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La cultura del siglo XX : una crónica y una tesis

Historia intelectual del siglo XX

PETER WATSON

Crítica, Barcelona, 1.061 págs.

Trad. de David León

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A comienzos del año 1900 aparecían en Viena las primeras noticias sobre la publicación, dos meses antes, de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. En marzo, cuatro días después de empezar sus excavaciones en Creta, Arthur Evans encontró abundantes restos de una cultura hasta entonces ignorada y que él bautizaría con el nombre de minoica. En la misma semana, el botánico Hugo de Vries presentaba un estudio sobre las leyes de la herencia que venía a confirmar las tesis formuladas más de treinta años antes por Mendel. Y a mediados de diciembre Max Planck explicaba las bases de la teoría de los cuantos en una conferencia ante la Sociedad de Física de Berlín. En sólo un año, aunque se tratara de un año «insólito desde cualquier punto de vista», estos cuatro descubrimientos habían transformado radicalmente las concepciones anteriores sobre la naturaleza, el hombre y la historia.

Tal es el llamativo arranque del ambicioso libro de Peter Watson sobre un siglo que, además de sus horrores («el más terrible de la historia de Occidente», según explicó en algún momento Isaiah Berlin) cuenta en su haber con un extraordinario desarrollo de las ciencias y con la más radical renovación de las actitudes culturales. En esas primeras páginas se encuentra además un buen testimonio de la forma en que el autor pretende abordar lo que la centuria ha dado de sí. Lo suyo es una crónica, es decir, un relato de hechos culturales relevantes, sea cual sea el campo intelectual al que correspondan. O, para ser más exactos, una crónica y además una tesis no del todo compatible con aquélla, como se verá al final del recorrido.

La novedad del enfoque salta a la vista si lo comparamos con la estructura habitual de los libros dedicados al mismo tema. En éstos –baste poner de ejemplo las bien conocidas síntesis de Roland Stromberg, Historia intelectual europea desde 1789 , o de George Mosse, La cultura europea del siglo XX – el protagonismo recae en las corrientes o movimientos culturales de larga o, al menos, de mediana duración; en cambio, en la obra de Watson son los acontecimientos (libros, creaciones artísticas, descubrimientos científicos, hallazgos arqueológicos…) y los personajes los que se sitúan en primer plano. No podía ser de otra manera tratándose de un relato o, para evitar lo peyorativo del término, de una obra de «estructura narrativa», que es como la define el propio autor. Y es en este planteamiento donde se encuentran las principales virtudes, y también las mayores limitaciones de su estudio.

Porque, para empezar, ¿cómo se pueden enlazar acontecimientos tan dispares? En la presentación del libro se mencionan dos procedimientos: hay capítulos longitudinales o «verticales», en los que las ideas avanzan en el tiempo, y capítulos latitudinales u «horizontales» en los que el tiempo se frena para considerar los avances simultáneos en diversos ámbitos. Pero en la práctica esa dualidad se ramifica en una multiplicidad de formas. A veces lo que articula el relato es una fecha crucial –el año «insólito» de 1900 o el no menos admirable 1913– o una ciudad en ebullición, como la Viena de comienzos del siglo o el París de 1945. En otras ocasiones se trata de un rasgo cultural unificador, como la «cultura práctica» de los Estados Unidos antes de la primera guerra mundial, de la que el autor encuentra reflejos tanto en el pragmatismo de William James y John Dewey como en las enseñanzas de administración de empresas, la construcción de rascacielos, los primeros vuelos de los hermanos Wright o las películas de David Wark Griffith. La integración es más fácil cuando el autor se centra en acontecimientos de un mismo ámbito, como los descubrimientos en una determinada rama de la ciencia, los análisis del hombre y la sociedad producidos por psicólogos o sociólogos, las novedades en la creación literaria o las actitudes del poder ante los intelectuales y de éstos frente a aquél. Tampoco se plantean muchos problemas cuando la innovación afecta a áreas culturales próximas, aunque diversas: como el modernismo, rótulo bajo el cual se incluyen las primeras óperas de Richard Strauss y el cultivo del atonalismo por Arnold Schoenberg, pero también la pintura cubista o los comienzos de la abstracción, e incluso la filosofía vitalista de Bergson y hasta las condenas de Pío X al modernismo religioso. En cambio, las cosas se complican, y mucho, cuando el lazo de unión entre las novedades culturales es únicamente que se trata de eso, de novedades.

