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Partidos nacionalistas y partidos nacionales en el Estado autonómico

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El propósito de este trabajo es mostrar la correspondencia entre la organización territorial del Estado y su sistema de partidos, asumiendo que la forma política del Estado autonómico ha de imponer determinadas exigencias sobre los partidos políticos y sus relaciones entre sí. Ocurre, en efecto, que en el Estado autonómico hay partidos nacionalistas y partidos nacionales, que conjugan de diferente modo la dimensión general y la territorial, ya nos refiramos a la justificación de su existencia o a su comportamiento político. Los partidos nacionalistas aceptan la participación en las instituciones generales, pero su verdadero interés es la defensa de la personalidad colectiva de su nacionalidad, por lo que la arena política que prefieren es la de su respectivo territorio. Tienden, además, a recelar de los instrumentos de articulación, tan necesarios en cualquier forma política descentralizada y preconizan para su respectiva comunidad autónoma un tipo de relaciones bilaterales, o confederalistas, con las instituciones del Estado.

Los partidos nacionales plantean sobre todo objetivos políticos generales que se ventilan en el espacio del Estado, pero no pueden ignorar consideraciones territoriales, ni en su propia estructura, ni en lo que se refiere a algunas actuaciones que necesariamente han de verificarse en las comunidades autónomas.

La adecuación del sistema de partidos a la forma política descentralizada del Estado autonómico presupone, naturalmente, otra relación de congruencia que es objeto de regulación en la Ley Orgánica de Partidos recientemente aprobada. Como se sabe, lo que pretende esta ley es asegurar la sujeción constitucional que el artículo 6 de nuestra norma fundamental prescribe a los partidos políticos. Se trata de subsanar las deficiencias de la regulación preconstitucional de la Ley de Partidos anterior, imponiendo realmente criterios de democracia en la organización de los partidos, asegurando una presencia mayor de los militantes en la vida de éstos, o reforzando sus oportunidades de participación en la toma de decisiones y el control de los mismos. De otro lado, la ley contempla un importante capítulo, como es el procedimiento de expulsión de los militantes, de manera que se excluya un costo insoportable para éstos en el ejercicio de derechos, como la libertad de expresión, de los que disfrutan sin restricciones todos los demás ciudadanos.

Ahora bien, la adecuación constitucional de los partidos no puede conducir a exigir a los mismos una adhesión a los valores materiales de nuestro sistema democrático (ya que, en efecto, en nuestro sistema caben los partidos contra la Constitución, aunque no los enemigos, en sentido schmittiano, de ella o militantemente agresivos contra ella); pero sí que puede llevar a considerar ilícitas conductas específicas que se prohíben a los partidos en cuanto que asociaciones cuya contribución a la vida democrática resulta capital.

Podemos tomar como punto de partida una afirmación difícilmente discutible, según la cual en todo sistema político, por ejemplo en nuestro Estado autonómico, debe existir una integración entre el nivel normativo constitucional y el político, esto es, el sistema de partidos y la cultura política correspondiente.

Kenneth C. WheareKenneth C. Wheare, Federal Government, 4.ª ed., Oxford University Press, Londres, 1963. se refirió a un problema similar cuando, en su libro sobre el federalismo, distinguía entre el plano normativo o formal de la constitution y el plano efectivo del government. Si el federalismo se daba exclusivamente en el primer plano, podía hablarse de un federalismo nominal sin trascendencia efectiva alguna. Un federalismo exclusivamente en el plano del government sería un federalismo de facto, imperfecto en el doble sentido de incompleto en la medida que no contaría con un arrangement acabado, que obedeciese a un plan, pues sería más bien función de un desarrollo no planificado y por ello producto incontrolado del dinamismo político, y en la medida en que se trataría de un sistema no garantizado o protegido constitucionalmente, desde ese punto de vista a merced del legislador y sin garantías de irreversibilidad. El federalismo perfecto es el federalismo total, que se da en el terreno normativo y en el fáctico, lo que depende de la organización de los partidos y de una cultura política federal, que, por cierto, también debe ser objeto explícito de construcción, ya que el federalismo no sólo son instituciones y normas, sino también una suma de actitudes, esto es, una disposición para la transigencia, el pacto y el reconocimiento del pluralismo.

