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Una resaca keynesiana

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Wishful thinking

Los grandes medios globales, siempre ansiosos de novedades, saludaron como un acontecimiento histórico, otro más de la monótona ristra que celebran cada año, la designación del nuevo equipo directivo del Partido Comunista Chino en su Décimo Octavo Congreso Nacional (8-14 de noviembre de 2012). El flamante Comité Permanente del Politburó, encabezado por Xi Jinping, el nuevo secretario general del Partido, presidente de la República Popular y presidente del Comité Militar Central, es decir, comandante en jefe de los ejércitos, fue saludado como el protagonista de una etapa decisiva para los cambios políticos y económicos que esos mismos medios consideraban no ya deseables sino por completo imprescindibles. Así pues, cifraron grandes esperanzas en los nuevos siete miembros del órgano supremo de dirección con el mismo entusiasmo con que habían girado una letra de cambio al presidente Obama cuatro años antes. Xi Jinping y sus colegas, esta vez seguro, iban a enfrentarse decisivamente a los males de que adolecía China tras diez años de pasividad bajo el tándem Hu Jintao/Wen Jiabao.   

La letra la renovaron con aún mayor fervor un año después, luego de la clausura del Tercer PlenoEl calendario interno del Partido Comunista Chino se rige por el número de sus congresos y los plenos del Comité Central que se reúnen entre cada uno de ellos. No hay un número rígido, pero los terceros plenos, que suelen celebrarse al año de finalizar el congreso correspondiente, tienen gran importancia, porque marcan las líneas políticas fundamentales hasta el siguiente tercer pleno, es decir, para los próximos cinco años. celebrado en Pekín (9-12 de noviembre de 2013). Los terceros plenos remueven las pasiones de los comentaristas globales porque definen las grandes líneas de la política china hasta el próximo congreso. En uno de ellos, el del Undécimo Congreso (1978), con Deng Xiaoping, se delinearon las «cuatro modernizaciones» que iban a dar lugar a la pasmosa trasformación económica del país y los comentaristas globales suponen que de otros fastos semejantes se derivarán necesariamente los grandes cambios que ellos consideran esenciales. 

El tercer pleno de noviembre de 2013, tenía, pues, que colmar esas expectativas. Antes incluso de que empezara, en The Atlantic adivinaban que los líderes de Pekín estaban dispuestos a «plantear los cambios económicos más significativos que haya conocido el país». Una vez acabado, el júbilo devino viral: «El pleno de esta semana apunta que una retórica insípida puede abrir paso a acciones resueltas que desemboquen en reformas de gran alcance», aventuraba Financial Times, mientras que The Economist remachaba: de este pleno «han salido sin lugar a dudas las propuestas de cambio económico y social más amplias y reformistas que se hayan formulado desde hace muchos años […] y que probablemente suscitarán una oleada de experimentación, desde la comercialización de las propiedades rurales hasta la liberalización del control sobre los tipos de interés». «Algunos medios […] han caracterizado [a este pleno] como un giro del Partido; a la derecha en asuntos económicos y a la izquierda en los políticos. Ambas versiones van descaminadas», apuntaba Foreign Affairs, a cuyos expertos las resoluciones del Pleno les parecían fruto de un atinado programa de reformas en ambos rubros. «Parece claro que [el documento elaborado] incluye una ambiciosa agenda para rediseñar el papel del Gobierno y del mercado», sentenciaba un analista de la Brookings Institution, un celebrado centro de estudios de reputación progresista. «China lanza las mayores reformas económicas y sociales en décadas», titulaba El País

Hu Jintao y Jiang Zemin asisten clausura del 18º Congreso del Partido Comunista, 14 de noviembre de 2012

A los analistas globales, nada les arredra. Una vez se han persuadido de que el Partido Comunista Chino tiene que hacer reformas, las dan por sentadas así que sus jerarcas las tintinean. ¿Acaso podría esperarse algo distinto de unos líderes que han demostrado hasta la saciedad su capacidad intelectual y su pragmatismo? ¿No había afirmado la Resolución del Pleno que el mercado iba a desempeñar un papel decisivo en la nueva política económica de China?

A finales de 2015, la galerna que anunciaba el Kommentariat había amainado, convirtiendo los arrebatados escritos de sus cofrades en papelote. La reforma que daban por descontada se ha mostrado sumamente impuntual, amén de imprecisa. No les resulta difícil a los analistas globales, aunque les duela, comprender la inconmensurabilidad establecida por los ilustrados dirigentes chinos entre reforma política y reforma económica. Son –se consuelan– cosas del comunismo, llamadas a desaparecer antes o después. Pero, ¿la reforma económica? El reequilibrio de aquella economía inestable, incontinente, inarmónica e insostenible de la que hablaba Wen Jiabao se había tornado insoslayable. Y el gremio seguía manteniendo íntegra su fe en la anticipada voluntad de los nuevos dirigentes. Así, al corresponsal de El País no le llamaba la atención que la Resolución del Comité Central estableciese una compatibilidad, a todas luces inexplicable, entre «el compromiso de impulsar el papel de la iniciativa privada» y «la preponderancia del Estado» mientras que otros se limitaban a hablar de lo primero sin mentar siquiera lo segundo. ¿A qué dudar de que un sanedrín tan aprovechado y competente como el de los dirigentes del Partido chino aceptase las recomendaciones que ellos le hacían a cappella? La transformación de su economía, fiando más en el consumo y menos en inversiones y exportaciones, estaba cantada. El nuevo equipo libraría, por fin, a China de la maldición predicha en los cuatro in– de Wen.

