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Female gaze (y V)

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Durante varias semanas han venido discutiéndose en este espacio las implicaciones que el movimiento #MeToo puede tener para las relaciones entre hombres y mujeres, incluidas las normas y expectativas sociales llamadas a regularlas en el futuro. Por eso es razonable terminar esta reflexión preguntándonos hacia dónde vamos. ¿De qué manera pueden reorganizarse esas relaciones de un modo que sea satisfactorio para ambos sexos?

Desde el primer momento se dejó aquí claro que no había nada que discutir en lo concerniente al abuso, el acoso y cualquier otra forma de chantaje o violencia sexual. Nadie puede defender conductas de esa índole ni oponerse a que se establezcan mecanismos y protocolos eficaces para evitar su ocurrencia o facilitar su denuncia. Lo mismo puede decirse de tantas otras reivindicaciones feministas, por más que algunas de ellas adolezcan de una formulación inexacta (la llamada «brecha salarial», por ejemplo, no es lo que parece). De ahí que haya preferido centrarme en la más interesante cuestión del consentimiento, incluidas sus zonas grises, que de manera natural desemboca en el problema del deseo: sus raíces, sus manifestaciones y eso que podríamos llamar su mercado (o espacio social de encuentro de la oferta y demanda por parte de ambos sexos).

Ahora bien, indagar en los fundamentos biológicos de la conducta sexual en modo alguno implica justificar las conductas inapropiadas del varón, por no hablar de su ocasional peligrosidad, sino que constituye un intento de explicar su mayor agresividad o intentar hacerlo. La confusión entre facticidad y moralidad es una constante en este terreno: la mujer que invoca su derecho a no ser cosificada cuando se pasea en bikini por la playa o la que reclama no ser objeto de violencia sexual cuando se da un paseo nocturno por un suburbio portuario choca de frente con los límites del argumento prescriptivo. Eso no significa que la moralización de las conductas sexuales sea inútil, pero sí sugiere que la completa erradicación de la violencia sexual quizá no sea posible. En cuanto a la llamada cosificación, ya vimos en la entrega anterior que parece constituir un ingrediente necesario de los mecanismos biológicos del deseo. De donde, sin embargo, tampoco cabe deducir que la cultura esté aquejada de impotencia represiva: igual que el papel de la animalidad humana no puede ser ignorado, la biología no puede servir de excusa.

En un coloquio  organizado por la Universidad de Harvard, los eminentes psicólogos Steven Pinker y Elizabeth Spelke debatieron acerca de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres, y su influencia sobre el mundo de la ciencia. Y aunque no es ese el tema que aquí nos ocupa, la conversación ofrece alguna pista interesante sobre la incógnita biológica. Es decir, acerca de la medida en que las actitudes sexuales están condicionadas por rasgos innatos propios de cada sexo o, por el contrario, son «construcciones de género» dependientes de la socialización y la cultura. Pinker empieza por señalar que la posición naturalista fuerte, que hace depender por completo la conducta de los factores biológicos, no tiene ya apenas defensores. ¡Pero los tuvo! Frente a ella, existe una postura construccionista fuerte, de acuerdo con la cual hombres y mujeres son biológicamente indistinguibles, explicándose entonces sus diferencias por causas culturales. Y hay, claro, posiciones intermedias que apuntan –razonablemente– a una combinación de diferencias biológicas innatas que interactúan con la socialización y la cultura. Pinker himself es partidario de reconocer la existencia de aquellas diferencias innatas que sean experimentalmente observables y estadísticamente relevantes. «La verdad no es sexista», dice; es la verdad. Y por eso

rersulta crucial diferenciar entre la proposición moral de acuerdo con la cual nadie debería ser discriminado por razón de sexo –que, a mi juicio, es el núcleo del feminismo– y la afirmación empírica que dice que hombres y mujeres son biológicamente indistinguibles.

Salta a la vista que la razonable proposición conforme a la cual se atribuye un papel a los rasgos innatos en la conformación del individuo –distinguiéndose entre los rasgos innatos de hombres y mujeres, en lugar de hacer depender el conjunto de nuestras disposiciones y apetitos del proceso de socialización– sólo nos deja a medio camino. Ya que, al optar por una explicación dialéctica, para la que los rasgos innatos interactúan con la cultura y el ambiente, queda por dilucidar la medida en que conductas concretas puedan ser explicadas como efecto, bien de una propensión biológica, bien de un sesgo cultural, así como de qué manera aquella ha producido este o viceversa. Porque también puede suceder, y así lo señala Pinker, que el sesgo cultural heredado sea un reflejo de las diferencias biológicas (pensemos en el trabajo físico más exigente, por ejemplo) en lugar de un mero capricho histórico. Y eso no es una tarea fácil.