Si trasladamos la reflexión desde el Estado federal a nuestro Estado autonómico, la cuestión que se plantea es ésta: ¿tenemos, además de un orden normativo autonómico, un verdadero sistema político autonómico, lo que equivale a decir una cultura política autonómica y un sistema de partidos autonómico? Claro que, antes de responder, conviene reparar brevemente en las relaciones de nuestro modelo con el sistema federal, desde el punto de vista de la integración que hacen posible. Ocurre, a mi juicio, que cabe identificar nuestro sistema con el federal, aunque es cierto que nuestro sistema autonómico no permite utilizar la expresión estatal para referirse a sus organizaciones políticas (y la terminología es muy importante en el terreno de la integración), si bien acoge singularidades asimétricas que sólo admite un federalismo corregido. Desde el punto de vista institucional, aunque nuestras comunidades autónomas no tienen el poder constituyente originario de los Estados miembros, en la práctica ambos entes descentralizados quedan casi equiparados, puesto que las constituciones de los Estados miembros son menos que constituciones y los estatutos cuasi constituciones. Lo que ocurre es que en nuestro sistema autonómico los instrumentos de integración son menores, no porque no se produzca a estas alturas una práctica de cooperación sino porque la articulación institucional de esta integración es menor, como lo muestran las deficiencias del Senado o de muchas de las conferencias sectoriales.

Pero donde hay nacionalismo tiende a no haber federalismo, aunque desde este plano las relaciones pueden plantearse en términos algo más complejos. El nacionalismo acabó con el Estado yugoslavo, y el nacionalismo explica la problemática situación del federalismo canadiense. En Suiza el federalismo ha impedido, que no resuelto, la presentación de problemas nacionalistas. Ni el federalismo alemán, ni el austríaco o el norteamericano tienen nada ver con el nacionalismo, ni pueden esgrimirse al abordar el tratamiento institucional de problemas de este tipo.

Retomando nuestra pregunta anterior sobre las relaciones entre el Estado autonómico y el Estado de partidos, la primera manifestación de las mismas es la existencia de partidos nacionalistas, esto es, partidos cuyo ámbito de actuación se circunscribe a la respectiva nacionalidad y cuya justificación ideológica es precisamente la defensa específica de los intereses de la comunidad, considerados desde la perspectiva de las aspiraciones de defensa y desarrollo de la propia identidad. Se conjugan desde la óptica de estos partidos una actitud pragmática de maximización de los intereses de la comunidad con una referencia ideológica de aspiración a su plenitud nacional.

La presencia de partidos nacionalistas en nuestro sistema es obvia, precisamente dada la significación nacionalista del Estado autonómico, como tratamiento institucional de las tensiones nacionalistas, y por el éxito funcional de los mismos, reforzando lo que podríamos llamar una legitimidad de origen con una legitimidad de ejercicio, sacando provecho, como acabamos de ver, de su capacidad para conjugar pragmatismo e idealismo. Esta obviedad de los partidos nacionalistas no equivale –sobra también decirlo, y ahora puede ser especialmente pertinente recordarlo– a imprescindibilidad, de manera que fuese inevitable su presencia en el gobierno, y no sólo en el sistema de partidos políticos, como si se produjese una identidad del partido nacionalista con el autogobierno nacional de la comunidad territorial. Esta identificación no puede presentarse como el lógico rédito político de la lucha histórica de los partidos nacionalistas para obtener instituciones de autogobierno, o el reconocimiento de una indudable capacidad para la gestión política de la autonomía. Antes bien, en muchas ocasiones implica una autoatribución esencialista de la representación por hipóstasis y, en definitiva, una apropiación institucional no del todo correcta desde un punto de vista democrático, ya que en la democracia el horizonte para el gobernante es antes la alternancia y el recambio que la permanencia in aeternum en el poder.