Pocos estaban dispuestos a pensar que, con sus declaraciones, Wen hubiese podido referirse a otra clase de reequilibrio, muy distinta del proceso que los analistas globales imaginaban. ¿Y si, más que un análisis estructural como el que le atribuían, el primer ministro hubiese formulado tan solo una cata de coyuntura?

Hay razones para creer que era precisa y solamente eso lo que le pasaba a Wen por las mientes en 2007. En ese año, la economía china había entrado en una fase de turbulencias, con una inflación rampante que llegaría al 8,7% en febrero de 2008. Seguramente provocó la salida de Wen. Su Gobierno se apresuró a revaluar la moneda nacional (renminbi) y a adoptar ajustes monetarios para enfriar la economía. Medidas similares a las adoptadas anteriormente en coyunturas parecidas que dieron el resultado previstoBarry Naughton, A New Team Faces Unprecedented Economic Challenges. y Wen no volvió a manifestar su desazón en ningún momento posterior. Fin de la historia.

Esa táctica coyuntural de enfriamiento de la economía tropezó al poco en un hoyo inesperado –la Gran Recesión de 2008– y el pánico financiero global de septiembre de ese año movió al Gobierno a un cambio vertiginoso de su política económica. En octubre de 2008 anunció un programa keynesiano de estímulo a la demanda tan ambicioso que hasta Paul Krugman, a quien todo gasto público le parecía poco en aquellos tiempos y en éstos, le dispensó su bendición de archimandrita. El paquete,  en el que las inversiones en infraestructuras representaban el 95% del total, ascendía a cuatro billones (1012) de renminbis (alrededor de seiscientos millardos de dólares de ese año), equivalentes al 16% del PIB chino de 2007. No sólo estaba bien diseñado, decían sus propagandistas, sino que echó a andar sin esperar a los detalles, evitando así que la convulsión global tuviese graves consecuencias sobre el crecimiento de la economía.

¿Cómo fue posible llevar a cabo una corrección tan vertiginosa? El Gobierno central tenía en sus carpetas un gran número de propuestas para obras de infraestructura formuladas por las autoridades locales y provinciales, y se limitó a autorizarlas sin pararse demasiado en los detalles. En consecuencia, el volumen de inversión ya aprobada para 2008 y la prevista para los dos años siguientes creció exponencialmente. Para financiar las nuevas inversiones, los dirigentes echaron mano de la banca comercial, a la que, a rastras o por su gusto, se obligó a expandir la concesión de crédito. En los tres primeros meses de 2009, los préstamos aumentaron en 4,6 billones de renminbis y al cabo del año llegaron a 9,59 billones, el doble del total de 2008. El éxito macroeconómico del programa de choque fue manifiesto. El ritmo de crecimiento de la economía, que en 2008 se situó en un 14% anual, cayó al 6% en 2009, pero rebotó hasta el 12% en 2010Barry Naughton, Understanding the Chinese Stimulus Package.

En otro rapto de credulidad autosatisfecha, en 2013 los analistas globales profesaron que la resolución del Tercer Pleno iba a afrontar los desequilibrios estructurales de la economía china con los mismos férreos arrestos con que sus antecesores habían capeado la dificilísima coyuntura de 2008-2009. Los nuevos dirigentes chinos iban a dar otra muestra de perspicacia y de cintura. Al tiempo.

De aquellas lluvias…

Merece la pena detenerse en el debate provocado por el programa de estímulo de 2008. Al cabo, su diseño y su aplicación influyeron decisivamente sobre los límites del crecimiento económico posterior y los desequilibrios resultantes. Las críticas al programa evocaban tres grandes problemas: riesgo de inflación inicial, seguida de una posterior reducción del crecimiento en cuanto las autoridades aplicasen nuevos ajustes; el aumento del crédito provocaría burbujas inmobiliarias y bursátiles; un exceso de capacidad productiva haría inevitable la progresiva morosidad deudora, con el consiguiente riesgo para la banca. En resumen, los críticos estimaban que el programa mantendría los desequilibrios de la economía; que el crecimiento del PIB reduciría su ritmo; y que el sector público no disminuiría de tamaño, obstaculizando el imprescindible desarrollo del privadoVéanse, entre otros, Overcapacity in China. Causes, Impact, and Recommendations, European Chamber of Commerce, Pekín, 2009; McKinsey Global Institute, If You’ve Got it, Spend it. Unleashing  the Chinese Consumer,; Barry Naughton, «Chinese Economic Policy Today The New State Activism», Eurasian Geography and Economics, vol. 52 (2011), pp. 313-329; Michael Pettis, «The Contentious Debate over China’s Economic Transition»; Carl E. Walter y Fraser J. T. Howie, Red Capitalism. The Fragile Financial Foundation of China’s Extraordinary Rise, Wiley, Nueva York, 2012..     

