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El fundamento antidarwinista en los Estados Unidos

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El 11 de agosto de 1999, el Consejo de Educación de Kansas decidió, por seis votos a cuatro, excluir la teoría evolucionista de los programas oficiales de enseñanza media. Apréciese la sutileza del dictamen: la materia puede ser objeto de estudio pero no de examen.

Este es, hasta la fecha, el último episodio de una ya larga historia, iniciada en 1925 con la aprobación de una disposición legal que prohibía enseñar en Tennessee «que el hombre desciende de un orden de animales inferiores». Fue entonces cuando un profesor de bachillerato, John Scopes, se prestó, de acuerdo con la American Civil Liberties Union, a ser juzgado por transgredir esa ley. El objeto de esta maniobra era conseguir una condena que pudiera ser recurrida ante un tribunal federal, con miras a obtener la posterior impugnación de aquélla por anticonstitucional. El juicio de Scopes se convirtió en un extraordinario acontecimiento, hasta el punto de ser el primer proceso transmitido en directo por radio, siendo posteriormente llevado al teatro y al cine (Inherit the Wind). Sin embargo, no consiguió su propósito porque la sentencia fue sobreseída por defecto de forma y el caso fue, por tanto, declarado inapelable. Por el contrario, el revuelo provocado dio pie a que se debatieran proyectos de ley semejantes al de Tennessee en otros veinte estados, aunque sólo llegaron a entrar en vigor los de Arkansas y Mississippi. Estas resoluciones permanecieron vigentes hasta 1968, año en que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos las declaró inconstitucionales por violar el principio de separación de la iglesia y el estado.

Tras este revolcón, la estrategia seguida por los antievolucionistas en los años setenta fue la de disfrazar la opinión religiosa de científica, proponiendo la llamada ciencia de la creación, a la que se atribuía la condición de confirmadora técnica de la literalidad del Génesis. Esta argucia permitió que los estados de Arkansas y Louisiana promulgaran leyes que exigían la igualdad del tiempo didáctico dedicado a las exposiciones del creacionismo y el evolucionismo. Otra vez, en 1987, el Tribunal Supremo decretó la anticonstitucionalidad de estas disposiciones, por estimar que la pretendida ciencia de la creación no era otra cosa que una opinión religiosa convenientemente aderezada.

Los tropezones sufridos aconsejaron el abandono del procedimiento judicial, sustituyéndolo por el ejercicio del poder conferido a los Consejos de Educación, que son los organismos que fijan los criterios a seguir en la enseñanza pública. La nueva estratagema consistió en presentar la evolución como una teoría más que como un hecho comprobado, rebajando el concepto de teoría desde la categoría de hipótesis repetidamente verificada a la calidad de mera conjetura basada en indicios circunstanciales. Este ardid ha permitido la exclusión del evolucionismo de los programas didácticos de los estados de Alabama, Louisiana, Nebraska y Nuevo México, grupo al que últimamente se ha incorporado Kansas.

La postura creacionista se reduce a una interpretación literal de la Biblia, que mantiene que las especies fueron creadas hace unos pocos millares de años, en número y aspecto idénticos a los actuales, adjudicando al hombre una posición única en el centro de la Creación. Esta concepción de un Universo invariable se opone frontalmente a la idea evolutiva que sostiene que la vida no se ha manifestado siempre bajo las mismas formas, que las especies actuales descienden de otras preexistentes, y que todas ellas tienen un origen común lejano que es, en último término, inorgánico. Pero el evolucionismo no sólo reemplaza un concepto estático del Universo por otro dinámico, sino que pretende explicárnoslo invocando exclusivamente causas naturales y, por extensión, tiende a socavar la confianza en que el hombre ha sido especialmente creado para la eternidad. Por esta razón, los creacionistas no perciben al darwinismo como una hipótesis científica sino como un ataque a las creencias religiosas. En su opinión, predicar que el hombre es un producto más de la evolución conduce a negar el libre albedrío, a desvirtuar los principios éticos, a abandonar el significado trascendente de la vida y a renunciar al consuelo que el creyente encuentra en la religión. Tom Willis, director de la Creation Science Association for Mid-America, no se recata en decir que «el nazismo y el comunismo son fácilmente defendibles a la luz de la teoría evolutiva», a la que considera como «uno de los sistemas apologéticos de la perversión mejor elaborados» ( New Scientist, 22-IV2000).