La existencia de partidos nacionalistas no es común en los sistemas descentralizados, lo que queda probado por su ausencia en los federales, y corrobora su carácter problemático en el Estado autonómico, ya se esté hablando de las propias bases del Estado o de su funcionamiento concreto, manifiestamente de las dificultades de la organización de la cooperación. Todo esto es cierto, pero comencemos, no obstante, por reconocer la contribución del nacionalismo a la constitución y a la consolidación del Estado autonómico. Me parece que nadie puede dudar de que si tenemos un Estado autonómico en serio se debe, en muy buena medida, a las actitudes de los partidos nacionalistas. Han sido los gobiernos nacionalistas los que han propiciado la presentación de recursos que han permitido al Tribunal Constitucional construir el edificio doctrinal sólido y serio que tenemos hoy, contribución obviamente reforzada por la que, en el mismo Tribunal, tiene su origen en la reacción del gobierno central frente al ejercicio del autogobierno dentro de sus límites por parte de los gobiernos, en sentido amplio, nacionalistas, ya se trate de la caracterización de la mayor parte de las competencias como poderes compartidos, del establecimiento del concepto de normación básica como garantía de un régimen común y como una técnica de articulación entre los diferentes ordenamientos, ya hablemos del reconocimiento de competencias exteriores, de la competencia de las comunidades en materia de derechos fundamentales o de la determinación de la supletoriedad.

De otro lado, como es sabido, pretensiones o actitudes que al principio sólo eran adoptadas por las comunidades nacionalistas, en virtud de un efecto de emulación, alcanzaban al poco una generalización inevitable. Es cierto que esta actitud ha podido generar una cierta artificialidad en el Estado autonómico, de modo que determinadas configuraciones institucionales y actitudes personalistas, enseguida muy extendidas, debían su origen a un evidente mimetismo, y es cierto también que esa tendencia igualitaria, por ejemplo en el terreno competencial, podía considerarse que reposaba en una discutible idea de las exigencias del principio de igualdad, equiparándola a igualitarismo e identificando la diferencia con el privilegio. La equiparación, en la práctica absoluta, aunque con las exigencias inevitables de los hechos diferenciales y la foralidad, había de imponerse y debe aceptarse en el Estado autonómico como un dato inevitable, y globalmente muy positivo para todos, desde el punto de vista funcional.

Señalemos también que en su conjunto la capacidad de integración política del Estado autonómico ha sido muy satisfactoria, lo que implica el reconocimiento en general de una corrección institucional en el comportamiento de las fuerzas nacionalistas. Ocurre que muchas veces el ruido no nos deja percibir el logro fundamental del Estado autonómico, que verdaderamente es formidable. Lo que ha conseguido el Estado autonómico es ni más ni menos que los conflictos territoriales no se hayan presentado en términos esencialistas, como una colisión entre identidades o lealtades, sino como disputas competenciales, aducidas en términos jurídicos y en ellos solubles por los tribunales, y específicamente ante el Tribunal Constitucional. Ciertamente, para las comunidades autónomas las competencias se reclamaban en ejercicio del autogobierno en cuanto que instrumentos necesarios para la preservación de la propia identidad, pero admitiendo una solución pacificadora que no se consideraba en clave política –como imposición de un poder externo o como victoria ante el enemigo de la autonomía– sino de manera exclusivamente jurídica.

Baste comparar lo que son más de veinte años de funcionamiento normalizado –en donde se acepta la resolución de los conflictos territoriales a través de las decisiones incontestadas del Tribunal Constitucional– con lo ocurrido durante la Segunda República. Recuérdese, en efecto, cómo al poco de la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Cultivos catalana por el Tribunal de Garantías en 1934, la Generalitat vuelve a hacer aprobar una ley equivalente a la anulada inmediatamente antes por dicha instancia jurisdiccional. El sistema del Estado integral había saltado por los aires.