La defensaLa más notable y razonada ha estado a cargo de Nicholas Lardy (Sustaining China’s Economic Growth after the Global Financial Crisis, Washington, Peterson Institute for International Economics, 2012, capítulo 1)., por su parte, respondía que en 2007, y en comparación con otros países, la capacidad de endeudamiento en China, especialmente la de los hogares, era incomparablemente mayor que en los países avanzados, dado el escaso peso de su deuda en el conjunto de la economía«La deuda agregada de los hogares chinos a finales de 2007 […] se situaba en 5,1 billones de renminbis, sólo un 32% de su renta disponible» (Nicholas Lardy, op. cit., loc. 558).; existía sin duda una amenaza de capacidad excesiva pero, limitada como lo estaba a los sectores del acero y del carbón, podía ser absorbida en un par de años; el consumo no disminuiría, manteniéndose ligeramente por encima del PIB, lo que permitía adivinar su rápida conversión en el fundamento de la economía; finalmente, el incremento de la deuda permitiría que se llevasen a cabo proyectos que, como la inversión en ferrocarriles de alta velocidad, contribuirían al desarrollo económico futuroNicholas Lardy, op. cit., loc. 972..

El paso del tiempo no ha dejado bien parados a los argumentos macroeconómicos de los defensores. Aunque eficaz en el corto plazo, en el medio (2011-2015) el plan ha provocado un significativo recorte en el ritmo de crecimiento de China, que ha pasado del 9,5% (2011) al 7,8% (2012), 7,7% (2013), 7,3% (2014) y 6,9% (2015). Esta última tasa fue la más baja de los últimos veinticinco años.

Era de esperar. Mantener un ritmo de crecimiento en torno al 10% anual como el establecido en los treinta años anteriores resultaba una proeza impensable. Aun con la rebaja de los últimos cuatro años, una media anual superior al 7% es, sin duda, un resultado envidiable para cualquier economía en desarrollo como la china. El problema era otro. El cambio en la composición del PIB para dar protagonismo al consumo sobre el ahorro, precisamente aquello que los analistas globales habían puesto como tarea al Partido Comunista Chino, se había desvanecido. Xi Jinping y sus compañeros del areópago ilustrado que, según ellos, dirige sabiamente la economía china se han revelado incapaces de llevar sus intenciones de las musas al teatro. En lo fundamental todo sigue como antes (véase Tabla 1). 

No ha habido, pues, cambios significativos en la composición del PIB; tampoco en el modelo de crecimiento. Los servicios se han espigado un poco, muy lentamente: representaban el 44,3% en 2011; el 45,5% en 2012; el 46,9% en 2013; y el 48,1% en 2014Los datos de 2015 no estaban disponibles en el momento de la redacción de este artículo.. Un crecimiento cansino y, como ha sucedido anteriormente, siempre amenazado por la necesidad de mantener una altísima tasa inversora. Básicamente, hasta el momento, y pese a los buenos deseos de Xi Jinping y su equipo, su política económica es la misma adoptada y defendida sin excepción por los dirigentes comunistas chinos desde 2003, la cual, por cierto, no era muy distinta de la seguida desde 1992 o desde 1979, es decir, desde que comprendieron que el comunismo milenarista de Mao Zedong podía ser letal para sus intereses colectivos.

¿Qué ha sucedido para que el modelo reformista de Deng Xiaoping, que tan eficaz se reveló en el tiempo, haya comenzado a dar señales de fatiga? La respuesta básica resulta ineludible. Estamos, ante todo, ante una nueva versión del principio de productividad marginal decreciente. Pero, como en las familias infelices de Tolstói, cada una de sus reediciones sucede a su manera, aunque los resultados sean idénticos. Y la manera peculiar en que la China comunista responde a los rendimientos decrecientes necesita describirse y explicarse con algo más de detalle.

A falta de legitimidad democrática, desde Deng el Partido Comunista Chino ha convertido al crecimiento acelerado en la principal justificación de su dominio totalitario sobre la sociedad china. La excesiva participación de la inversión en activos fijos en el PIB, una constante de la era reformista, aseguraba y asegura ante todo la creación de empleo no agrario para los millones de campesinos que, pese a todos los obstáculosEl más importante de todos era el permiso de residencia (hukou) que ligaba a todos los chinos al su lugar de nacimiento. Durante la etapa maoísta, el escaso aumento del empleo se combatió enviando a vivir y trabajar en el campo («aprender del campesinado» era la justificación ideológica) a millones de jóvenes urbanos que no hubieran podido encontrar ocupación en las ciudades y que, como se había visto durante la Revolución Cultural (1966-1976), podían servir tanto para apoyar los excesos milenaristas de Mao Zedong como para convertirse en un catalizador de tensiones sociales. Con Deng Xiaoping y posteriormente, el proceso de urbanización cobró nueva vida, planteando a los responsables del Partido Comunista Chino la necesidad de ofrecerles trabajo. Ahora, el hukou aseguraba que esos nuevos trabajadores no pudieran obtener los mismos beneficios sociales en pensiones, sanidad y educación que los nacidos en las ciudades, aligerando así las cargas fiscales de ayuntamientos y diputaciones., se han desplazado a las ciudades. Aunque la falta de un permiso de residencia urbana (hukou) les impone precariedad en sus trabajos, bajos salarios y a la carencia de beneficios sociales, hasta el momento encontrar trabajo no ha resultado difícil para esos millones de personas. La tasa de urbanización china superó el 50% en 2011 y los planes del Gobierno actual prevén alcanzar el  60% en 2020.