Con todo, Spelke tiene aquí la última palabra. A su juicio, el mayor número de hombres en la carrera científica se debe a factores sociales, pues no habría diferencias en las aptitudes intrínsecas entre sexos en este terreno. Eso no significa, advierte, que los géneros sean indistinguibles: sólo que en este caso, a su juicio, los factores sociales pesan más que los innatos. No obstante, se pregunta si Pinker no tendrá en parte razón, esto es: ¿no será que las diferencias motivacionales de origen biológico empujan a los hombres hacia la ciencia y las matemáticas en mayor medida que a las mujeres? Su respuesta es aplicable también al campo de las relaciones sexuales: ahora mismo, sencillamente, no podemos saberlo:

Puede ser cierto, pero mientras la discriminación y las percepciones sesgadas nos afecten de manera tan generalizada, nunca lo sabremos. La única forma de averiguarlo es haciendo un experimento.

Este experimento es engañosamente simple: deberíamos dejar, sugiere Spelke, que la hipótesis de que hombres y mujeres tienen las mismas capacidades cognitivas permee el cuerpo social e influya en sus arreglos institucionales, incluyendo la organización del sistema educativo. Si, andando el tiempo, sigue habiendo más hombres que mujeres en el mundo de la ciencia, quien tenía razón era Pinker: los rasgos innatos se habrán revelado como determinantes y la cultura como irrelevante. Pero sólo así podremos salir de dudas y zanjar el debate.

Este mismo esquema podría aplicarse a las relaciones sexuales entre hombres y mujeres. Por ejemplo: la criticada sexualización de la mujer en la publicidad, la moda y el cine, que, entre otras cosas, conduce a la discriminación salarial de los modelos frente a las modelos, ¿es un sesgo creado por el llamado patriarcado, o un efecto de diferencias innatas que son explotadas por la industria? Para averiguarlo, tendríamos que seguir avanzando en la igualdad decisora de hombres y mujeres. Si el deseo sexual femenino, liberado de los corsés patriarcales, se revela idéntico al del hombre, ¿no habría que esperar el condigno aumento de la sexualización masculina, e incluso el crecimiento de la prostitución para mujeres o del cine X femenino? Estos fenómenos existen, pero su dimensión es marginal. Por contraste, en las llamadas revistas femeninas, las portadas las ocupan las propias mujeres. ¿Desaparecerá Marie Claire? ¿O el feminismo de mañana hará las paces con la coquetería?

Hay, claro, un futuro alternativo menos basado en la liberación conjunta que en la represión de todos. Aquel donde se neutralizan tanto la male como la female gaze, donde se opta por la censura artística de aquellas obras que puedan reproducir «estereotipos de género» que se consideran desigualitarios, o donde se prohíbe por completo el ejercicio de la prostitución o la producción de cine pornográfico. En Suecia, por ejemplo, se debate incluso la persecución penal del ciudadano sueco que recurra a los servicios de una prostituta en un país extranjero. Hay que suponer que es en este tipo de sociedad, utópica para algunos y distópica para otros, donde sería aconsejable emplear una App como la que unos emprendedores digitales se han apresurado a diseñar al hilo del debate sobre el acoso: una donde dos personas dejan por escrito que consienten en mantener relaciones sexuales y acuerdan ex ante el catálogo de prácticas eróticas que están dispuestas a aceptar.

Estaría apostándose entonces aquí por la capacidad de la cultura para domesticar el instinto sexual masculino, igualando a hombres y mujeres en un marco legal y social donde las prácticas eróticas resultarían fuertemente reguladas. Si esto es o no realizable, ya lo veremos. Para Camille Paglia, a quien citábamos la semana pasada, la gradual igualación de los sexos ya habría causado un creciente desinterés recíproco: la mezcla de hombres y mujeres sería causante de una indistinción de efectos desactivadores. Pero quizá se trate menos de una desactivación de la libido misma –vista la vitalidad del mercado de citas, tecnológicamente facilitadas vía Tinder y aplicaciones similares– que de una deserotización que estaría afectando especialmente a los norteamericanos:

Estamos en un período de inercia y aburrimiento sexual, de queja e insatisfacción, que es una de las razones por las cuales los jóvenes consumen pornografía. El porno se ha convertido en un refugio necesario de la imaginación sexual ante la banalidad de nuestras vidas cotidianas, donde los sexos aparecen mezclados en el lugar de trabajo. […] Los sexos recelan el uno del otro. No hay presión para que los hombres se casen, porque pueden conseguir sexo fácilmente por otros caminos.