Ahora bien, la existencia de partidos nacionalistas plantea importantes problemas al Estado autonómico. Vamos a prescindir de los que se suscitan en el terreno ideológico, que podríamos analizar en la llamada Declaración de Barcelona. Se trata de un documento importante desde nuestra perspectiva. No hay que olvidar que todo Estado, también el autonómico, es un orden de integración por decirlo así simbólico o espiritual, y no un mero entramado institucional o un conjunto normativo. Desde este punto de vista, la Declaración de Barcelona supone un grave ataque, aunque perfectamente lícito en términos constitucionales, a los supuestos de estabilidad, confianza y legitimidad de nuestra forma política, especialmente en lo que se deduce de las reclamaciones autodeterministas que se recogen en dicho documento.

Pero mi objetivo es abordar más bien otras dificultades de la acomodación de los partidos nacionalistas en el Estado autonómico. Me refiero a dificultades de encaje, si se pueden llamar así, teóricas y funcionales. En primer lugar, chirría un poco la posición de los parlamentarios nacionalistas respecto de la idea de la representación que se tiene en nuestra Constitución. Cada 11 de septiembre de 1981. Som una nació. Diada en libertad. Fotografía de Sigfrid Casals. uno de los diputados y senadores, en cuanto que miembros de las Cortes, representan al pueblo español, esto es, asumen una representación del conjunto de la nación con independencia de la circunscripción en que hayan sido elegidos y del partido concreto a que pertenezcan, y ejercen esa representación sin obediencia a mandato imperativo alguno. Estos rasgos de la representación, esto es, su generalidad y su condición libre, resultan, como es sabido, no de una idea teórica imputada al constituyente sino de decisiones explícitas (artículos 66 y 67) de nuestra norma fundamental. La identificación de los representantes nacionalistas exclusivamente como valedores de un interés sectorial, el de su nacionalidad, cuya protección nominalmente es lo único que les importa, queda así como una quiebra del sistema constitucional de representación política ciertamente preocupante. Tan es así que si todos los parlamentarios tuviesen un origen nacionalista, se hundiría la base de legitimación del sistema político y acabaría por derrumbarse el mismo edificio institucional. Que no estamos hablando de cosas sin trascendencia resulta de la prohibición constitucional de los partidos separatistas en las Constituciones de Francia y Alemania, y de los partidos nacionalistas en la Constitución portuguesa.

Los problemas de encaje de los partidos nacionalistas se refieren, en segundo término, y tal vez en más importante medida, al plano funcional, porque el Estado es un orden de articulación política antes de nada efectivo, y lo cierto es que los problemas de encaje ideológico y teórico pueden compensarse con una buena articulación operativa. Estado es también situación, estado efectivo de relaciones políticas articuladas y no sistema institucional o normativo, meramente propuesto. Lo cierto es que los partidos nacionalistas se han opuesto al establecimiento y, sobre todo, al funcionamiento de instituciones de articulación institucional, necesariamente generales, del Estado autonómico y han entendido más bien las relaciones de sus respectivas comunidades autónomas con el Estado sobre patrones bilaterales antes que multilaterales. Obviamente, la utilización correcta de la expresión relaciones bilaterales de colaboración señala que las mismas no han podido producirse sin la actitud correspondiente del Estado o Gobierno central añadiéndose a la predisposición de las fuerzas nacionalistas para este tipo de acuerdos. En muchos casos, las relaciones bilaterales son el producto de una actitud ventajista del Gobierno, que teme que en determinados foros su posición pueda quedar con más evidencia en minoría, resaltándose un enfrentamiento que una relación bilateral multiplicada puede reducir (o al menos disimular) más fácilmente. Pero esta actitud se debe también a un temor de las comunidades nacionalistas a que su situación deje, por ejemplo en una conferencia colectiva, de aparecer singularizada.

