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Juegos de guerra

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Ghost Fleet. A Novel of the Next World War, de Peter W. Singer y August Cole (Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Harcourt, 2015) se puso a la venta en Estados Unidos el 30 de junio pasado. Había sabido de ella por una noticia en The Wall Street Journal y su argumento me intrigó. Singer y Cole se han despachado con un technothriller donde plantean una cuestión difícilmente concebible hasta hace poco. ¿Puede haber una guerra entre Estados Unidos y China? Y si, tal y como ellos lo ven, la respuesta ha de ser afirmativa, ¿cómo será esa guerra?

Son preguntas que, por el momento, sólo pueden proponerse con la holgura que otorga la ficción. Nadie que aspire a hacer carrera en Washington y, menos aún, a pasar por un intelectual responsable, se atrevería a formularlas como una hipótesis seria. Las guerras, lo ha dicho el presidente Obama, están pasadas de moda, son tan siglo pasado. China puede comportarse a veces con la prisa excesiva o la miopía propias de una gran potencia a la que todavía le queda ancho el traje nuevo de sus responsabilidades, pero nada permite pensar que se proponga poner en peligro el actual equilibrio internacional.

Es cierto que, desde hace poco, empiezan a oírse en Washington comentarios menos complacientes, más escépticos. Michael Pillsbury, que ha contribuido durante largos años de forma relevante a la política china de Estados Unidos, acaba de publicar un libro muy crítico (The Hundred-Year Marathon. China’s Secret Strategy to Replace America as the Global Superpower, Nueva York, Henry Holt and Co., 2015) para con sus ilusiones anteriores: «Desde hace ya cuatro décadas, mis colegas y yo hemos creído que “comprometernos” con los chinos les llevaría a cooperar con el Oeste en una amplia gama de problemas prácticos. No ha sido así. Suponíamos que el comercio y la tecnología acabarían por hacer converger las posiciones chinas y occidentales en asuntos de equilibrio regional y global. No ha sido así. Resumiendo, China no ha colmado el optimismo de nuestras expectativas». Pero, se dirá con razón, las de Pillsbury y otros son voces muy minoritarias. Al cabo, la narración dominante de las relaciones entre ambas potencias sigue siendo la de la Chimérica de que hablara Niall Ferguson: un ámbito de intereses compartidos capaz de absorber todas las tensiones que puedan aparecer entre sus pobladores. Dos países que se benefician tanto del comercio mutuo no pueden enredarse en una lucha a muerte por la supremacía. La más reciente versión de tan biempensante narrativa progresista ha corrido a cargo de George Soros.

En la literatura que ha acompañado el lanzamiento de su obra de ficción, Singer ha opuesto la llamada trampa de Tucídides. Según la cuenta de Graham Allison, un profesor de Harvard que le dio ese nombre, en once de los quince casos en que, desde 150o, un poder emergente se ha enfrentado con el hegemónico el resultado ha sido la guerra, a pesar de los mutuos intereses económicos. Como en la guerra del Peloponeso, el miedo al ascenso de Atenas pudo más que ellos en la posición de Esparta. Discutir la posibilidad de una guerra entre Estados Unidos y China –piensa Singer– es la mejor forma de evitarla.

La novela, sin embargo, arranca justamente en el punto opuesto: con una segunda edición de Pearl Harbor a cargo, esta vez, de una coalición entre China y Rusia, con esta última en un papelito de actor invitado. Poco se le dirá al lector sobre esa alianza. Un impreciso desastre en Dhahran, al parecer un ataque nuclear de un grupo terrorista, habría colapsado en una fecha nunca concretada la producción de petróleo en Arabia Saudí, disparando una vez más los precios y una crisis económica global. Una de sus consecuencias más notables ocurrió en China tras una serie de disturbios populares en Shanghái. La vieja guardia comunista quiso recurrir al ejército para liquidarlos como en 1989, pero una nueva generación de militares y empresarios comprendió que esa maniobra abocaba a un callejón sin salida y acabó con el Partido Comunista Chino. El poder lo ejercía ahora un Directorio tecnocrático y nacionalista.

Salto al presente de ficción. En la base naval de Yulin, isla de Hainan, sede del cuartel general de la armada china, está reunido de urgencia el Directorio para escuchar un informe del vicealmirante Wang, el comandante de la flota. Wang lo abre con una cita del Arte de la Guerra que escribiera Sun Tzu hace veinticinco siglos: «Cuando uno se encuentra en un paraje sin salida, tiene que llevar la guerra al enemigo». Y, para Wang, ésa es exactamente la situación en el Mar del Sur de China. Estados Unidos tiene a China embotellada en la zona cuando los intereses económicos chinos exigen un acceso sin límites al Pacífico, especialmente ahora que los investigadores de la COMRA (un organismo oceanográfico chino) acaban de descubrir el mayor yacimiento conocido de gas natural en la Fosa de las Marianas, en aguas de Estados Unidos.

Comienza Pearl Harbor 2 tras un ataque cibernético y físico a WGS-4, un satélite por el que pasan enormes cantidades de megadatos que permiten controlar todas las comunicaciones estratégicas de las fuerzas aéreas, todos los satélites espaciales y todos los submarinos de Estados Unidos. Con ese ataque al corazón de sus comunicaciones, uno tras otro, todos sus sistemas bélicos norteamericanos quedan fuera de uso, sus submarinos al descubierto y los GPS dejan de funcionar. Noqueadas así sus comunicaciones, la armada estadounidense es incapaz de reaccionar ante la flota china que asalta y ocupa Hawái y se apodera del Pacífico.