El plan gubernamental de urbanización 2015-2020 habla de asegurar que todas las poblaciones de más de doscientos mil habitantes cuenten con accesos por autopista o ferrocarril. Los trenes de alta velocidad conectarán a la red ferroviaria a las ciudades de más de medio millón. La aviación civil se ampliará hasta estar disponible para el 90% de los consumidores. El Gobierno prevé igualmente un plan de viviendas sociales de treinta millones de unidades residenciales. Aunque el plan no detalla la cuestión crucial de su financiación, nada en él apunta a un rápido cambio del modelo. El futuro proceso de urbanización seguirá, pues, exigiendo importantes inversiones. Tanto por la necesidad de crear las infraestructuras ineludibles en esa nueva etapa de urbanización como por las opciones políticas del Partido Comunista Chino, que no puede desprenderse de un modelo de crecimiento que cada vez obtiene resultados menos satisfactorios.

Sin embargo, el Gobierno necesita también asegurar que una mayoría de chinos acepten, al menos de forma pasiva, su legitimidad. Aunque se niegue a tratarlos como a ciudadanos libres, tiene que ofrecerles las ventajas de sentirse consumidores satisfechos. No es fácil cohonestar ambas exigencias, pero resultaría infundada la pretensión de que se trata de un problema insoluble en el corto plazo. Es cierto que, como se ha apuntado, el consumo de las familias no ha aumentado, antes al contrario, en su relación porcentual con el PIB, así como que lleva también varios años varado en torno al 37%. Sin embargo, la evolución del PIB en términos absolutos brinda una perspectiva más optimista (Tabla 2).

Desde 2011 hasta 2015, el consumo real de los hogares ha crecido, por tanto, casi la mitad más de lo que representaba en la primera fecha y, aunque se ha distribuido de forma desigual entre el campo y las ciudades y, dentro de éstas, entre la zona costera y el interior, todos los grupos sociales han percibido una mejora de su situación. Y lo que es aún más importante, la renta disponible, definida como la cantidad que queda en manos del público tras pagar impuestos, ha ascendido decisivamente. En 2012, su total per cápita se situó en 24.564 renminbis (3.733 dólares); en 2013 fueron 26.955 (4.455) y 28.844 en 2014 (4.652) para llegar a 31.195 (4.806) en 2015. La previsión es de 33.807 en 2016 y que en 2020 ascenderá a 41.938, con una equivalencia en dólares aún inestimable, porque dependerá de las tasas de cambio entre ambas monedas en esos dos años. Entre 2012 y 2015 se produjo, pues, un aumento total de renta disponible en renminbis del 27% y entre el primer año y 2020 puede llegar al 71%.

Pero la renta disponible no supone necesariamente un estímulo para el consumo si la mayor parte de ella se dedica a necesidades (alimentación) y seminecesidades (salud, vivienda y hogar, vestidos), es decir, si la renta discrecional (transporte, comunicaciones, educación, ocio, etc.) no aumenta. Y es precisamente en esos rubros donde la situación de los consumidores chinos ha cambiado rápidamenteLos datos que siguen están tomados de Jeffrey Thomson y Jonathan Woetzel, The One Hour China Consumer Book. Five Short Stories That Explain the Brutal Fight for One Billion Chinese Consumers, Islas Caimán, Towson Group, 2015. También puede accederse a un resumen aquí.. La renta discrecional de las familias en 2005 representaba la cuarta parte de la disponible; cinco años más tarde, el 31%; en 2013, un tercio. Las previsiones para 2020 la sitúan en el 40% y para 2030 en el 44%. Aunque las dos últimas cifras puedan resultar demasiado optimistas, existe una innegable tendencia ascendente. Por ejemplo, el número de chinos que toma vacaciones tanto dentro como fuera del país ha sobrepasado todas las previsionesJulio Aramberri, «Mass Tourism Does Not Need Defending», en David Harrison y Richard Sharpley (eds.), Mass Tourism in One World, Wallington, CABI, en prensa.. La inflación, por su parte, ha estado en estos años por debajo del aumento nominal de la renta discrecional, lo que no resulta ser una invitación al descontento con sus condiciones materiales de vida para la gran mayoría de chinos.

Mientras consigan crear empleo para los nuevos trabajadores urbanos, inmigrantes del campo o graduados universitarios, y al tiempo mejoren la situación de los consumidores, los dirigentes chinos pueden dormir sin sobresaltos.

