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Gregorio Marañón: Idealizado, idealizable

La juventud de Marañón

FRANCISCO PÉREZ GUTIÉRREZ

Trotta, Madrid, 1997

567 págs.

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Ante un estudio como este, el lector, especialmente si es más joven que el autor y frecuenta los trabajos históricos y biográficos más recientes, experimenta desde el comienzo una cierta perplejidad, una sorpresa. En primer lugar, porque no es habitual encontrar un trabajo de más de quinientas páginas dedicado a la juventud de un personaje, por más que esta «juventud» se extienda, generosamente, hasta la mitad de su vida. En segundo lugar, porque la orientación del estudio –y este es el principal motivo de sorpresa– no es en modo alguno «actual».

No es actual, en efecto, porque se trata de una biografía fuertemente idealizada, incluso idealista, como aquellas que se escribieron en el siglo pasado con el afán de educar al lector mediante la exposición de «vidas ejemplares». Me viene a la memoria la Historia de San Martín, uno de los libertadores de la América latina, escrita por Bartolomé Mitre, con su romántica introducción, tan reveladora de la intención pedagógica, a la biografía del héroe. La juventud de Marañón nos muestra la construcción, en parte llevada a cabo conscientemente por su protagonista, de un santo laico, según uno de los modelos preferidos en el siglo XIX, el del científico. Esto es, representa un modo de hacer historia contra el cual se nos ha alertado a quienes practicamos el análisis histórico en sus diversos campos, que en mi caso es precisamente el de la medicina. Y en tal sentido, esta biografía no es un modelo digno de imitarse, salvo en lo que concierne al volumen y la calidad de la información manejada por el autor.

Con todo, este estudio no me parece desdeñable. Su lectura es incluso recomendable por más de un motivo; lo es para quienes estén interesados en la historia de España y de su ciencia, incluso de la ciencia en general. Pero también lo es por su reivindicación de ciertos valores que parecen haber caído en desuso. Comenzaré precisamente, como lo hace el autor, por esto último.

«Este libro relata la historia de una educación. Pertenece a un género literario consagrado desde hace mucho tiempo en los medios académicos: el estudio de la juventud, los años de formación o Lehrjahre.» En estas frases, con las que se inicia la obra, se pone de manifiesto su progenie idealista –en la referencia al Wilhelm Meister–, pero también el énfasis puesto sobre el valor de la educación, en el sentido de la formación de una personalidad. En su introducción, Pérez Gutiérrez observa el hecho lamentable de que la educación, en el sentido más amplio y ambicioso de la palabra, ha perdido prestigio entre los valores socialmente aceptados. El individualismo creciente de nuestra cultura, así como el secuestro de la discusión sobre educación por el debate político, hacen infrecuente que alguien se remita tan a menudo a esos años de formación y a sus maestros como lo hizo Marañón (y el biógrafo lo ha documentado profusamente). Entre paréntesis diré que al historiador actual, entrenado en la sospecha, puede ocurrírsele esta pregunta ¿y si esa reiterada mención de educadores como Galdós, Cajal, Menéndez Pelayo y Unamuno no tuviera otro fin sino exaltar la valía del discípulo? En todo caso, hay que reconocer que es una conducta muy distinta de la del self made man, tan apreciada hoy, del hombre que se hace a sí mismo y aun en oposición a todo lo precedente y circundante.

Digamos pues, con el autor, que una de las intenciones más explícitas del libro es educar y hacerlo reflexionando sobre el papel de la educación. Que, para ello, el medio elegido sea la presentación de una conducta ejemplar, debe verse como una elección personal, quizá difícil de compartir, pero que puede aceptarse si el lector pone de su parte lo necesario para extraer del discurso aquello que sea indiscutiblemente provechoso. Hay que reconocer, además, que hubiera sido muy difícil para el autor comportarse de otro modo, pues su biografiado no hace otra cosa al hablar y escribir sobre sus maestros. El biógrafo ha sido riguroso, incluso al nivel de la excelencia, en la búsqueda y elaboración de los materiales. Su exposición de ellos es, dentro del esquema descrito, inteligente y a la vez provocativa. Pero cabe exigir al lector que lea de manera crítica.