A mi juicio, este bilateralismo exagerado arranca de las posiciones originarias más bien confederalistas de los partidos nacionalistas, que quizás hubieran encontrado más satisfacción en un Estado federal con menos unidades integrantes que las actuales comunidades autónomas, pero que resultaba inviable por razones en las que no podemos detenernos ahora y que han podido aparecer confirmadas por una valoración errónea de las reformas estatutarias de 1994.

Esta posición olvida el aseguramiento de la singularidad autonómica derivado de la protección constitucional de los hechos diferenciales que confirma el desarrollo normativo autonómico en el plano de los Estatutos y de las propias leyes autonómicas. La diferenciación, entonces, es cuestión más que del marco normativo general, de la propia dinámica política autonómica. De otro lado, las comunidades gobernadas por fuerzas nacionalistas podrían liderar el desarrollo autonómico precisamente contra el Gobierno apoyándose en las demás comunidades, alcanzando posiciones comunes en las conferencias o instituciones de cooperaciónEliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, Ed. Alianza, Madrid, 1999, págs. 195 y ss..

El Estado central debe esforzarse por completar la institucionalización de los instrumentos de encuentro y colaboración a través de las modificaciones legales y, en su caso, constitucionales necesarias, desprendiéndolas del casuismo, aleatoriedad y desarticulación que parecen caracterizar a muchos de dichos instrumentos existentes, como ocurre con las conferencias sectoriales, con la confianza de que, en este supuesto concreto, el rodaje de las mismas mostrará su importancia, lo que convencerá a las fuerzas nacionalistas de la imprescindibilidad de su presencia en ellas y de las oportunidades para el ejercicio de un liderazgo en el desarrollo autonómico, liderazgo del que los réditos políticos pueden ser muy importantes.

Pero la colaboración no puede dar lugar a un entramado paralelo al orden constitucional ni proceder a una rectificación competencial, ni tampoco, evidentemente, servir de fórmula para imponer la orientación gubernamental en el ejercicio de su autonomía por las respectivas comunidades.

Obviamente, la impronta autonómica alcanza también al resto de partidos, esto es, a los que no son nacionalistas, y en este aspecto tampoco podemos decir que las relaciones se planteen sin problemas y tensiones, de manera que la acomodación entre el marco autonómico y la estructura organizativa partidista, se trate de la articulación de la ideología o de toma de posiciones políticas, así como la idea que los partidos de ámbito estatal tienen de sí mismos, o la que se hacen de ellos las otras fuerzas, no dejan de presentar dificultades. Simplificadamente, podríamos decir que si los partidos nacionalistas tienden a rebosar el marco del Estado autonómico, los partidos estatales tienden a no llenarlo, cuando no a ignorarlo, operando según los esquemas propios de una organización unitaria, sin excluir la utilización de las manifestaciones de la complejidad organizativa como síntomas de incoherencia o instrumentos de debilitación del contrario.

Desde este punto de vista, y antes de ejemplificar las muestras del inadecuado juego de los partidos políticos en el Estado autonómico, ya nos refiramos a la propia estructura interna de los partidos o a las relaciones entre ellos, es conveniente señalar que parece faltar una adecuada idea de lo que los enfoques federales o autonómicos suponen, y que no es otra cosa que la aceptación de un necesario pluralismo en la representación y en los escenarios políticos, pluralismo que no es síntoma o expresión de incoherencia o confusión, sino más bien manifestación de complejidad y riqueza políticas. Lo que deben hacer los partidos de ámbito estatal es articular en una síntesis coherente y clara, en un nivel de integración superior, una variedad de posiciones, pero cuya especificidad no se puede sofocar ni suprimir.