…vinieron estos lodos

¿Por cuánto tiempo? Es, sin duda, una pregunta retórica que sólo algún vidente se atrevería a contestar y no quisiera que me contasen en ese gremio. Para algunos, el fracaso parece inminente, mientras que para otros ni siquiera se plantea, así sea a largo plazo, pero, una vez más, lo que cuenta no es la profecía, sino el análisis de los límites que la evolución de la economía china impone a sus todopoderosos dirigentes.

El más importante es su encaprichamiento keynesiano. En tiempos de bonanza y, sobre todo, en los de crisis, lo que les importa es mantener o aumentar la demanda agregada, aun a costa de hacer crecer la deuda. Eso fue lo que en 2008, ante la Gran Recesión, les llevó a formular el descomunal programa de estímulo. La receta keynesiana de aumentar el gasto público puede tener éxito si se consigue que la deuda aumente de forma limitada, que genere inversiones productivas y que sea tan solo una medida  anticíclica, no estructural. No ha sido ése el caso de China. 

Tomemos retóricamente el archiconocido paradigma de política keynesiana: emplear a los parados en abrir zanjas para taparlas inmediatamente después. Se evitaría con ello un aumento del paro y se aseguraría un salario a los trabajadores así ocupados, lo que, en resumen, contribuiría al crecimiento del PIB. Esos salarios, empero, tienen que pagarse de alguna manera, generalmente a través del endeudamiento de los organismos públicos encargados de ejecutar el programa, lo que implica obligaciones futuras. La deuda así contraída tendrá que pagarse… o repudiarse. En el último caso se produciría una seria crisis fiscal de consecuencias tan dramáticas como imprevisibles; en el primero habrá que sufragar la carga de la deuda.

El plan de choque de 2008, ya se ha dicho, tuvo un fuerte impacto inmediato gracias al rápido crecimiento de inversiones financiadas por deuda. Sus efectos a medio plazo sobre el sistema son, sin embargo, menos conocidos. Un informe de 2015 preparado por el McKinsey Global Institute (MGI) los detallaba con precisión. Según sus estimaciones, a mediados de 2014 la deuda total de China (Gobierno, instituciones financieras, compañías no financieras y hogares) ascendía al 282% del PIB, muy por encima de la media de países en desarrollo y semejante a la de los más desarrollados: Corea del Sur (286%), Australia (274%), Estados Unidos (269%), Alemania (258%) o Canadá (247%).

Lo más llamativo era que ese resultado se había alcanzado en un brevísimo plazo de tiempo. En 2000, la deuda china era de 2,1 billones de dólares, en 2007 ascendió a 7,4 y a mitad de 2014 alcanzaba los 28,2 billones, es decir, se había multiplicado por cuatro en siete años. No es difícil identificar el papel primordial en el proceso del plan de estímulo de 2008 y de sus consecuencias. El mayor aumento corrió por cuenta de las compañías no financieras, entre las que se incluyen las promotoras inmobiliarias, cuya deuda en 2014 equivalía al 125% del PIB. Para el McKinsey Global Institute, esa estructura general presenta riesgos básicos, ligados entre sí.

Ante todo, alrededor del 40-45% de la deuda total de la economía real (Gobierno, hogares y compañías no financieras, con exclusión de las entidades financieras) deriva directa o indirectamente del sector inmobiliario. Entre 2008 y 2014, la nueva construcción, medida por su superficie, creció al 9% anual en las ciudades del primer grupo, al 11% en las del segundo y al 18% en las del terceroLas ciudades chinas suelen clasificarse en cinco grupos según una serie de factores, entre los que se cuentan población, servicios, infraestructuras e instituciones culturales. Ejemplos del Grupo 1: Pekín, Shanghái, Shenzhen; Grupo 2: Chongqing, Dalian, Tianjin; Grupo 3: Lanzhou, Xining.. Al tiempo que subía la superficie construida, los precios también se dispararon. En 2014, el coste de la vivienda por metro cuadrado en Pekín y en Shanghái estaba muy cercano al de Nueva York o París. El McKinsey Global Institute estimaba que el total de deuda relacionada con el sector inmobiliario podía cifrarse entre 8,5 y 9,5 billones de dólares a mediados de 2014.

La receta de aumentar el gasto público puede tener éxito si se consigue que la deuda aumente de forma limitada y que genere inversiones productivas

La deuda inmobiliaria de los hogares no era excesivamente alta, alrededor de 1,8 billones de dólares, con una rápida tasa de crecimiento anual del 21% entre 2007 y 2014, y una participación del 8% en la deuda viva total. Lo que había ascendido rápidamente era la participación en la deuda de las promotoras inmobiliarias, así como la de los sectores ligados a sus actividades (carbón, acero y cemento), que conjuntamente representaban entre el 20% y 30% de la deuda total del país. Evidentemente, sus protagonistas se habían excedido en sus inversiones. Entre 2000 y 2010, China añadió veintiocho mil kilómetros cuadrados de espacio urbano, algo así como trescientos veintidós Manhattan.

