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Kon Ichikawa: El arpa birmana

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«Roja es la tierra de Birmania y rojas son sus rocas», leemos al comienzo de El arpa birmana, la película con la que Kon Ichikawa consiguió el premio San Giorgio del Festival de Venecia en 1956. De fondo, escuchamos la banda sonora de Akira Ifukube, llena de patetismo y melancolía. Aunque la película se rodó en blanco y negro, el plano frontal del yermo birmano que sirve de preludio transmite el dramatismo y la vitalidad de un color habitualmente asociado a la violencia de la guerra, pero también a la tenacidad de la vida. La fotografía de Minoru Yokoyama capta la tragedia de una bella y misteriosa tierra que apenas ha conocido la paz. El imperio británico necesitó tres guerras para someter al país. Cuando, en 1942, el imperio del Japón acabó con la dominación inglesa, la población nativa osciló entre la indiferencia, la resistencia y el colaboracionismo. Muchos opinaron que sólo habían cambiado de amo y se limitaron a observar los acontecimientos. Tres años después, los soldados japoneses regresaban a casa, vencidos y desmoralizados. El arpa birmana narra las penalidades de una compañía que intenta cruzar la frontera de Tailandia para huir del avance de los aliados. No es una compañía cualquiera, sino un grupo de hombres abatidos que se refugian en la música para no caer en la desesperación. La guerra los ha destruido por dentro. La música alivia su sufrimiento, ayudándoles a encarar el futuro con algo de esperanza.

La compañía está al mando del capitán Inouye (Rentar? Mikuni), un hombre de exquisita humanidad que ha estudiado música y quien le cuesta trabajo imaginar impartiendo la feroz disciplina del ejército imperial. Entre los soldados, el cabo Mizushima (Sh?ji Yasui) ha construido un arpa semejante a las birmanas y la toca con verdadero virtuosismo. Carece de formación musical, pero posee una sensibilidad innata que le ha permitido dominar el instrumento. Sus compañeros se enorgullecen de su talento, que les proporciona momentos de paz y consuelo. Ichikawa filma a la compañía cruzando la jungla y los baldíos con un agotamiento creciente. No se parecen a los soldados que asesinaron a trescientos mil chinos en Nanking, ni a los que acabaron con la vida de diez mil prisioneros durante la Marcha de la Muerte de Bataán. Cuando el cabo Mizushima se disfraza de campesino birmano para explorar el terreno, el capitán le comenta con una sonrisa que su atuendo le favorece más que el uniforme. Al llegar a una aldea birmana, la compañía agradece la hospitalidad de los nativos, que les ofrecen techo y comida, y escuchan con respeto a un anciano que describe el Himalaya como «el hogar del alma». Mientras descansan en una cabaña, llega la noticia de que la guerra ha terminado. Rodeados por soldados ingleses y australianos, nadie se plantea combatir hasta la muerte o suicidarse, abriéndose el vientre, de acuerdo con la tradición samurái. Por el contrario, comienzan a cantar, casi al borde del llanto. Los soldados australianos e ingleses se suman a su canto, no menos emocionados. La cámara de Ichikawa filma la aldea desde una posición elevada, componiendo un hermoso plano picado con la luna como telón de fondo. Después, recorre la cima de las montañas, exaltando la dimensión espiritual del ser humano. El mensaje humanista de Ichikawa es inequívoco: la guerra es el mal absoluto.

Un primer plano de una anciana alimentándose con arroz mientras una gallina se pasea sobre los fusiles y las bayonetas de la compañía japonesa que se ha rendido, nos dice que la guerra, además de inmoral, es ridícula y absurda. Ichikawa explota los primeros planos para subrayar la trascendencia del rostro humano, su irrepetible singularidad. Las ideologías totalitarias intentan anular al individuo para disolverlo en la masa, pero el arte neutraliza esta maniobra, mostrando a la persona, con su peculiar identidad. El capitán Inouye, que desea evitar nuevas muertes, pide al cabo Mizushima que hable con una compañía de soldados japoneses que se ha fortificado en la cueva de una montaña, rechazando rendirse. El cabo logra reunirse con la compañía, pero sus gestiones fracasan. Cuando enarbola una bandera blanca para que los ingleses no bombardeen la posición, o acusan de traidor y lo golpean con furia, amenazando con matarlo. Las bombas inglesas salvarán su vida, pero acabarán con el resto de los soldados, que morirán honorablemente, según el código del bushido. Malherido, Mizushima abandona la cueva para comenzar un viaje físico y espiritual, cuyo inicio se plasmará simbólicamente con una imagen de su cuerpo maltrecho flotando en la oscuridad. Mientras su compañía es confinada en un campo de prisioneros en Mudon, un monje budista lo recoge y se ocupa de curarlo: «Nada ha cambiando. Todo es en vano. Llegaron los ingleses, llegaron los japoneses, pero Birmania sigue siendo Birmania, el país de Buda», comenta el monje a un Mizushima convaleciente, incapaz de caminar o alimentarse por sí mismo. El monje le ayuda a comer, casi como si fuera un pajarillo, introduciéndole el arroz en la boca. El antiguo cabo entiende que su vida ha cambiado definitivamente. Debe hacer algo para mitigar el dolor desatado por la guerra, pero aún no tiene claro qué camino debe seguir.  No es desagradecido, pero aprovecha un descuido del monje budista que lo ha cuidado para robarle sus ropas. Quiere borrar su pasado como soldado, romper real y simbólicamente con la violencia, empezar una nueva vida basada en las enseñanzas budistas. El Buda birmano es un Buda sonriente que suele representarse tumbado de costado. En cambio, el Buda del zen está sentado, meditando en la posición del loto (zazen). El loto echa raíces bajo el agua y el barro. El agua y el barro, casi siempre sumidos en un estado de confusión y tránsito, representan el sufrimiento del hombre en un mundo dominado por el cambio y la muerte. Mizushima ya sabe del dolor; ahora quiere saber de la alegría, de la paz interior que sólo puede brotar de la sabiduría y la piedad.

