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España sin proyecto

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Escribir sobre política sólo me ha causado disgustos y sinsabores. Hace tiempo que decidí no realizar nuevas incursiones en un territorio que suele mostrarse despiadado con quienes se aventuran a explorar sus aristas. Sin embargo, hace poco leí un artículo de Miguel de Unamuno que me dejó perplejo y pensativo: «Lo primero que un ciudadano necesita tener es civismo, y no puede haber patria, verdadera patria, donde los ciudadanos no se preocupan de los problemas políticos» («Los antipolicistas», 11 de septiembre de 1910). Nunca me ha gustado la palabra patria, pues suelo asociarla al nacionalismo histérico y excluyente. Sin embargo, la patria también puede entenderse como una comunidad orientada al bien común, una «unidad de convivencia», por emplear un término del injustamente olvidado Julián Marías. La patria es el idioma, el patrimonio cultural, el paisaje, la experiencia colectiva o tradición, pero sobre todo es la gente, los individuos que habitan su espacio geográfico. La preocupación esencial de un patriota no es la gloria cultural, política o deportiva, sino el bienestar de la población. El patriotismo es hacer lo posible para evitar que no haya personas desatendidas o en situación de riesgo y desamparo: trabajadores sin empleos dignos y justamente retribuidos, niños sin escolarizar, ancianos sin pensiones, mujeres maltratadas, inmigrantes explotados, minorías discriminadas. Cuando la patria se reduce a una emoción primaria que se activa al paso de una bandera, se hace realidad el famoso aforismo de Samuel Johnson: «El patriotismo es el último refugio de los canallas».

En un momento particularmente convulso de la política española, resulta tentador permanecer al margen, contemplar los acontecimientos desde lejos, limitándose a expresar opiniones difusas que evitan cualquier posición comprometida. Sin embargo, la condición de ciudadano exige pronunciarse, sin pensar en las antipatías que suscita inevitablemente la sinceridad. Desde mi punto de vista, España sufre una grave crisis de identidad y una clamorosa ausencia de un proyecto de futuro, capaz de superar las tensiones que dividen el país. Por un lado, la derecha no ha logrado desembarazarse del lastre del franquismo y, en lo económico, ha optado por un neoliberalismo nominal que ignora –quizá deliberadamente– los orígenes de un concepto surgido a finales de la década de los treinta, cuando un grupo de economistas se reunieron en París para reconocer que el laissez faire había fracasado, pues una libertad económica sin restricciones producía aberrantes desigualdades. Es cierto que Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek no compartieron esa visión, pero la idea de un Estado fuerte y capaz de corregir los efectos indeseables del libre mercado se impuso como conclusión general. La derecha actual se desentiende de este debate, identificándose con las tesis de Milton Friedman, que considera prioritario recortar los gastos públicos y bajar los impuestos para estimular la demanda. Por otro lado, la izquierda emergente se limita a desempolvar los viejos manuales del marxismo-leninismo, postulando como modelos de sociedad avanzada la Cuba de los hermanos Castro y la Venezuela de Hugo Chávez, si bien a veces desliza referencias poco creíbles a Dinamarca y otros países del norte de Europa.

He de confesar que ninguna de estas alternativas me convence, pero lo que más me asusta es la circulación de una demagogia que ha transformado el debate político en una guerra de baja intensidad. Para la derecha, Pablo Iglesias es un moderno Atila que sueña con acaudillar un Frente Popular concebido para transformar España en una síntesis de la Albania de Enver Hoxha, la Rumanía de Nicolae Ceau?escu y la Camboya de Pol Pot. Sus huestes sólo esperan la ocasión propicia para lanzarse a saquear conventos, asaltar el Palacio de la Zarzuela y reducir a cenizas la Bolsa de Madrid. Manuela Carmena es una Pasionaria descafeinada que algún día sustituirá la estatua del oso y el madroño de la Puerta del Sol por un cañón invicto de la batalla de Estalingrado. Para la izquierda, Mariano Rajoy es un fascista maquillado de político conservador, con una mente maquiavélica que fantasea con restablecer la esclavitud, los autos de fe y el estado de sitio. Lo cierto es que estas caricaturas sirven para llenar portadas, pero no soportan un análisis mínimamente riguroso. En cierto sentido, todas las fuerzas políticas saben que sin unos servicios públicos que garanticen la sanidad, la educación y las pensiones, y una política capaz de crear riqueza y empleo, la convivencia democrática corre el riesgo de deteriorarse y romperse. Tradicionalmente, la izquierda defiende los derechos del mundo del trabajo; la derecha, los del capital. En realidad, izquierda y derecha buscan fórmulas intermedias para conseguir un equilibrio, si bien el capital siempre juega con la ventaja que le proporciona su poder económico.

En las vísperas de una nueva sesión de investidura, que proporcionará un espectáculo inédito en nuestro país, con el PSOE absteniéndose para permitir que gobierne el PP, no se vislumbra un proyecto de futuro que tranquilice a la ciudadanía. Los independentistas no esconden su propósito de romper el país, creando una situación de caos de consecuencias imprevisibles. La liquidación de una nación siempre es traumática y nada augura que el escenario posterior represente mejoras significativas. Ni la derecha ni la izquierda han formulado una política económica capaz de ampliar los horizontes de una nación que hasta el día de hoy ha basado su prosperidad en el turismo y la construcción. No es menos importante trabajar para crear cohesión social, combatiendo la corrupción, el fraude fiscal y el uso partidista de las instituciones. Sin división de poderes, no puede hablarse de democracia. Y, menos aún, sin una prensa plural y responsable. España necesita un liberalismo con sentido social y una socialdemocracia con sentido nacional. No encuentro motivos para reemplazar la actual monarquía parlamentaria por una república, pero considero que la forma del Estado no es algo permanente y debe adaptarse a las circunstancias históricas. Sin un proyecto nacional, que cuente con apoyo popular, un país es una boya a la deriva. Tiende a menospreciarse lo que Manuel Azaña llamó «ideas altas», pero lo cierto es que sin ellas la política se reduce a «inepcia, injusticia, mezquindad o tontería».

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