La consecuencia inmediata fue una ampliación desmedida del inventario de viviendas, centros comerciales y parques industriales, muchos de las cuales no conseguían encontrar compradores. Una imagen ampliamente repetida en los medios era la de las llamadas ciudades fantasma, es decir, urbanizaciones deshabitadas. Aunque los números reales se desconozcan, algunas estimaciones de 2015 hablaban de un stock sin vender en torno a 6,67 millardos de metros cuadrados, muchos de ellos financiados con grandes deudas. El Fondo Monetario Internacional señalaba que China necesitaría de cuatro a cinco años para absorber su inventario de viviendas y que muchas de ellas no iban a encontrar compradores. Las ciudades de los grupos 3, 4 y 5, precisamente donde las promociones inmobiliarias habían crecido más rápidamente, eran las más afectadas, con el resultado de que, mientras en Pekín, Shanghái y Shenzhen la demanda crecía y crecía, allí no había quien quisiera irse a vivir.

La construcción necesita grandes cantidades de cemento y de acero, cuya producción impone un ingente consumo de carbón. Una caída de la demanda inmobiliaria tiene, pues, efectos bajistas inmediatos sobre todos esos recursos. La industria del acero china, ya una de las mayores del mundo en 1995, se había multiplicado por ocho hasta 2011, pero la crisis de la construcción ha puesto de relieve las consecuencias de semejante estirón. Los productores chinos no pueden vender en su mercado más de la mitad de su producción, con un exceso de capacidad en torno a los cuatrocientos millones de toneladas anualesLa sobreproducción de acero en China tiene consecuencias que se extienden más allá de la economía nacional, reverberándose en las industrias de otros muchos países. De esos aspectos, que conviene dejar reseñados, nos ocuparemos en una futura entrega..

Caofeidian es una zona industrial cerca de la ciudad de Tangshan, provincia de Hebei, a unos 225 kilómetros al sudeste de Pekín. Tangshan había sido devastada por un terremoto en 1976 y el Gobierno de Hu Jintao se había propuesto devolverle algo de su antigua vitalidad. El proyecto de Caofeidian, calculado en 91 millardos de dólares, tenía como objetivo trasladar a Tangshan una acería radicada al oeste de la capital y perteneciente a Shougang Group, una empresa pública, y a sus miles de trabajadores, es decir, combinaba la construcción de un nuevo alto horno con la de centenares de nuevos apartamentos y comercios. Debía haberse terminado en 2010, pero en 2013 yacía en ruinas debido a la caída en la demanda de acero.

Al distrito de Tiexi, en Shenyang, la capital de la provincia de Liaoning, se lo conoce como el Ruhr de China, por comparación con la zona más industrializada de Alemania.  La economía de Liaoning creció a un ritmo medio del 12,8% anual entre 2003 y 2012, por encima de la media nacional del 10,7% durante ese período. Sin embargo, en los seis primeros meses de 2015 había caído al 2,6%, el índice más bajo del país. Su producción industrial se contrajo en más de un 5% después de haber ascendido al 8% el año anterior. Ejemplos similares inundan en los dos últimos años la información de los medios, destacando la caída del consumo de otros muchos recursos y la magnitud de la deuda generada por esas inversiones improductivas y sus eventuales consecuencias sobre el crecimiento del país y su estabilidad financiera.

Dos apólogos morales

Un problema aún mayor de las políticas keynesianas procede del traspaso de las decisiones económicas a las burocracias públicas. Esa deriva desalentadora se hace notar en todas partes, pero resulta especialmente complicada allí donde, como en China, carecen de controles democráticos. El plan de choque de 2008 amplió enormemente el poder de las administraciones provinciales y locales, que se lanzaron a utilizar sus nuevas competencias con un gran entusiasmo, en el que cabían los proyectos más alocados. Voy a referirme a un par de casos que he visitado en persona.   

El primero se encuentra en Mongolia InteriorMongolia Interior es una región administrativa autónoma de China distinta de la Mongolia Exterior de antaño, que es hoy un país independiente, Mongolia a secas. Con 1,2 millones de kilómetros cuadrados, tiene el doble de la extensión de España. Pese a su nombre, según el censo de 2010, sólo un 17% de su población es de origen mongol. La gran mayoría de sus habitantes (80%) es Han, esto es, étnicamente chinos. Podría pensarse que ese desequilibrio poblacional es cosa reciente y que se debe a la política del Partido Comunista de impulsar masivas migraciones de Han a colonias como Tíbet, Xinjiang o la propia Mongolia, pero sería inexacto. La gran expansión Han hacia esas zonas data del siglo XVIII, en tiempos de los Qing (William T. Rove, China’s Last Empire. The Great Qing, Cambridge, Harvard University Press, 2009) que crearon, más o menos, las fronteras de la China actual y se anticiparon a los comunistas de hoy al entender que una muralla demográfica resiste más que otra de piedra.. Como los mongoles fueron durante siglos un conjunto de pueblos nómadas dedicados al pastoreo, tendemos a pensar que la Mongolia Interior de hoy lo sigue siendo. La historia y el paisaje de la zona –desiertos y un inmenso mar de hierba– llevan a suponer que su economía se asienta aún sobre grandes rebaños de ovejas y excelentes jinetes, como los que crearon el imperio mongol en el siglo XIII a lomos de jacos de escasa planta y envidiable resistencia. Algunos centauros de aquéllos quedan, pero con el mismo peso en la economía de la región de la que puedan tener los vaqueros en la de Texas. Si a algo se dedican unos y otros hoy es a pasear turistas.