Singer y Cole se han referido en la presentación de la novela a su devoción por los grandes del género, desde Arthur Conan Doyle a Tom Clancy y George R. R. Martin, el creador de A Song of Ice and Fire, que ha servido de base para Juego de tronos, pasando por Herman Wouk y John le Carré. Parece que no han tenido tiempo de leer a Frederick Forsyth. En cualquier caso, devoción no necesariamente equivale a calidad. Como novela, Ghost Fleet es un bodrio de acción lineal y ritmo desmayado; un híbrido desnatado de Sólo ante el peligro y Pasión de los fuertes. Los Estados Unidos, personificados por el capitán Simmons, sufren las malas artes de los malandros, pasan por una fase de mediación (Propp dixit), se recomponen, obtienen un agente mágico y luchan. Creo que no destriparé la intriga para nadie si digo que, a la postre, los héroes se imponen a los villanos. En esta novela todo es previsible.

Y enormemente aburrido, especialmente con esos héroes de cartón piedra y esas cursilerías que gastan los autores: «Hay un antiguo proverbio de la armada que compara a los barcos con las amantes: hermosas, seductoras, misteriosas, sedientas de atención y, al cabo, asesinas de matrimonios». El capitán Simmons reflexiona: «Soy mejor hombre que mi padre, se dijo a sí mismo Jamie [Simmons], mientras que luchaba con la fatiga y el agua fría. Hasta en mis peores días». Su padre que, por azares del destino, había acabado sirviendo en el mismo barco que Jamie, se lía con Vern Li, una científica china educada en Estados Unidos y veinte o treinta años más joven que él. No queda claro si esa es la cuenta edípica que Simmons quería saldar con su reflexión. Pero Vern proporcionará a Simmons el láser para acabar con Wang.

Únanse episodios como la reconquista de la estación espacial que utilizan los chinos para organizar sus ataques a manos de un grupo de piratas, no cibernéticos sino de verdad, llegados en un cohete y encabezados por Sir Aeric Cavendish, nacido como Archis Kumar en una familia india de clase media en los suburbios de Melbourne y llegado a tiempo a la ola biotécnica que «lo convirtió en el séptimo hombre más rico del mundo». O Carrie, «bella como una diosa», una asesina en serie de chinos ocupantes de Hawái, aunque nunca lleguemos a saber si lo suyo es una de esas formas de microrresistencia que tanto gustan a los seguidores de Foucault o simplemente mata porque se lo pide ese cuerpazo celestial.

Pese a todo, no creo que Singer y Cole se preocupen mayormente de la gloria literaria. Su novela tiene otros vuelos. Ambos trabajan en centros de investigación de Washington. Con anterioridad, Cole había sido redactor de The Wall Street Journal, en el que escribía sobre la industria de defensa. A Singer le ha preocupado ante todo el impacto de la revolución tecnológica en futuras guerras. Y ese parece ser, en definitiva, el eje de este último trabajo: contribuir a una discusión sobre la defensa de Estados Unidos en tiempos de crisis. Antes de que el presidente Obama decretase que esas crisis tienen escasa verosimilitud, la contribución de Donald Rumsfeld durante su tiempo de secretario de Defensa (2000-2006) había favorecido, por decirlo así, una guerra intensiva en capital frente a la tradicional, en la que primaba el trabajo. Las guerras del futuro las ganaría quien contase con la superioridad tecnológica.

La doctrina Rumsfeld llevó a Estados Unidos a embarcarse en ambiciosos programas de nuevas armas, como los cazas F-35 Joint Strike Fighter o los buques litorales de combate, cuyas versátiles tecnologías les permiten superar a los sistemas convencionales. Pero ése es también su punto más débil, tal como pone de relieve Ghost Fleet. La guerra futura dependerá, ante todo, de las comunicaciones. Lo que China hace en la novela desde el principio es dejar fuera de juego a las estadounidenses. Y, una vez conseguida esa meta, el ejército, la armada y la aviación se quedan ciegos, sordos y mudos. Luego la mejor defensa consiste en evitar los ataques cibernéticos que tanto se han prodigado recientemente y que parecen contar con el apoyo, si no con la intervención directa, del Gobierno chino.

La flota fantasma que da título a la novela, también conocida como flota de reserva, existe en la realidad. Se llama así al conjunto de barcos de diferentes clases y épocas que, sin ser operativos, se mantienen en perfectas condiciones por si, en algún momento, resultase necesario volver a contar con ellos. Justamente lo que se plantea una vez que, en la novela, los chinos han desarbolado la capacidad operativa de los sistemas más sofisticados. Singer y Cole tratan así de recordarnos que la guerra futura no gira solamente en torno a la tecnología más actualizada. Siempre será necesario contar con otros factores y, de forma preeminente, con el humano.

El barco con que Simmons finalmente derrota al almirante Wang es el USS Zumwalt. La novela lo da por aparcado con la flota fantasma cuando se produce en su ficción la crisis bélica, pero está actualmente en funcionamiento. Sin embargo, con un coste superior a siete millardos de dólares por unidad, la armada de Estados Unidos se ha visto obligada a no construir los treinta y dos que fueron inicialmente proyectados. Pero, en opinión de Singer y Cole, esos barcos serían mucho más eficaces en una crisis como la que relatan que otros basados en la reducción de personal y de medios.

Poner el dedo en esa llaga es lo que redime a Ghost Fleet de sus otras muchas carencias.

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