Esta exigencia se refiere en primer lugar al sesgo idealista del estudio. Un buen argumento para ello se encuentra en la página 137, donde se recoge lo que más de uno considerará un rito de iniciación, la autopsia del cadáver del cirujano San Martín, profesor de la antigua Universidad de Madrid, sita en el caserón de San Carlos, ante sus atribulados discípulos. Pérez Gutiérrez no deja de percibir, en este caso, la fuerte voluntad de idealización que se hace patente en la descripción retrospectiva que del hecho realiza Marañón; pero –señala– «lo significativo es que se tratara de [algo] idealizable». Esta frase vale también para una biografía de Marañón: su figura es también idealizable. Si se pierde la cautela, entonces el efecto logrado por una aproximación como esta puede ser el contrario al previsto. Pero si no se toma como verdades absolutas, como luces sin sombras, si se interpreta en el sentido del «debería ser como», en el sentido del anhelo, entonces puede aspirar a cumplir la función que su autor le atribuye.

Creo que es desde esta perspectiva desde donde conviene aproximarse al Marañón agradecido a sus venerables –y venerados– maestros, sobre los cuales aporta él mismo algunas noticias de auténtico interés, como también a ese otro Marañón sobre cuya biografía juvenil extracientífica se nos informa también en diversos lugares de la obra; por ejemplo, allá donde descubrimos al Marañón poeta, parcela esta de su actividad íntima que, a la vista de los textos citados, no bastaría para dar sentido a su vida, pero que puede al menos ser exhibida sin sonrojo por un idealizador de su figura, pues está claro que versificaba con corrección y que no era torpe al exponer de este modo pensamientos y sentimientos.

Precisamente, el de los sentimientos es uno de los asuntos más interesantes, al menos para mí, de esta biografía. El autor ha tenido el gran acierto de dedicar algún apartado a la relación de Marañón con las mujeres o, más exactamente, a la relación con su esposa y a sus reflexiones sobre la mujer y la vida afectiva. Estas páginas son de lo más interesante, pues confirman la impresión, producida por la lectura del resto de la obra, de que, desde muy temprano, Marañón construyó conscientemente su propio proyecto biográfico destinando a cada cual –maestros, amigos, colegas y compañera– el lugar que le correspondía: «La mujer, como preocupación sexual –escribe Marañón y transcribe su biógrafo– no aparece en la vida de Pasteur. Ningún amor en su juventud. El propio idilio con su esposa se desarrolló con la rapidez y la precisión de un experimento de laboratorio». Como «calco autobiográfico, quizás no del todo inconsciente», califica Pérez Gutiérrez este fragmento. Bien es verdad que testimonios íntimos procedentes de etapas más tardías, como el poema manuscrito citado en la página 480, representan el contrapunto emocional a la cerebralidad manifiesta en la referencia a Pasteur.

Otros fragmentos de la biografía pueden leerse con menor precaución, como por ejemplo aquellos en que se pone de relieve la lucidez, compartida por biógrafo y biografiado, en la interpretación de hechos tan significativos como la elección profesional: «Marañón ha referido en varios pasajes de sus obras cuáles fueron las sugestiones que le inclinaron a estudiar medicina. En primer lugar cita el prestigio mítico que oyó a Galdós y otras personas eminentes de sus amistades familiares atribuir a los "médicos de familia" de alta reputación social, con su lujosa berlina, tirada por vistoso tronco de caballos; hombres bondadosos con sus pacientes hospitalarios, en ocasiones famosos profesores de universidad, acostumbrados a disertar sobre patología clínica "con los guantes puestos", como lo hacía Dieulafoy en París y don Amalio Gimeno en Madrid».

Este texto nos revela, en mi opinión, la clave del estudio en su conjunto. El «prestigio mítico» que llevó a Marañón a construir su propia biografía, y a ser fiel a esa construcción, es el mismo que Francisco Pérez concede a la figura de «don Gregorio», el médico que llegó a ser bastante más para la sociedad de su tiempo –y también para la medicina española– que aquel «don Amalio Gimeno» al que, en sus años infantiles, deseaba emular. Tal modo de proceder ofrece al lector, en positivo, la imagen ejemplar de una vida dedicada a la ciencia y a la mejora de la condición intelectual, social y política de los españoles; y en negativo, algunos aspectos del humano vivir del personaje que quedaron sojuzgados en nombre de tan altos ideales. El Marañón de Pérez Gutiérrez tiene algo de mito, de figura que puede tomarse como modelo para aspirar a lo mejor, pero eso sí, encarnándola en la materia terrenal de la que cada uno está hecho.

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