El creacionismo sólo puede prosperar en una sociedad, como la norteamericana, que en su gran mayoría profesa alguna de las múltiples versiones del protestantismo atadas a la letra de la Biblia. De hecho, recientes encuestas indican que el 44% de los estadounidenses creen a pies juntillas en el relato literal del Génesis y aunque un 40% adicional admite una cierta evolución, la considera guiada por la intervención divina ( The Guardian Weekly, 2-IX1999). En estas circunstancias, no es sorprendente que facciones políticas extremistas traten de manipular la opinión pública sirviéndose de asociaciones creacionistas convenientemente subvencionadas. La operación recoge sus frutos en los núcleos rurales de bajo nivel económico y cultural, característicos de lo que se ha dado en llamar el America's Bible Belt. Para dar una idea de la importancia de esos grupos, me limitaré a citar un par de frases pronunciadas en campaña electoral por los actuales candidatos a la presidencia de los EEUU ( The Guardian Weekly, 2-IX-1999). George Bush juega a una engañosa imparcialidad cuando afirma que «las distintas teorías acerca del origen del Planeta [creacionista y evolucionista] deben explicarse en la escuela», y Al Gore da una de cal y otra de arena, por cuanto «apoya la enseñanza de la evolución en la escuela pública», pero se inclina por que «la enseñanza del creacionismo debe ser potestativa de cada localidad». El discurso electoralista está en perfecta sintonía con el resultado de las encuestas: sólo un 37% es partidario de que se exponga únicamente el evolucionismo, mientras que el 46% considera que también debe exponerse el creacionismo y un 16% pretende que los programas se limiten exclusivamente a esta última opción ( New Scientist, 22-IV-2000). Aunque el creacionismo es un fenómeno típicamente norteamericano, se advierte una cierta penetración de sus ideas en Australia, Canadá, Holanda y Nueva Zelanda, y no deben perderse de vista movimientos semejantes que están produciéndose en los países islámicos. La intransigencia religiosa y la demagogia política fueron los ingredientes principales del debate evolucionista decimonónico y continúan siéndolo del actual. En el primer caso, sin embargo, la defensa de la condición excepcional del ser humano se desligó rápidamente del ataque a nociones científicas suficientemente probadas, tales como la edad de la Tierra o la sucesión temporal de las especies. Lo verdaderamente sorprendente es que en la primera potencia mundial, 140 años después de la publicación de El origen de las especies, siga ignorándose lo que ya en 1884 parecía evidente al cardenal arzobispo de Sevilla: «Si del darwinismo se excluye su aplicación al hombre, aplicación que la ciencia no justifica en manera alguna, y si se hacen algunas reservas acerca de la creación del mundo y del alma racional, puede caber y cabe dentro de los dogmas católicos».

El análisis del conflicto entre biología y religión es el propósito de Ciencia versus religión (Crítica, Barcelona, 2000), la obra más reciente de S. J. Gould, uno de los más lúcidos e influyentes divulgadores del pensamiento evolucionista. En general, el desarrollo histórico del tema se ciñe a la tradición protestante anglosajona, partiendo de las primeras interpretaciones del Génesis en la segunda mitad del siglo XVII. De aquí pasamos a los clásicos del darwinismo decimonónico y sus detractores, para llegar a la situación actual de los estados sureños norteamericanos, asunto en el que el autor estuvo directamente implicado, por haber prestado declaración periciaI ante el Tribunal Supremo en contra de la equiparación lectiva del creacionismo y el evolucionismo en Louisiana.

Acompañan a la exposición cronística un diagnóstico sobre la naturaleza del debate y la prescripción de un posible remedio. Para Gould, ciencia y religión son dos magisterios de entidad equiparable que se basan en principios independientes, aunque se ejerzan de forma interactiva. En otras palabras, una y otra plantean interrogantes de distinta índole sobre asuntos comunes, lo cual impone necesariamente limitaciones a ambas partes. La ciencia se aplica en el dominio de lo empírico, cuyas características trata de describir y, posteriormente, de explicar mediante la formulación de modelos teóricos. La religión también pretende dar una imagen de la realidad mediante el uso de alegorías, pero refiriéndola a los valores morales que se derivan de la existencia de Dios. Puesto que de la religión no se desprenden contenidos científicos ni la ciencia ofrece normas moralizadoras, Gould mantiene que la controversia «sólo existe en la mente de las personas y en las prácticas sociales, no en la lógica o en la utilidad adecuada de estos temas» y, en consecuencia, opina que la solución del problema debe fundamentarse sobre una «separación respetuosa y de principio».

Es precisamente en esta zona de fricción donde se encuentra el meollo del asunto, porque el respeto entre los dos magisterios no puede mantenerse recurriendo a una calculada ignorancia recíproca, dictada por la corrección política, ni tampoco aspirando a una bienintencionada unificación que la independencia de principios hace conceptualmente imposible. Por el contrario, la interacción exige el continuo replanteo de unas relaciones que, en la práctica, han oscilado entre la neutralidad armada y la beligerancia declarada, con el consiguiente descrédito de ambas posturas. En este orden de cosas, deben distinguirse los predicados científicos verificables de las extrapolaciones metacientíficas subjetivas, y tener en cuenta que las actitudes religiosas han de ser compatibles con las primeras, pero no necesariamente con las segundas.

Gould es un velocista que debe su popularidad a la excelencia de los ensayos que publica mensualmente en el Natural History Magazine, recopilados en la conocidísima serie cuya octava y, por ahora, última entrega es la titulada La montaña de almejas de Leonardo ( REVISTA DE libros, 34: 18-20). Sin embargo, el autor pierde buena parte de su potencia divulgadora cuando se emplea en distancias más largas, como ocurre con la mayor parte de sus monografías ( REVISTA DE libros, 17: 30-31), incluida la más reciente de todas ellas que es la reseñada en esta carta. En este último género, el excesivo recurso a circunlocuciones y metáforas, tan brillantemente utilizadas en tramos más cortos, distrae al lector apartándole del argumento principal y puede llegar a aburrir. Con todo Gould, que se confiesa agnóstico, ofrece un marco flexible que permite compatibilizar datos científicos y creencias religiosas, con mínimo rozamiento entre ambos. Evidentemente, la aceptación de estas reglas de juego es una cuestión exclusivamente personal.

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Ficha técnica

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