Sin embargo, Texas sería la mejor comparación posible para la actual Mongolia Interior. Ambas se han convertido en áreas de gran riqueza. Cuando pensamos en el desarrollo de China, nos vienen a las mientes las zonas costeras, del mismo modo que en Estados Unidos nos interesan el nordeste o California. Pero el salto adelante de esos dos países hubiera sido imposible sin una base energética propia. Texas pasó de la ganadería al petróleo. Mongolia Interior ha seguido el mismo camino y hoy provee a China del carbón que sostiene su economía. Al carbón se le han sumado luego el gas natural y la energía eólica. No es extraño, pues, que la economía mongola haya crecido tan rápidamente como la de las provincias meridionales donde se radican las grandes empresas exportadoras.

Hasta 2010, el crecimiento económico de Mongolia Interior fue de los más rápidos de China, con tasas anuales entre el 10% y el 15% (en 2008 llegó al 16,9%). Y la pleamar ha hecho subir a todos los barcos. La renta disponible urbana en 2010 creció un 16,6% y la rural un 17,8%, y ha mantenido un ritmo superior al del conjunto de China desde entonces, a pesar de la relativa desaceleración económica que siguió a la crisis global de 2008-2009. El meteórico paso de la Mongolia pastoril a una economía basada en la energía, la construcción y los servicios ha tenido, como siempre, consecuencias imprevistas: exceso y falta de visión de futuro, dicen sus críticos. Como en Texas.

Ordos, Región Autónoma de Mongolia Interior

A las ovejas y a las guerrillas de antaño, los gobiernos y las elites locales las han sustituido por la rivalidad en urbanismo y arquitectura. En Huhhot, la capital de la región, en 1957 construyeron un Museo Regional y en 2007 lo echaron abajo para levantar un nuevo edificio diez veces más grande. En Ordos, el lugar donde la leyenda quiere que naciera Gengis Khan, no iban a irles a la zaga y querían ser los primeros: no en balde en su área administrativa se encuentra un sexto de las reservas de carbón de China y la ciudad cuenta con la segunda renta per cápita más alta del país después de Shanghái.

Saber dónde está exactamente Ordos no es tarea fácil. Este nuevo Ordos no es el de Gengis Kan, que nadie sabe en realidad dónde estuvo. Ese sería el Ordos Ignoto. El de hoy empezó su vida como ciudad tan solo en el año 2000 y su única barriada antigua (en demolición) la forman las viviendas pobres y cuarteleras de los trabajadores que la construyeron. El nuevo Ordos, sin embargo, tampoco es el Nuevo Ordos. Es el Antiguo Ordos. Los arcontes que empezaron a regirlo en 2000 decidieron en 2005 darse una capital administrativa, más nueva y mejor, a la que llamaron Nuevo Ordos. Como esto parece un acertijo sacado de una película de Danny Kaye, llamaremos Ordos sin más al Antiguo Ordos y Kangbashi, por el nombre de la localidad en que radica, al Nuevo Ordos.

Kangbashi no está a la vuelta de la esquina. Con su visión de futuro, los mandamases de Ordos se decidieron por construirlo a treinta kilómetros de la ciudad original. De seguro, pensaban, ambas acabarían por fundirse pronto. Kangbashi iba a ser una ciudad de ensueño. Efectivamente lo es, aunque las razones sean otras. Desde tiempos remotos se ha pensado que las ciudades deben estar junto a un río. En Kangbashi no había uno y lo construyeron inundando una vaguada. Así podían ponerle encima el puente más moderno que encontraron.

El plan urbano preveía que la ciudad se desplegase como un abanico sobre el eje de una gran plaza (Linyinlu Square) anclada por una biblioteca y un museo. Un poco más allá se construiría el Teatro Nacional de la Ópera. No local, no: nacional. Además de una gran sala de concierto, otra  para música de cámara y un teatro, cada una de ellas con la forma de un tambor de diferentes dimensiones y entrelazadas subterráneamente entre sí. La construcción del museo se encomendó a MAD, un estudio de arquitectos chinos, que ha construido un edificio excepcional, como un meteorito con exterior de cobre refulgente que hubiese caído sobre una duna del cercano desierto de Gobi. La biblioteca, con un módulo vertical y un espacio abierto entre él y los dos siguientes, inclinados unos treinta grados sobre el suelo, recuerda la eventual disposición de un anaquel de librería. La construcción de los tres tambores en la grandiosa plaza acabó en 2013.

El conjunto es deslumbrante, pero está desierto. El museo no tiene colecciones dignas de ese nombre y abre de forma errática; la biblioteca carece de fondos que la apoyen; y en el Teatro Nacional de Ópera no hay funciones. No es de extrañar, porque, aunque los planes urbanísticos imaginasen una ciudad de un millón de habitantes, por el momento no cuenta con más que unos doscientos mil, básicamente burócratas locales y sus familias, a quienes no les ha quedado otro remedio que mudarse para mantener sus empleos. A unos diez kilómetros de Kangbashi languidece aún más el proyecto Ordos 100. El numeral se refiere a los cien arquitectos de renombre mundial a los que se hubiera invitado a construir allí la mansión de sus sueños, en otra idea excéntrica de Ai Weiwei y anterior al plan de Kangbashi. Hoy en el páramo sólo se levanta un Museo de Arte cuya única pieza en exhibición es el edificio mismo.