En tales ocasiones, el lector encuentra yuxtapuestos hechos y personajes notablemente dispares. Por ejemplo, en poco más de veinte páginas pueden pasar por su vista los comienzos del cine sonoro, Goebbels y Leni Riefenstahl, Walter Benjamin, el international modern style en arquitectura, la poesía de Wystan Hugh Auden, las grandes novelas sobre la guerra civil española, Picasso y el Guernica , los primeros libros editados en Penguin Books, las críticas de Keynes a la economía convencional, las letras de Cole Porter, el celofán y el nailon, las obras de teatro de Eugène O'Neill, e incluso el Ciudadano Kane de Orson Welles (págs. 351-376). Todo ello unido únicamente por la constatación de que los años treinta «resultaron sorprendentes por su carácter fructífero», lo cual permite una acumulación más parecida a las páginas de la sección cultural de un periódico que a una narración articulada de la evolución cultural.

De todas formas, no es la organización del ingente material acumulado el único problema. La visión de la historia cultural como una sucesión de acontecimientos tiene también consecuencias a la hora de la selección: en concreto, todo aquello que no llamó especialmente la atención en su momento ha quedado fuera del relato. Algo que resulta especialmente llamativo en lo que se refiere al pensamiento y a las ciencias sociales (al menos para este comentarista, cuyo escaso conocimiento de las ciencias duras le lleva, quizá equivocadamente, a dar por buena la selección en ese terreno). No estará de más precisar que esta crítica no es la habitual entre los especialistas ante una síntesis que no abarca todo aquello que conocen o no lo hace con el detenimiento que considerarían adecuado. Para un profesor de historia, como el que esto escribe, el malestar no tiene que ver con la desatención hacia su disciplina: antes al contrario, la historiografía está bastante bien tratada, al menos hasta los años setenta, y sólo algunos errores disculpables en una obra de esta complejidad afean la narración. Lo que, en cambio, se echan en falta son menciones a obras fundamentales de otras disciplinas, sobre todo si se comparan estas ausencias con las explicaciones detalladas de textos menos relevantes. Para decirlo de la forma más cruda, ¿por qué sólo hay un par de menciones de Saussure, mientras se dedican varias páginas a Noam Chomsky? ¿A qué se debe el hecho de que Max Weber aparezca como autor de La ética protestante, pero no se hable de Economía y sociedad ? ¿Por qué Marcuse y otros neomarxistas, y no Gramsci? ¿Por qué Dworkin y no Kelsen? Y, más en general, ¿por qué entre las muchas páginas dedicadas a la antropología, en especial a Boas y sus discípulas Mead o Benedict, no hay una sola para Malinowski y RadcliffeBrown?; o ¿por qué, entre los sociólogos se examina con detalle a Daniel Bell o David Riesman, y en cambio no hay nada escrito sobre Merton o Parsons?

No se trata, me parece, de una cuestión de gustos o preferencias, sino de las consecuencias de una idea de la cultura como acontecimientos y personajes noticiables. Sin duda, esa visión tiene sus lados agradables: véanse, por ejemplo, los entretenidos retratos de protagonistas un tanto excéntricos (Schumpeter y el traje de montar con el que acudía a las reuniones universitarias, Wright Mills conduciendo una enorme motocicleta), o las descripciones de enfrentamientos personales entre figuras destacadas (Leavis versus Snow), o incluso los comportamientos algo tramposos de los científicos, de los que es buen testimonio la historia del descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN. Pero la contrapartida se encuentra en el hecho de que esa visión impide, o al menos dificulta, el acceso a aquellos cambios decisivos en algunas disciplinas que no alcanzaron en su momento una gran repercusión pública.

A esa desigualdad en el trato contribuye igualmente el predominio de la cultura anglosajona en el conjunto de la obra, en especial a partir de la segunda guerra mundial. Es verdad que en esas fechas, gracias en gran medida al exilio masivo de intelectuales europeos, Nueva York desplazó a Viena o a París como capital mundial de las artes y la cultura; es cierto también que en el desarrollo de las ciencias, duras o blandas, han sido decisivas las universidades y los laboratorios americanos. Con todo, el lector puede llegar a la conclusión de que a partir de los años cincuenta Peter Watson pierde casi por completo el interés por el continente europeo. El mismo autor justifica en alguna ocasión esa escasa atención refiriéndose al estilo «paradójico y difícil» de algunos autores franceses de los años sesenta (de Lacan a Roland Barthes); pero una causa complementaria se encuentra probablemente en la vinculación de estos y otros personajes de la cultura europea de la segunda mitad del siglo XX a dos corrientes, el marxismo y el freudianismo, hacia las que Watson, como veremos, no manifiesta especial simpatía.

Y si es poco lo que se recoge de la cultura continental, ni qué decir tiene que es mucho menos lo que se explica de la española. La llamada Edad de Plata , tan elogiada entre nosotros, queda aquí reducida a la mención de algunos pintores de proyección internacional (como Picasso o Miró), al inevitable Ortega y Gasset de La rebelión de las masas, al descubrimiento de las cuevas de Altamira o a las posiciones de varios escritores extranjeros ante la guerra civil. Aunque como consuelo para quien se sienta herido en su orgullo patrio, sólo cuatro páginas dedicadas al realismo mágico permiten que América Latina esté presente en el libro; con lo que, al menos en este caso, se rompe incluso con el principio de lo noticiable: porque, ¿qué mejor noticia que las peleas de Diego Rivera con Rockefeller o la participación de Siqueiros en un atentado contra Trotski?