Paglia parece contradecirse cuando contrasta el presunto aburrimiento mutuo con la sexualidad mecánica –como la del Casanova de Fellini– de la llamada hookup culture. Sin embargo, el amor romántico sigue siendo el ideal a que aspiran la mayoría de los individuos occidentales; un ideal tan resistente que ha sobrevivido a una elevada, aunque quizá declinante, tasa de divorcios. Cuestión distinta es que la revolución sexual de los años sesenta se tambalee ante la presión ejercida por las exigencias de la vida cotidiana en las sociedades tardomodernas: ese «sexo cero» del que hablaba hace poco Mariano Gistaín. Por lo demás, hay un país que ejerce desde hace tiempo como laboratorio para la desactivación sexual colectiva: Japón, donde, según las últimas estadísticas, hasta el 47% de los hombres no casados entre veinte y veinticuatro años de edad afirmaban no haber tenido nunca sexo con una mujer (en 2002 ese porcentaje era del 34%: la tendencia es alcista en un país que pierde población a una velocidad de vértigo). Pero incluso en Estados Unidos se observa un cambio en la conducta sexual de los jóvenes: si, en 1991, el 54% de los adolescentes (catorce a dieciocho años) decían contar ya con experiencia sexual, en 2015 sólo lo afirmaba el 41%. Nada de esto significa que nos encontremos a las puertas de una involución conservadora, pero la corriente de fondo parece indicar un descenso del hedonismo juvenil y sugiere, por tanto, que la agudización de la liberación sexual de los años sesenta no es el destino definitivo de las sociedades occidentales. Y ello a pesar de que la oferta de contenidos sexuales o eróticos de todo tipo, desde las imágenes a los juguetes y la lencería low-cost, no ha dejado de aumentar.

En su empeño por «historicizar» al sujeto, esto es, por encontrar en su pasado las razones de su conducta presente y evitar, así, que clasifiquemos como «natural» ninguno de sus rasgos, señalaba Nietzsche que «las necesidades que ha satisfecho la religión y ahora debe satisfacer la filosofía no son inmutables; incluso es posible atenuarlas y erradicarlas». Habría, pues, marcha atrás. Pero, ¿estamos seguros de que las necesidades hormonales, ligadas biológicamente al impulso reproductivo y al nacimiento involuntario del deseo en contacto –visual o real– con el otro sexo, puedan ser equiparadas a esas necesidades que el filósofo alemán describe como «erradicables»? Tenemos razones para dudarlo: aunque las formas del deseo hayan cambiado históricamente, el deseo mismo se ha mantenido más o menos constante. Puede atenuarse y reprimirse, pero no desaparecer. ¿O sí puede? En cualquier caso, no parece que haya razón alguna para tener que elegir entre Japón y una velada infinita en el club de swingers: existen posibilidades intermedias. Me referiré, para terminar esta serie, a dos de ellas: una deseable; otra, no tanto.

La primera consiste en la completa realización de alguna de las posibilidades latentes en el debate contemporáneo. Es decir, en una hipersensibilización de las relaciones entre hombres y mujeres que desemboque en una suerte de enemistad recelosa impulsada por la sospecha recíproca. En este marco, entre Japón y Suecia, la extrema corrección conduciría al anestesiamiento de algunas de las cualidades vitales que han acompañado desde antiguo a las manifestaciones humanas. La búsqueda de la autonomía personal a toda costa nos privaría, entonces, de experimentar las emociones vinculadas a la vida amorosa y sexual. Estaríamos ante una pacificación sólo aparente, lograda por medio de una represión altamente civilizada: angustiados por el desorden amoroso generado por el fin del régimen matrimonial clásico, buscaríamos recrearlo bajo otras formas o emancipar por completo al individuo en la esperanza de que jamás dependa de nadie. Simultáneamente, las representaciones culturales de la sexualidad se verían tajantemente reducidas con objeto de evitar la cosificación ejercida por la mirada masculina.

Se trata, claro, de una caricatura. Pero es una caricatura que sirve para identificar los elementos menos alentadores de algunas tendencias de opinión que gozan de fuerza en nuestra época. Una de ellas es el autoengaño acerca del carácter de las relaciones eróticas, a las que se intenta privar de toda peligrosidad. Esto, bien mirado, es imposible: a no ser que, por el camino, acabemos con el propio erotismo. En su prólogo a la gran novela epistolar de Choderlos de Laclos, Las amistades peligrosas, dice Gabriel Ferrater que la obra somete el erotismo a un juicio moral que suspende con claridad. Y es que el erotismo es siempre disruptivo, destructor de algo: «el erotismo daña, daña siempre». Quizá por eso escribe Laclos –o, mejor dicho, uno de los personajes de Laclos– que peca de imprudencia quien no ve en su actual amante a un futuro enemigo. Tampoco es casualidad que el escritor francés Pascal Quignard cite a Laclos en su deslumbrante ensayo sobre la sexualidad romana, donde señala que el hombre –«acosado por su deseo como por un lobo»– no tiene más remedio que elegir entre Venus y Marte: el amor o la guerra. Y añade:

Hemos nacido animales: es la «brutalidad» de la que la humanidad no consigue liberarse, a pesar de los deseos que albergan sus representantes y de las leyes que las ciudades promulgan para confiscar su violencia [la cursiva es mía].

