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Excelencia versus Relevancia en I+D: una falsa antítesis

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He recibido una publicación que, bajo la etiqueta de «Informes y Estudios 2012-2013», recoge tres aportaciones de la Real Academia de Ingeniería, cuyos elocuentes títulos deberían atraer la atención de un público interesado. Se trata de La educación y la formación de Ingenieros, de Enrique Castillo Ron; Investigación, desarrollo tecnológico e ingeniería, de Miguel Ángel Lagunas; y Hacia un nuevo tejido industrial, de José Manuel Sanjurjo. Dentro de los modestos límites de este blog, quiero sumarme de una forma restringida al debate que el conjunto merece, fijándome en un único encabezamiento del segundo informe, escrito por mi colega y amigo, el profesor Lagunas. Me refiero al que se titula «Excelencia versus Relevancia».

Constata Lagunas que, con respecto a la evaluación de la Investigación y el Desarrollo Tecnológico (I+D), «nuestro vocabulario ha transitado de la “calidad” a la “excelencia”, aparentemente sin darnos cuenta de ello», y considera inadecuado que habitualmente la «excelencia en I+D se asocia a la cantidad de publicaciones en revistas científicas y citas, así como a un sinfín de índices bibliométricos». Según él, dichos índices no son lo más apropiado «si se pretende determinar la calidad del desarrollo tecnológico ni de su actividad fundamental, la ingeniería», aunque admite que dichos índices aportan «una métrica valiosa para determinar el grado de excelencia de la actividad científica».

Nos remite luego a dos preguntas formuladas en su día por Enric Trillas («¿Todo lo que es excelente (en) I+D es relevante? Y si lo fuera, ¿para quién, para qué y por qué?») para enfrentarnos a la disyuntiva de elegir entre la excelencia o la relevancia como criterio rector de la actividad y la gestión de I+D, entendiendo la relevancia en este caso como la «contribución a los objetivos del sistema de I+D en su conjunto, tanto la generación del conocimiento científico como la generación de valor añadido en productos y servicios, de forma que la inversión pueda recuperarse siempre en términos industriales o de bienestar social reduciendo nuestra dependencia exterior».

Ante las opiniones que acabo de citar y resumir, voy a expresar mis discrepancias y matizaciones de forma un tanto telegráfica. En primer lugar, conviene aclarar que debe hablarse de al menos tres tipos de actividad: I, I+D y D. Y digo «al menos» porque existen otras muchas modalidades híbridas. En los tiempos de los famosos Informes Dainton y Rothschild, realizados a instancias del Gobierno británico, llegaron a distinguirse, si no me falla la memoria, hasta trece modalidades de investigación. En el Informe Dainton, por ejemplo, se distinguía entre investigación básica, estratégica y táctica.

Aunque queda discutir sobre ello, a efectos de este escrito consideraré que el D a secas consiste en la mera aplicación de la tecnología punta a la resolución de problemas prácticos y, en mi opinión, no debe ser considerado dentro del ámbito de la investigación pública, ya que serán las entidades privadas las que se aseguren de su rentabilidad y de que responda a sus intereses. En algunos casos, cuando se trata de pequeñas y medianas empresas, el D puede desarrollarse de forma cooperativa o conjunta en centros que no pueden calificarse propiamente de investigación, aunque en ocasiones reciban apoyo público y realicen algunas investigaciones de baja intensidad.

Mi respuesta a la primera pregunta de Enric Trillas es, pues, un rotundo no. La relevancia –o falta de ella– de una investigación debe evaluarse en términos de su naturaleza, propósitos y objetivos. Si es básica, por su contribución al avance del conocimiento; si es estratégica, por el avance del conocimiento y el aumento de la capacidad de resolver problemas prácticos en un futuro (bienes, servicios…), a juicio del evaluador; y si es táctica, por la rentabilidad social o económica que una innovación concreta pueda tener. Sin innovación no hay investigación propiamente dicha. Insisto en negar que lo excelente pueda ser irrelevante, aunque admito que pueda no serlo «a efectos prácticos inmediatos» cuando se trata de la ciencia básica o de la estratégica, pero lo alejado de la excelencia difícilmente puede ser relevante.

Los índices bibliométricos son, ciertamente, herramientas imprescindibles para evaluar una trayectoria de publicaciones, pero no adecuados para todos los usos que están dándoseles, y deben ser manejados siempre por expertos, ya que no sirven por sí solos ni siquiera para comparar entre ámbitos de una misma disciplina, salvo cuando las diferencias numéricas son muy abultadas. Tampoco sirven para evaluar ciertos desarrollos tecnológicos que deben ser juzgados por los resultados tangibles que se proponen y por una estimación de las probabilidades de que lleguen a buen puerto, especialmente cuando se realizan en colaboración con la industria bajo acuerdos de confidencialidad. De nuevo, estas evaluaciones deben ser verificadas por expertos de la especialidad y son más difíciles de llevar a cabo que las de la investigación básica o de la estratégica. Tan absurdo es aplicar los índices bibliométricos a la evaluación de ciertos proyectos de desarrollo como la insistencia imperante de exigir que los investigadores detallen las aplicaciones y los beneficios económicos de los proyectos básicos y estratégicos. ¡Cuántos logros importantes de la investigación biológica básica se vocean en los medios de información con el falso añadido de que servirán para curar el cáncer! Hay que reivindicar con firmeza la importancia en sí de cada avance relevante del conocimiento, sin coletilla utilitarista. Los científicos tienden a desdeñar las investigaciones que no dan lugar a publicaciones y los tecnólogos, las que no tienen un fin utilitario definido; unos y otros están equivocados en mi opinión. En el caso de la investigación tecnológica que no da lugar a publicaciones, hay que señalar que esta circunstancia es aprovechada por no pocos profesionales universitarios para encubrir que sólo hacen D o que simplemente no hacen… nada.

Acabo de leer el magnífico ensayo titulado El universo cuántico, escrito para Revista de Libros por el científico ruso Viatcheslav Mukhanov, cuyo premio Nobel debe de estar al caer. El ensayo es emocionante y de lectura no fácil para el lego. En él narra cómo sus teorías cosmológicas han tardado tres décadas en ser corroboradas y apreciadas, y cómo en su día tuvieron que luchar con la dificultad para ser publicadas y con el para qué sirven. Mi venerada Barbara McClintock, contra toda clase de índice bibliométrico, recibió el premio Nobel de Medicina a los ochenta y tres años, después de pasar una vida sin ser propiamente apreciada. Un ejemplo, dentro de la misma Real Academia de Ingeniería, es el de mi admirado Avelino Corma, especializado en catálisis, dentro del ámbito de la Ingeniería Química, por cuya labor acaba de concedérsele el premio Príncipe de Asturias. Corma es uno de los químicos más citados del mundo (rompe los índices bibliométricos), al mismo tiempo que ha realizado una ingente investigación tecnológica para la industria y ha generado numerosas patentes e ingresos por proyectos y por regalías.

Lo aparentemente inútil, especialmente para el que no entiende, acaba siendo con frecuencia extraordinariamente útil, mientras que lo pretendidamente útil puede al final resultar perfectamente inservible. Toda investigación, del tipo que sea, debe aspirar a ser de calidad, excelente, relevante e innovadora. No es correcto, en mi opinión, plantear antítesis con combinaciones binarias entre estos términos, ya que éstas serían… irrelevantes.

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