Pero dejemos ya de lado las críticas. La visión periodística de la cultura tiene también sus lados positivos. No sólo permite bajar del pedestal a muchos intelectuales destacados, y llenar de anécdotas –es decir, de vida y colorido– sus retratos; también, y quizá sobre todo, sirve para comprimir en pocas páginas, o a veces en pocos párrafos, normalmente con acierto, doctrinas y argumentaciones de notable complejidad en los más variados campos de la ciencia y la cultura. Es aquí donde el libro alcanza su mejor nivel como obra de alta divulgación, e incluso como un posible vademécum o libro de consulta sobre la cultura contemporánea en sus más diversas facetas. Un vademécum que permite al lector acercarse, aunque sea de forma sumaria, a cuestiones tan dispares como la metafísica de Heidegger, la estructura del ADN, los agujeros de gusano o la posmodernidad y el multiculturalismo (por no hablar de la aviación o la penicilina). Aunque para que la dicha fuera completa, sería necesario, en una previsible segunda edición, revisar con especial cuidado la traducción, en general correcta, para evitar errores que se han colado en el texto o en las muy abundantes notas Dos ejemplos pueden ser suficientes. Al hablar de Clifford Geertz se define como «descripción gruesa» lo que se ha traducido habitualmente, con buen sentido, como «descripción densa» (págs. 723 y 823). Peor aún es traducir (pág. 601, y nota 43, pág. 899), como La transformación de la clase obrera en Inglaterra el título del famoso libro de Edward P. Thompson, The Making of the English Working Class , porque en este caso se altera el sentido que el autor quiso dar a su obra (de la que, por cierto, hay una excelente versión en la propia editorial Crítica)..

Al lector que, pese a las dificultades que a veces presenta el libro, haya recorrido esta detallada crónica aún le espera una sorpresa final. En contraste con las reiteradas afirmaciones sobre el progreso de las ciencias y la cultura –sobre todo de aquéllas: «los avances llevados a cabo en el ámbito del conocimiento científico no tienen parangón con los que se han efectuado en las artes» (pág. 17)–, lo que el autor ofrece en la conclusión de su obra es una visión mucho menos optimista del desarrollo cultural de los últimos cien años.

Como las teorías de Sigmund Freud, con las que comenzó el siglo y que han estado presentes a lo largo de toda la centuria, no han contado nunca con un respaldo empírico inequívoco, e incluso han sido objeto de ataques cada vez más intensos, Watson no tiene empacho alguno en definirlas como erróneas; lo que de paso le lleva a descalificar a la psicología, cuya única base son «teorías –casi mitos– no respaldadas por la observación y caracterizadas por ideas rocambolescas, personales y en ocasiones fraudulentas por completo» (pág. 813). Si esto es así, ¿qué decir entonces del valor y el significado de muchas grandes obras literarias y artísticas que se inspiraron en las concepciones freudianas sobre la naturaleza humana? Lo malo es que no se trata sólo de Freud y la psicología: la otra disciplina social fundamental, la sociología, se está echando a perder, «si es que no está ya perdida por completo», porque se ha convertido en un «almacén de descontento» en manos de quienes la han convertido de ciencia en ideología (el argumento es de Irving Louis Horowitz, pero Watson lo hace suyo). No digamos nada del marxismo, fracasado en su predicciones, o de los teóricos de la derecha, en especial de los economistas liberales que «con demasiada frecuencia no han hecho otra cosa que ofrecer directrices para no hacer nada, para permitir que las cosas sigan su curso "natural", como si no hacer nada fuese más natural que hacer algo» (pág. 818). Aunque aún viene lo peor: a pesar de sus avances, las mismas ciencias no parecen capaces de cumplir su tradicional promesa de «ofrecer una explicación final del universo»; pero tampoco las religiones se encuentran en condiciones de cubrir el vacío. «Deberíamos», es la consecuencia obligada, «desconfiar de las grandes teorías» (pág. 819).

Tras la demolición, ¿qué queda, entonces, en pie? La respuesta de Watson, si se entiende como tal el último apartado de la obra, viene a ser como la pescadilla que se muerde la cola: lo que queda es el estudio del pensamiento del siglo XX desde la perspectiva narrativa; eso proporcionará un «canon históricointelectual» adaptado al tiempo que vivimos (pág. 826). Es decir, lo que él mismo ha hecho a lo largo de más de ochocientas páginas. Pero, ¿podremos conformarnos con ello?

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