Pero Ferrater añade que el libro incorpora una valiosa lección moral: entre todos su lectores, sólo los jóvenes pueden llegar a creer el mito de que es posible «manejar a las personas, seducirlas». En el libro nadie maneja a nadie, «a no ser que entendamos que herir o matar es manejar». Todos participan; lo que significa que todos salen, salimos, dañados. Ni siquiera es necesario que haya relaciones eróticas de por medio: basta enamorarse sin ser correspondido. Viene a cuento lo que escribe Vladimir Nabokov en Ada o el ardor en referencia a Lucette, hermana de Ada, que ama a Van pero no es amada por Van, y termina quitándose la vida:

En mundos más profundamente morales que esta bola de cieno, acaso existirían restricciones, principios, consolaciones trascendentales, e incluso un cierto orgullo en hacer feliz a alguien a quien uno no ama de verdad; pero, en este planeta, las Lucettes están condenadas.

Dicho de otra forma: si renunciamos a una concepción del erotismo ligada a la libertad individual, quizá ganemos en seguridad, pero perderemos otros bienes también valiosos. Y quizá no sea necesario. Ya se ha señalado que es preciso evitar que nazca una nueva enemistad entre los sexos. No debería ser tan difícil; quizás estamos en una fase especialmente belicosa que dejará paso tarde o temprano a una nueva síntesis. Pero para que un nuevo régimen sexual se haga posible, el punto de partida tiene que ser la cooperación entre hombres y mujeres: una disposición al entendimiento que asuma que estamos ante un problema de especie y no ante un problema de los hombres o un problema de las mujeres; aunque sea un problema que se manifieste de formas distintas para hombres y para mujeres. Y ello sin olvidar que no todos los hombres ni todas las mujeres son iguales entre sí. Estamos, pues, condenados a entendernos: la alternativa es una desaconsejable incomunicación que dificultaría la realización de algunos fines que necesitan del concurso de los dos sexos.

Sea como fuere, una solución duradera y satisfactoria al problema de los sexos sólo puede provenir de una combinación virtuosa de autoconciencia e ironía. Es decir: de una profundización en los principios ilustrados que incorpore plenamente a las mujeres al contrato sexual. Pero seamos más precisos: la autoconciencia equivale aquí a un ejercicio de reflexividad que nos permite ponernos en el lugar del otro y hacernos cargo de la compleja red de significados y afectos que se entretejen en las relaciones entre hombres y mujeres. Con todo, no se trata de dejarnos aplastar por el peso de esa carga, sino de conocerla a fin de aligerarnos: de saber en qué lugar de la historia común nos encontramos y descartemos –ambos– aquello que ya no es aceptable, para así desenvolvernos libremente en el campo abierto de lo que sigue siéndolo. Y la ironía será lo que nos permita introducir en estas relaciones un elemento lúdico, la posibilidad de ocupar o desocupar los roles sexuales o eróticos que también libremente asumamos, sin miedo a ninguna sanción moral o a someternos con ello «indebidamente» a los deseos del otro. Por el contrario, se trata de una emancipación mutua, un como si que toma elementos del imaginario sexual sin identificarse necesariamente con ellos. Es más bien un juego, una suspensión de las identidades ordinarias que se produce durante el coqueteo, la relación ocasional o la unión más o menos duradera. Excluyendo toda coerción, pero también todo moralismo; o, al menos, no imponiendo a los demás las reglas de nuestro juego. Tal como cantaba Jarvis Cocker en This is hardcore, una canción sobre las ambigüedades del porno privado y casero: «Quiero hacer una película, actuemos juntos en ella / No te muevas hasta que no grite acción / […] Éste es el ojo del huracán  / Es por lo que pagan hombres de gabardinas manchadas / Pero aquí es algo puro». Aquí: en el espacio creado por el libre consentimiento entre dos adultos.

Naturalmente, el acuerdo no será siempre fácil o posible. Pero debemos crear el marco legal y social adecuado para intentar alcanzarlo, aceptando de paso las ambivalencias que acompañan a las relaciones humanas. Porque nunca somos del todo libres y rara vez somos del todo iguales, pero ante esa realidad lo único que podemos hacer es esforzarnos en serlo.

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