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Don de la melancolía

DON ÁLVARO CUNQUEIRO, JUGLAR SOMBRÍO

Manuel Gregorio González

Fundación José Manuel Lara, Sevilla

214 pp.

19,95 €

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Manuel Gregorio Gon­­zález, sevillano de 1970, articulista de opinión y crítico literario –además de autor de libros de semblanzas literarias y desguazador de personajes tan llamativos como Torres y Villarroel– ha optado en su último estudio, ganador del Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías, por desbrozar la personalidad literaria cunqueirana en Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío. Un libro que pretende huir, como ya se nos dice en la introducción, del anecdotario vital tan caudaloso suministrado por este hombre, a quien las circunstancias pre y posbélicas convirtieron en personaje doblemente llamativo: por su personalidad fabuladora, es decir, un punto mitómana, pero también porque los tiempos estaban para pocas bromas y «la vida era difícil, mala, falta de casi todo». Estas últimas palabras son de Juan Aparicio, quien las puso en boca de Cunqueiro para justificar ciertas irregularidades, como el cobro por adelantado a la embajada de Francia de unos trabajos literarios que nunca verían la luz, o la desaparición de una cantidad de papel con destino al editor Caralt, que le supusieron la pérdida del carné de periodista. Y las tomo de Cunqueiro: Unha biografía (Edicións Xerais de Galicia, Vigo, 1987, p. 171), de Xosé F. Armesto Faginas, el libro que mejor baliza las peripecias vitales de don Álvaro, y del que forzosamente –por más que lo cite de modo un tanto vergonzante, como en general hace con toda la bibliografía utilizada, tan en penumbra– hubo de servirse Manuel Gregorio González.

Y tuvo que hacerlo para explicar la vuelta de Cunqueiro a Mondoñedo, año 1947, y eje en su recorrido literario, que a partir de ahí terminaría proyectándose hacia Galicia, ya fuese en cualquiera de los dos idiomas empleados por el mindoniense. Porque, por lo demás y como ya queda dicho, Gregorio González escapa de la anécdota para centrarse en una semblanza o glosa continuada de la obra narrativa de Cunqueiro (con recaladas en la dra­mática y periodística, y dejación de la poética), lo que permite al ensayista sevillano lucirse en el dominio del panorama histórico-literario que sirvió de fundamento o basa a don Álvaro, aunque se le escape el atribuir a Mircea Eliade origen húngaro en vez de rumano. Pero, en líneas generales, Manuel Gregorio González acierta, desde toda la parafernalia em­plea­da, cuando reviste con el manto de la melancolía a la figura opulenta –obispal, tal vez, en adjetivo que, según Armesto Faginas, le aplicara su viejo amigo Rafael Sánchez Mazas– de Cunqueiro. Un hombre sin duda de otro tiempo (por más que supiera vestir la poesía gallega prebélica con ropajes vanguardistas, combinados, eso sí, con los neotrovadorescos, en táctica –la de combinar modernidad y tradición– empleada en la misma época por Gerardo Diego), que si hacemos caso a Manuel Gregorio González, se remonta al siglo XVIII, esto es, a los antecedentes de la Revolución Francesa, aunque luego tenga a Cha­teau­briand como referencia.

El ensayista sevillano hace bien en recordar que fue el vizconde factótum en la venida a España de los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, del duque de Angulema, que habrían de acabar con el trienio liberal de Rafael del Riego. Y, por cierto, que otra figura clave de la literatura gallega, don Ramón Otero Pedrayo, ultimísimo representante de aquel sistema donde la «fidalguía» aún pintaba oros, otoñales, es verdad, pero con el consabido don de dorar cuanto tocan, habría de morir poco menos que sosteniendo en una mano Memorias de ultratumba. Melancolía, pues, la que nutre la personalidad li­teraria de Cunqueiro, siempre ciando hacia el pasado, y que se deja ver en toda su obra, anhelante de recuperar viejos modos, en principio directamente mitológicos, en el sentido clásico del término, con Ulises o Simbad como protagonistas. Luego vendrán los personajes artúricos, y después los renacentistas, saltando más adelante al Siglo de las Luces, donde Cunqueiro hubo de detenerse para revestirse melancólico, tal como nos lo presenta Manuel Gregorio González. Una presentación en que lo precediera Anxo Tarrío con aquel memorable Álvaro Cunqueiro ou os disfraces da melancolía (1989), libro del que aquí –lástima– tampoco se nos da referencia, por más que solamente el título ya denote parentescos. Será tal vez porque Manuel Gregorio González siendo, sobre todo, glosador, brillante sin duda (y por lo visto tiene en prensa un libro en el que glosa a Eugenio d’Ors, glosador glosado, pues), en oficio que recuerda al del difunto Francisco Umbral cuando hacía estudios literarios, no pretende ser riguroso ni científico, sino sobre todo sujeto opinante.

Ello hace que algunas observaciones suyas rocen rizos o fronteras de lo sumamente discutible, como al asegurar, a propósito de don Álvaro, «que el nacionalismo ha hecho presa en su figura póstuma» (p. 33), cuando no existe un solo grupo nacionalista gallego que reivindique como tal a Cunqueiro. Distinto que se le reconozca como figura incontestable de las letras gallegas cuando tal papel le fuera negado por la izquierda, galleguista o no, durante el franquismo, más que por el papel político que desempeñara antaño, por el «escapismo» de su obra, poco acorde con el socialrealismo entonces vigente. De la misma manera parecen simplistas algunos análisis de Manuel Gregorio González, como cuando, pa­ra negar el espíritu nacionalista cunqueirano, atribuye a los nacionalismos «voracidad expansionista, el sentido del agravio, una violencia originaria que siempre se traslada al otro, invasor o vecino, pero huésped hostil en cualquier caso» (p. 41). Grave generalización parece ésta, poco aplicable a los nacionalistas belgas, griegos o irlandeses o tutti quanti buscaron (y lograron) la creación de naciones, sin ademanes imperialistas. Libro este melancólico por definición, como la que permanece una vez que los artefactos pirotécnicos han estallado en el cielo, dejando una vaga estela de belleza desolada.

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Ficha técnica

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