente sería necesaria para que funcione el sistema económico capitalista? ¿Hay un óptimo de desigualdad para la buena salud del sistema? ¿Seguirá creciendo aquélla sin límite? ¿Admiten estas preguntas respuestas científicas? Respecto a esta última cuestión, los editores de la revista Science parecen pensar que sí, al publicar un número especial bajo el título La ciencia de la desigualdad (23 de mayo de 2014, vol. 344). Entre la docena de contribuciones que componen el número se incluye una de Thomas Piketty y Emmanuel Saez que sintetiza las ideas que el primero de los autores plasma en el libro Capital in the Twenty-First Century (Cambridge, Harvard University Press, 2014) cuya recepción crítica por Chris Giles, desde las conservadoras páginas del Financial Times, es el origen del debate actual sobre el tema. La puntual contestación de Piketty a las críticas parece que le han hecho salir airoso de la confrontación.

En pleno siglo XIX, Karl Marx postuló que los ingresos y la riqueza se acumularían cada vez en menos manos. Un siglo más tarde, Simon Kuznets, basándose en los datos disponibles entonces, concluyó que la competencia y el desarrollo tecnológico debían conducir en fases avanzadas a una reducción de la desigualdad. Ahora Piketty, en un minucioso análisis de una ingente base de datos, describe que en el primer tercio del siglo XX la desigualdad evolucionó de acuerdo con Kuznets, en el tercio central se mantuvo más o menos baja y en el tercio final siguió un patrón marxista, si se me permite explicarlo en estos términos. A principios del siglo XX, en Europa había más desigualdad que en Estados Unidos y al final de dicho siglo y principios del siguiente, Estados Unidos está llevándose la palma. Aun así, la desigualdad en Estados Unidos es menor que en muchos otros países.

La desigualdad se plasma en las diferencias de ingresos primarios o en las de riqueza entre los individuos y se cuantifica con frecuencia mediante el índice de Gini (0, todos iguales; 1, una única persona lo posee todo). Dicho índice era de 0,4 para Estados Unidos en 2010, era más bajo en países como Japón (0,32), Suecia, Noruega o Canadá (0,27) y era más alto en países como Sudáfrica (0,7).

La acumulación de ingresos y de riqueza se detecta tanto si nos fijamos en los del 1%, el 10% o el 20% superior de la distribución, aunque ingresos y riqueza tengan significados distintos, de modo que la desigualdad gravitaba más sobre la riqueza a principios del siglo XX y más sobre los ingresos primarios a final de siglo. La igualdad, que se genera al surgir una clase pudiente, una nomenklatura o un círculo de intereses en torno a un dictador, se rompe históricamente con el advenimiento de la agricultura, según solía creerse, o ya se había roto antes en ciertos grupos de cazadores-recolectores, como algunos empiezan a proponer, lo que quiere decir que, durante la mayor parte de sus doscientos milenios de evolución, nuestra especie vivió en un «edén igualitario». El privilegio del 1% más favorecido tiene, al parecer, unas raíces antiquísimas. Sin embargo, el juego de la desigualdad tiene más que ver con el 99% restante.

Las desigualdades dentro de «el 99%» surgirían del juego de oferta y demanda de las capacidades especializadas necesarias para el buen funcionamiento de una sociedad. Desde esta óptica, la desigualdad sería un estímulo necesario para que los individuos más desfavorecidos puedan acceder a una vida digna: «una marea que sube hace flotar a todos los botes», como ha propuesto alguien. Los econofísicos ven, de hecho, la desigualdad como inevitable al considerar que «lo mismo que un gas evoluciona a un estado de máxima entropía, la agitación al azar de la economía asegura que la distribución de ingresos tienda a una forma no equitativa». Sin embargo, esta pseudofísica de la desigualdad no pasa de ser una desafortunada metáfora, ya que no nos dice cuánta desigualdad es adecuada o inevitable para el bien común. Si bien es verdad que el fracaso de los sistemas de igualdad impuesta ha sido completo en la práctica, no es menos cierto que las disparidades pueden ser mortales según las circunstancias. Está viéndose que las mal llamadas políticas de austeridad que conllevan un fuerte incremento en la disparidad de la renta, con extremas caídas salariales, están dañando por debajo de un mínimo tolerable al bienestar de los colectivos más vulnerables. En nuestro país, por ejemplo, las barcas no flotan todas por igual y la desigualdad está aumentado no porque se incrementen los ingresos de los más útiles, sino porque lo hacen los de los más pillos y más corruptos, mientras que los de las capas más desfavorecidas están bajando intolerablemente hasta incluso anularse.

En el monográfico de la revista Science se contemplan muchos otros aspectos de la desigualdad que merecen atención y estudios futuros, tales como el análisis de ésta en las economías emergentes, los factores que determinan la facilidad de los individuos para moverse hacia arriba o hacia abajo en la escala económica, la transmisión intergeneracional de la desigualdad y hasta la psicología de la pobreza, tema este último cuyo interés radica en la perversa influencia negativa que la mera percepción de ser pobre tiene sobre la perpetuación de esta situación y sobre la propia salud del pobre.

Al principio de este escrito hice una serie de preguntas para las que no he encontrado respuestas precisas. Las lecturas del número monográfico de Science y de algunos de sus referentes sí me han permitido al menos alinearme con Piketty cuando afirma que «las tendencias económicas no son “actos de Dios” y que las instituciones y las circunstancias históricas específicas de cada país pueden llevar a situaciones de desigualdad muy diferentes». Si encontramos grandes diferencias en desigualdad entre distintos países y a lo largo del tiempo, debe resultar evidente que ésta no puede ser una consecuencia «termodinámica» cuantitativamente inexorable de la búsqueda de una sociedad no tanto igualitaria como equitativa. Para Piketty, en un cierto sentido, tanto Marx como Kuznets estaban equivocados, ya que existen poderosas fuerzas que influyen en un sentido y en el contrario, disminuyendo o aumentando la desigualdad, y que son las instituciones y la política las responsables de primar unas u otras. ¿Cuál es el secreto de Suecia?

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Ficha técnica

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