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Hermosos y malditos

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En sus últimos años, Marlon Brando sólo aparecía en las pantallas para aliviar sus problemas económicos. Su intervención en un vídeo de Michael Jackson (You Rock My World) puso de manifiesto que la obesidad no era un obstáculo para desprender energía y talento. De hecho, al bajar las escaleras con un traje y un sombrero blancos, mostraba cierto parentesco con el Sydney Greenstreet de El loro azul, el restaurante que le hacía la competencia al Rick’s de Humphrey Bogart en Casablanca. Aunque Brando no hablaba en el videoclip, sus movimientos eran tan elocuentes como los largos y jugosos parlamentos de Greenstreet. Brando apareció fugazmente en la primera entrega de Superman como padre del alienígena que simboliza los valores de la América tradicional, tuteló a Johnny Depp en dos películas perfectamente olvidables e hizo el ridículo emulando a Torquemada en la deplorable Cristóbal Colón de John Glen. Todos estos papeles eran innecesarios y no aportan nada a su carrera, pero no logran oscurecer un mito que sigue ejerciendo una poderosa fascinación.

La interpretación de un abogado enfrentado al apartheid en la película de Euzhan Palcy, En una árida estación blanca (1989), nos recordó que el instinto de Brando aún le permitía representar con enorme credibilidad el compromiso de un hombre justo con la igualdad racial y el fin de cualquier forma de discriminación. En cierta manera, el personaje nos recuerda al sheriff Calder, que recibe una brutal paliza en La jauría humana (1966), de Arthur Penn. Hay una distancia infinita entre ambas películas, pero Brando compone a la perfección el conflicto interior de un ser humano que no está dispuesto a renunciar a su integridad, aunque eso implique perderlo todo. El extraordinario guión de Lillian Hellman, pareja sentimental de Dashiell Hammett, permitió a Brando adentrarse en un personaje que sueña con los caballos, mientras se enfrenta a los prejuicios de un pueblo del Sur para evitar el linchamiento de un inocente. Su amor por la libertad y su honestidad no logran vencer al odio de una multitud excitada por la perspectiva de segar una vida. Brando se reinventó a sí mismo con El padrino y Apocalypse now. Personalmente, lo prefiero en el papel de Vito Corleone, pues los monólogos de Kurtz –inexistentes en la novela de Joseph Conrad– me parecen ampulosos y desafortunados.

Se ha insistido mucho en el magnetismo sexual de Brando, en el componente físico de sus actuaciones. Esa presencia imponente nunca resultó tan desbordante como en Un tranvía llamado deseo (1951). En el papel del obrero polaco Stanley Kowalski, Brando es un ser amoral y violento, capaz de pegar a su esposa embarazada y pedirle perdón a gritos («¡Stella!, ¡Stella!») desde la calle, indiferente al escándalo y la reprobación de amigos y vecinos. Kowalski intimida a su vulnerable cuñada, Blanche DuBois (Vivien Leigh), lanzando espantosas carcajadas y horribles groserías. No duda en arruinar su idilio con uno de sus amigos (la última oportunidad de una mujer hermosa y neurótica) y, finalmente, la viola en una escena terrorífica, donde la omisión del plano que mostraría la agresión sólo añade más repulsión y tristeza. Brando nunca ocultó su desprecio por Kowalski («representa todo lo que odio»), pero su imagen con una camiseta sucia y enormes manchas de sudor se ha convertido en un icono cinematográfico tan popular como las faldas de Marilyn Monroe volando sobre una salida de aire del Metro de Nueva York. Brando resultó convincente y conmovedor como Emiliano Zapata, pero su carrera posterior encadenó una película mediocre tras otra. Recuperó la gloria y el reconocimiento con su interpretación de Vito Corleone. Su carisma inundaba de nuevo la pantalla. Su actuación en El último tango en París es brillante, pero la película ha soportado malamente el paso del tiempo.

Brando rozó la perfección con el personaje de Terry Malloy en La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), en la que interpretaba a un boxeador retirado que rebosaba ira y vulnerabilidad. Su biografía le ayudó a interiorizar la atormentada personalidad de Terry. Brando era hijo de una alcohólica aficionada al teatro que le contagió su amor por las tablas. El pequeño Brando estaba acostumbrado a recorrer los bares y callejones hasta encontrar a su madre desplomada sobre una barra o inconsciente junto a unos cubos de basura, a veces manoseada por hombres que se aprovechaban de su estado. La pasión autodestructiva de su madre le ayudó a encarnar a un personaje hambriento de afecto y con sentimiento de orfandad.