La justificación de los Estados federales en la actualidad, como ya se ha insinuado anteriormente, no se presenta en razón de su condición de cobertura institucional del pluralismo territorial, como si el federalismo fuese el tratamiento político del nacionalismo, sino, sobre todo, en razón de las posibilidades de optimización del sistema político, en la medida que incrementa la eficacia de éste, evitando que se adopten innecesariamente decisiones en instancias alejadas del ámbito territorial afectado y en la medida en que el sistema federal es un sistema con inmensas ventajas en lo que se refiere a la creación y formación de élites políticas y a la innovación política, de manera que en las instancias territoriales se ensayan o experimentan políticas que después se trasladan al plano generalJuan José Solozábal, Las bases constitucionales del Estado autonómico, McGraw-Hill, Madrid, 1998, cap. III..

Así, parece que en nuestro sistema se ha captado perfectamente la importancia del escalón autonómico en la carrera política, de manera que una buena gestión o un liderazgo en el nivel autonómico pueden servir en la promoción política (modélicamente, el propio José María Aznar, o también los ministros Juan José Lucas o Jesús Posada). Es muy interesante también que se trate en ocasiones de un camino de ida o vuelta (Jaime Mayor), de manera que la experiencia en el Gobierno central pueda servir de mérito de cara a la disputa de un puesto en el nivel autonómico. Como seguramente va a ocurrir en el caso de algunas políticas concretas (léase leyes sobre parejas de hecho, regulaciones sobre eutanasia consentida, etc.), lo experimentado en algunas comunidades será de utilidad cuando se aborde la regulación general. Por supuesto, esta interpenetración del plano autonómico y el general se produce no sólo en el caso de los partidos con la responsabilidad del Gobierno nacional, sino también en el caso de los partidos en la oposición, cuando el relieve de la experiencia y peso autonómico se muestra en las oportunidades de liderazgo e influencia en el propio partido (es el caso de José Bono o, con diferente planteamiento personal, el de Manuel Chaves).

Pero se trata de una interpenetración o encaje entre los planos autonómico o general que tiene lugar antes que nada en el plano efectivo más que en el teórico e institucional, por proseguir con la distinción que establecíamos cuando hablábamos de los partidos nacionalistas. En el plano de la teoría de la representación hay que admitir en los partidos de implantación estatal la capacidad de sus secciones para configurar políticas que incorporen una respuesta a las necesidades específicas del respectivo territorio, ciertamente a incluir en un programa necesariamente general o nacional, pero que, insisto, contemple las especificidades de la comunidad autónoma. De este modo, lo que se ha de pedir al partido es capacidad de articular los diversos planteamientos en una unidad superior de coherencia, pero que no ha de incorporar subordinadamente sus elementos, sino integrarlos manifestando, que no sofocando, el pluralismo. Esto es siempre difícil de hacer (hay una cultura política de unidad en todos los partidos y la idea, con seguridad esencialmente acertada, precisamente como correlato y supuesto de dicha cultura, de que el electorado no consiente demasiado pluralismo y tiende a castigar en las urnas a los partidos desunidos), pero lo es especialmente cuando se está en la oposición y cuando las oportunidades del partido en el Gobierno central son muy grandes para explotar las lógicas posiciones diferentes de las secciones territoriales, presentándolas como muestra de incapacidad para el liderazgo del partido en la oposiciónAntonio Jiménez Blanco, «Convenios de colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas», Documentación Administrativa, n.º 240, 1994..