Sortear la desaceleración sin mermar el mercado de trabajo ni reducir la renta discrecional es el gran desafío del Gobierno

Sumarme al coro de los críticos de Kangbashi que ven allí otro dislate del dinero en busca de algo sólido que sobreviva a su intrínseca fugacidad no me convence. Sería un argumento de progresista biempensante, y los progresistas suelen cometer un error tras otro. Si por ellos fuera, nos tendríamos que contentar con las corralas colectivistas de la Bauhaus, pero cualquiera que compare el museo de Tel Aviv con el huérfano de Ordos sabe dónde florece el talento. Me resulta más exacto pensar que los padres de Kangbashi eran unos keynesianos impenitentes que buscaban dar tarea a los trabajadores locales, dedicándolos a algo más refinado que abrir y cerrar zanjas. Hoy son sólo los turistas quienes sacan algún fruto del proyecto y alivian con sus migajas en hoteles y restaurantes los costes ingentes de su mantenimiento. Pero si los turistas, al cabo, han dado nuevas razones a los constructores de la Gran Muralla y a los ranchos de Texas y de la estepa mongola, tal vez se la den a los visionarios de Kangbashi. Eso sí, en un futuro en el que el tiempo haya hecho olvidar la magnitud del desastre financiero.

Lanzhou dista 655 kilómetros de Ordos yendo hacia el suroeste. Es la capital de Gansu, otra de esas provincias chinas poco conocidas para los extranjeros y hasta para los nacionales. Sin embargo, hace veintiséis siglos fue la cuna del estado de Qin, el posterior fundador del Imperio del Centro. Con una extensión algo inferior a la de España, Gansu está mayormente cubierta por desiertos (Gobi, Badain Jaran y Tegger) y por esa y otras razones es una de las provincias más pobres de China. En 2015, su PIB per cápita estaba algo por debajo de cuatro mil dólares, muy inferior a la media nacional. El Duodécimo Plan Quinquenal (2011-2015) preveía un crecimiento anual del 10%, pero eso era antes de que empezase a sentirse la desaceleración que caracteriza a la etapa de Xi Jinping y Li Keqiang.

Lanzhou, la capital de Gansu, es una ciudad del grupo 3 (3,6 millones de habitantes en el censo de 2010) sobre el río Amarillo. Rodeada de un circo de cerros yermos y convertida en un importante centro de industrias pesadas y petroquímicas, Lanzhou sufre una de las peores contaminaciones ambientales del mundo. Las esperanzas de sus dirigentes se cifran en aprovechar las eventuales oportunidades que puedan derivarse del proyecto One Belt, One Road, uno de los planes del Gobierno central para relanzar su economíaEn síntesis, se trata de invocar las glorias de la antigua Ruta de la Seda terrestre y marítima para apuntalar el crecimiento propio y, de paso, afianzar la diplomacia pública de China mediante diversas iniciativas. Ante todo, mejorar las comunicaciones entre una red, aún imprecisa pero ambiciosa, de núcleos comerciales en países situados entre China y Europa. Adicionalmente, incluiría una profundización en las relaciones comerciales y culturales..

Pero hasta que ese proyecto madure queda aún mucho tiempo y, entretanto, Lanzhou tiene que hacer frente al frenazo de su economía industrial. Metidos a empresarios, a los líderes locales no se les ha ocurrido mejor idea que desarrollar una SEZ (Zona Económica Especial) de las muchas que hay ya en China y apuntarse también con ella al boom turístico doméstico que está experimentando el país. No en balde, Lanzhou era un importante nudo de comunicaciones en la Ruta de la Seda norte. Así nació el plan New Area, con un presupuesto de 10 millardos de dólares para la creación de una nueva ciudad de 816 kilómetros cuadrados y un esperado millón de habitantes para 2030. En su construcción se han allanado centenares de dunas en el desierto circundante y para los turistas se ha abierto una amplia explanada con réplicas a escala de la esfinge de Giza y del Partenón. No hay allí, pues, choque de culturas, ni a los turistas parece importarles un bledo tan estrambótica combinación. Para eso, tendría que haberlos y no se ve casi ninguno.

Estar en la Ruta de la Seda no equivale necesariamente a estar en el camino de la prosperidad. En 2015, el crédito en Gansu ascendió a cincuenta millardos de dólares en una economía que sólo alcanza a cien. Pese a esa descomunal inyección de crédito, el PIB provincial decreció el 1% en ese año. Alguien tendrá que pagarlo.

Sortear la desaceleración sin mermar el mercado de trabajo ni reducir la renta discrecional es el gran desafío del Gobierno y, por las trazas, y a pesar de las ovaciones que les dedican analistas y observadores globales, a ninguno de sus dirigentes se le ha ocurrido aún la solución de ese enigma. Por el momento, la única señal que emite el Gobierno es la de una resaca keynesiana morrocotuda.

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