Los minutos que transcurren en el asiento trasero de un coche, con Rod Steiger intentando convencer a Terry para que no testifique contra la mafia de los muelles, sacaron a la luz toda la rabia e infelicidad del propio Brando. Las amenazas de Rod Steiger (en la ficción, «Charlie el señorito», su hermano) se revelan inútiles ante la necesidad de recuperar la autoestima perdida. Terry recuerda el tongo que arruinó su carrera. Su hermano le convenció para que se tirara a la lona a cambio de dinero. «Podía haber sido grande, un primera clase, pero sólo soy un vago. Por ti Charlie, por ti». Elia Kazan permitió que Brando y Steiger improvisaran durante los diálogos. Se realizaron siete tomas. Se ha dicho que Steiger lloró y que Brando se marchó del rodaje profundamente perturbado. La realidad no está a la altura de la leyenda. Brando interpretó sus escenas y abandono el plató, despreocupándose de Steiger, que completó su papel sin su presencia.

Se dice que Brando hizo desdichados a todos lo que se acercaron a él: esposas, hijos, amigos. Los rumores lo acusan de narcisista, egocéntrico, promiscuo, infantil. Se ha dicho que era egoísta y ambicioso. En el cine, Brando fue un rebelde, un inadaptado, un inconformista, un revolucionario, un mafioso elegante, pero con un código ético. Brando alcanzó su mayor momento de gloria como Terry Malloy, avanzando por el muelle, con la cara destrozada y los pies tambaleantes. A pesar de los golpes que le han propinado los matones del sindicato, Terry intenta demostrar que no está acabado y que finalmente ha redimido sus pecados, lavando su conciencia con un auténtico viacrucis. Es uno de las secuencias más poderosas de la historia del cine.

Marilyn Monroe no era menos intensa que Brando. Cuestionada como actriz, Marilyn expresa en Vidas rebeldes (John Huston, 1961) todo el poder del erotismo al bailar bajo un árbol o golpear una pelota con una paleta de madera. Su anhelo de afecto se evidenciaba en su idilio con el viejo cowboy (Clark Gable), que le dobla la edad. La sensualidad de Marilyn es abrumadora. No es improbable que sus amantes experimentaran cierta sensación de irrealidad. Notablemente envejecido, Gable transmite el sentimiento de vivir su último amor. Sin profesión ni familia, su personaje nunca ha fantaseado con ser como los demás. Su irreductible sentido de la libertad se manifiesta en su gesto final, cuando desata los caballos que tanto le había costado capturar y que Marilyn había liberado, horrorizada por la perspectiva de que acabaran en un matadero. La épica de lo masculino, tan repulsiva en otras circunstancias, adquiere en esta ocasión la grandeza de lo trágico.

Hay una insuperable ternura en la escena en la que el joven cowboy interpretado por Montgomery Clift apoya su cabeza en el regazo de Marilyn para recuperarse de su brutal caída en un rodeo. Los dos saben que sus vidas están rotas. Marilyn acaricia el cuerpo malherido de Monty, pero sabe que sus cicatrices son mucho más profundas. Imagino que algo parecido sucedió en esa fiesta de Liz Taylor en la que Clift quedó desfigurado. Al salir de su casa, perdió el control del coche y se estrelló contra un árbol. Liz Taylor permaneció a su lado hasta que llegaron las ambulancias, impidiendo que los fotógrafos captasen su rostro fracturado y ensangrentado. Vidas rebeldes fue la última película de Marilyn y Clark Gable. Marilyn comenzó a rodar otro filme, pero su comportamiento indisciplinado provocó su despido. Del malogrado rodaje se conservan unas famosas fotos en las que emerge desnuda de una piscina en penumbra, cubriéndose con una toalla blanca. Es su canto del cisne. Su muerte llegó poco después por una sobredosis de barbitúricos.

No me interesan las teorías conspirativas. En el caso de Marilyn, prefiero la hipótesis del suicidio, mucho más coherente con su temperamento depresivo. Su cuerpo desnudo entre las sabanas, el teléfono descolgado y el frasco semivacío de Nembutal reflejan la desesperación de una mujer que había agotado su expectativa de felicidad. Gable murió de un infarto antes del estreno de la película y Monty sólo repitió su talento interpretativo en Vencedores o vencidos (Stanely Kramer, 1961), con unos prodigiosos siete minutos que no han cesado de crecer en intensidad y patetismo. Monty murió con sólo cuarenta y cinco años. Su secretario lo encontró inerte en la cama. Al pensar en todas estas muertes, sólo cabe repetir el comentario de Truman Capote cuando se enteró de que Marilyn –tras muchos intentos frustrados– por fin se había quitado la vida, sin que esta vez (Arthur Miller la salvó durante el rodaje de Vidas rebeldes) nadie acudiera a socorrerla: «¿Por qué todo tiene que acabar mal? ¿Por qué la vida es tan asquerosa?» Pienso que todos merecen el mismo epitafio: hermosos y malditos. Ardieron en el altar de la fama y su tragedia aún nos conmueve, recordándonos nuestra propia fragilidad.

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Ficha técnica

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