Ichikawa utiliza teleobjetivos y grandes angulares para mostrarnos el peregrinaje del cabo por las montañas, costas y caminos de Birmania. Descalzo, con la cabeza rapada y cubierto por una túnica, su pequeñez en los planos panorámicos se convierte en grandeza en los primeros planos, evidenciando que el espíritu humano no se amilana con facilidad. Con los pies ensangrentados y muerto de hambre, Mizushima está a punto de perecer, pero unos campesinos le socorren, sin pedirle nada a cambio. Algo después, el descubrimiento de una pila de cadáveres japoneses en una playa le produce una auténtica conmoción. Ichikawa filma uno de sus planos más hermosos, cuando nos muestra a Mizushima corriendo por la orilla, con el rostro enterrado entre las manos. Unos pescadores le ayudan a enterrar a los muertos. La guerra ha constituido una desgracia, pero no ha corrompido completamente al ser humano. La bondad brota en el lugar más inesperado. Con humildad, silenciosamente y sin exigir ninguna clase de tributo.

Ichikawa utiliza un flashback para explicar por qué Mizushima finge no reconocer a su antigua compañía cuando se reencuentra con ella en un puente de Mudon. Sus camaradas avanzan en una dirección, mientras él se dirige al extremo opuesto. Han coincidido por azar, pero lo cierto es que sus intenciones son muy diferentes. Los soldados sólo piensan en volver a casa. Mizushima también lo desea, pero considera que su obligación es dar sepultura a los cuerpos que aún no han sido enterrados y rezar por su alma. El encuentro con un niño mendigo que toca el arpa le empujará a retomar el instrumento. Se acercará a despedirse de sus compañeros, aún cautivos. No dirá adiós con palabras, sino con las notas del arpa, a la que sus camaradas responderán con una emotiva canción. Dejará una carta a una anciana, explicando su forma de actuar. El capitán leerá su contenido desde la cubierta del barco que se encarga de la repatriación de la compañía. La carta es un hermoso alegato contra la guerra y un canto a la paz. Mientras el capitán procede a su lectura, sin poder reprimir los sollozos, la cámara filma un mar cuya quietud evoca la sonrisa del Buda birmano. La película finaliza con las mismas palabras y el mismo plano con que se inició: «Roja es la tierra de Birmania y rojas son sus rocas». Sólo hay un cambio, pero de enorme trascendencia. Mizushima atraviesa la llanura con paso firme, dispuesto a cumplir su misión, con el arpa colgada del hombro. El ser humano, que engendra las guerras, también puede sanar heridas, honrar a los difuntos y actuar como emisario de la paz.

Kon Ichikawa declaró que su intención era mostrar que el hombre no es una causa perdida, pese a los horrores perpetrados en los momentos más negros de su historia. El guion de Natto Wada, esposa de Ichikawa, presenta a los soldados japoneses desde una perspectiva benevolente que despertó no pocas críticas. Los crímenes de guerra perpetrados por el ejército imperial apenas se diferencian en espanto y magnitud de los cometidos por los nazis. Veinte millones de chinos perdieron la vida entre 1937 y 1945, pero sería injusto atribuir esta violencia a los valores de la cultura japonesa. Aunque Japón se negó a firmar las Convenciones de Ginebra, hasta 1930 respetó las reglas de la guerra. En la primera guerra chino-japonesa (1894-1895), la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y la Gran Guerra, trató con humanidad a los prisioneros y a los civiles, sin realizar masacres. La crisis económica que sacudió a Japón en los años veinte, propagando las quiebras y el desempleo, favoreció el crecimiento del nacionalismo radical en un sector del ejército que poco a poco se hizo con el poder, militarizando a la sociedad desde la escuela mediante una disciplina despiadada. En los centros educativos, se apaleaba a los niños con cualquier pretexto y se restableció el servicio militar, donde el trato era aún más violento. El Kenpeitai, una organización similar a la Gestapo, se ocupó de eliminar cualquier forma de oposición o resistencia, empleando la tortura y el asesinato. De esta forma, se logró que una nueva generación cambiara de mentalidad y aprendiera a despreciar sus propias vidas y las ajenas, venciendo cualquier inhibición moral. Cuando el imperialismo fue derrotado, los japoneses se desembarazaron de los valores que les había inculcado el régimen de Hideki T?j?. Es cierto que la sociedad y las autoridades niponas tardaron mucho en reconocer sus crímenes, pero el aprecio por la paz reemplazó a la retórica de la guerra y los valores democráticos apagaron cualquier fantasía imperialista.

El arpa birmana nos hace pensar que la paz no es una quimera, sino una utopía posible, un sueño que podría hacerse realidad.

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Ficha técnica

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