La cuestión es más peliaguda cuando se está en la oposición y se aúnan la persistente cultura de la unidad (mal entendida) en el propio partido en el que surgen posiciones discrepantes y los medios del Gobierno central para fomentar y resaltar esas discrepancias, de manera que no se presenten como colisiones de intereses relativamente lógicas, sino como manifestación de la imposibilidad de la oposición para articular una sola actitud política, ofreciendo así una imagen de desorden e impotencia. Quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos de lo que estamos diciendo lo tengamos en los intentos –logrados– del Gobierno durante la anterior legislatura de atraer a sus propias posiciones en el Consejo de Política Fiscal a los representantes de la Junta de Andalucía en relación con la deuda hospitalaria, lo que se presentó como una manifestación de desunión en el propio partido socialista, incapaz de articular en dicho ámbito una postura única. Los acuerdos del Gobierno central con algunas comunidades autónomas gobernadas por la oposición en relación con diversos trazados de comunicaciones, especialmente de autovías o tren de alta velocidad, Plan Hidrológico Nacional, etc., también se han presentado como manifestaciones de disenso interno, síntoma de endeblez e incoherencia en el Partido Socialista.

La solución a esta situación anómala debe pasar, en primer lugar, como ya señalábamos, por una revisión del alcance del pluralismo que la fórmula autonómica implica, en la línea de una virtual equiparación del Estado autonómico y el federal, lo que supone la conjugación, no siempre fácil de hacer, en el terreno teórico y práctico, de dos tipos de representación, acogiendo las demandas territoriales en un marco más amplio. Y requiere, además de algunas modificaciones en la organización interna de los propios partidos, de la creación de foros institucionales en donde la representación a efectos de verificación de la cooperación sea sobre todo territorial antes que partidista.

En la organización de los partidos ha de reconocerse autonomía a las secciones territoriales para la formulación del propio programa en las respectivas elecciones y libertad para la configuración de la listas al respecto, admitiendo asimismo su capacidad para proponer candidatos en las elecciones generales. Sería conveniente que esta autonomía se estableciese en los propios estatutos de los partidos, aunque podría bastar con una práctica efectiva en ese sentido. Esa autonomía podría tener también su correlato en el momento de fijación de los congresos regionales, contemplados no sólo para ejecutar la política decidida en el nivel nacional, sino para discutir también sobre las posiciones a adoptar por la representación territorial en dicho ámbito general. La organización de los partidos en el Estado autonómico, sin imponerlos, puede tolerar perfectamente la existencia de partidos integrados, con autonomía estatutaria propia, como ocurre con el PSC.

En el aspecto organizativo, la sensibilidad autonomista del PSOE parece semejante, tal vez algo superior, a la del Partido Popular. En el PSOE existe un Consejo Territorial, una especie de senado, con funciones consultivas para la propuesta de políticas territoriales, que está integrado por los diecinueve secretarios generales de las federaciones territoriales y los presidentes de las comunidades gobernadas por el PSOE. En el Comité Federal se asegura la presencia de los presidentes de las comunidades autónomas, pero ello no ocurre estatutariamente en la Comisión, aunque en este momento algunos de sus miembros, como su presidente, sean presidentes de su respectiva comunidad autónoma. Quizás en la Junta Directiva del Partido Popular hay una presencia institucional autonómica y local mayor que en el Comité Federal del PSOE, lo que obviamente ocurre en el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Popular, respecto de la Comisión Ejecutiva del PSOE, pues en el órgano del Partido Popular los presidentes de las comunidades autónomas tienen asegurada su presencia como miembros natos.

Pero, institucionalmente, la acomodación correcta del sistema de partidos al Estado autonómico dependerá de la creación de instancias de representación autonómica que reduzcan a sus justos términos las relaciones bilaterales y permitan un margen de maniobra, hasta cierto punto despolitizado, a los representantes de las comunidades autónomas, haciendo posibles tomas de posición transversales de los propios partidos frente al Gobierno central. Ha de hacerse entonces sitio a una cierta, por decirlo así, lógica territorial, expresada con criterios si se quiere más técnicos o institucionales, que estrictamente políticos. Si estas conferencias o foros pueden promover la solidaridad interterritorial por encima de alineamientos cambiables y oportunistas de carácter político, su contribución a la cooperación política en el Estado autonómico no será en absoluto despreciable.

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