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El verano del deporte

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Como sucede cada verano, el calor saca los cuerpos a la luz: la flacidez de la carne turística desparramada sobre la arena de las playas contrasta con la tensión resplandeciente de los cuerpos tensos que se afanan por la victoria en la pantalla del televisor. A causa de los aplazamientos provocados por la pandemia durante el año pasado, el calendario deportivo internacional presenta una saturación inhabitual: la Eurocopa de fútbol masculino ha coincidido con la de baloncesto femenino y ambas, mientras termina Wimbledon y el pelotón del Tour avanza hacia París, darán pronto paso a la Olimpiada de Tokio. Las señales de la disrupción serán visibles, no obstante, en unas gradas japonesas carentes de público; el espectador televisivo echará a faltar el rugido de la multitud y está por verse el efecto que ello pueda tener sobre las marcas individuales de los atletas. Por lo demás, Internet multiplica las posibilidades de acceso a las imágenes de las distintas disciplinas olímpicas, reforzando el vínculo entre práctica deportiva y tecnologías de la comunicación.

Ni que decir tiene que son muchas las personas que no encuentran ningún atractivo en la contemplación de las competiciones deportivas, incluso si ellas mismas practican algún deporte. Pero los índices de audiencia no corren riesgo de desplomarse: abundan los que disfrutan del deporte televisado y la asistencia a los recintos deportivos ha sobrevivido de momento a todos los vaticinios negativos. Así que la pregunta es más bien por qué a tantos nos gusta tanto ver a los deportistas en la pantalla, sea cual sea la preferencia de cada uno por deportes concretos. A esa pregunta trata de responder el brillante germanista Hans Ulrich Gumbrecht en un libro —Elogio de la belleza atlética— aparecido originalmente en el año 2005, que nos servirá aquí como punto de partida.

Gumbrecht, que lleva muchos años instalado en la Universidad de Stanford y por tanto está familiarizado con el deporte profesional norteamericano, advierte de que los placeres no necesitan de razones ni de legitimaciones suplementarias: ver deporte puede ser un acto puramente hedonista y hay que estar preparado para admitirlo. No obstante, es un hecho que la alta poesía europea comienza con el elogio de los atletas en las odas de Píndaro, en las que dominan el entusiasmo religioso y la celebración de la cultura griega; algo hay, pues, en el deporte. Por desgracia, la tendencia general de los intelectuales ha sido despreciar los deportes, ya sea motejándolos de conspiración biopolítica, considerándolos una actividad compensatoria ante las represiones de la civilización o atribuyéndoles la función de marcador social que nos permite distinguirnos de los demás. O sea: intelectuales y científicos sociales tratan de persuadirnos de que los deportes son siempre algo distinto de lo que parecen. Saludablemente, Gumbrecht sostiene lo contrario; a su juicio, existe «una sólida realidad primaria de los deportes más allá (o antes) de su transmisión a través de los medios». En consecuencia, no debemos sentirnos obligados a ser «críticos» ni a adherirnos a la visión metafísica que desprecia el cuerpo y otorga primacía a la mente. En última instancia, los deportes no «expresan» nada e interpretarlos puede incluso mermar el placer que nos procura.

Sea como fuere, centrándose en la contemplación antes que en la práctica, Gumbrecht defiende la idea de que quien ve deporte está teniendo una experiencia estética; lo que no quiere decir que los deportes sean, ellos mismos, un arte. Y descarta —tomando a Kant como referencia— que el deporte pueda asociarse a lo sublime, salvo en unos pocos casos excepcionales; hablar de belleza le parece más apropiado. Parte de esa belleza tiene que ver con el abismamiento del deportista: Gumbrecht lo ilustra con una fórmula del nadador norteamericano Pablo Morales, alumno de Stanford que hablaba del «estar perdido en la intensidad de la concentración», que completa refiriéndose así a la sprinter estadounidense Evelyn Ashford, a quien podía verse sobre la pista

«sola consigo misma, desconectada de todos los fines y metas que hacen a nuestras vidas cotidianas, aun de los fines que —extrínseca o intrínsecamente— son propios del evento atlético en que participa».

Aparece aquí un concepto central en el pensamiento de Gumbrecht, que se ajusta perfectamente a la práctica del deporte y puede servir también —acaso de manera vicaria— para el espectador: la intensidad. Sería esta última «un aumento de cualidades e impresiones que desde siempre existen para nosotros», de tal forma que la experiencia atlética «lleva nuestras capacidades físicas y emocionales cerca del máximo». Por eso, la concentración del deportista es una «concentrada apertura a algo por venir», algo que será forzosamente repentino: un revés ganador, una jugada individual que culmina en gol o canasta, un ataque a mitad del ascenso a un puerto. Esta intensidad que estalla produce una epifanía, dice Gumbrecht, ya que experimentamos una aparición invariablemente corporeizada en la persona o personas del deportista. ¿Hay algo más frustrante para un espectador que desviar la atención y perderse —así lo decimos— el momento decisivo mientras el público lo festeja?

Es así como el deporte conecta con otra idea que ha defendido el pensador alemán, la idea de presencia, haciendo posible distinguir dos tipos distintos de cultura: la cultura del sujeto y la cultura de la presencia. Esta última, dicho sea rápidamente, se refiere a algo que está presente y podemos tocar o acerca de lo cual tenemos percepciones sensoriales inmediatas. La cultura de la presencia es la propia del deporte: sentimos al practicarlo que nuestra existencia física nos convierte en parte del mundo de los objetos. Es también una cultura donde la violencia juega un papel, entendida de manera restringida como «la ocupación o bloqueo de espacios mediante la interposición de cuerpos, y contra la resistencia de otros cuerpos». Esta violencia juega un papel muy diferente en distintos deportes —del rugby al tenis hay un trecho— y en algunos está ausente: ni el corredor de fondo ni el golfista la padecen.

De especial interés resulta la tesis según la cual el deporte se define antes por la areté o lucha por la excelencia que por el agón o enfrentamiento competitivo. Observa Gumbrecht que la primera abarca al segundo, pero no al revés. Y son las reglas de cada deporte las que determinan en relación con qué objetivos puede un atleta intentar alcanzar la excelencia y qué movimientos puede encontrar bellos el espectador. Ahora bien: la oportunidad de ganar y perder proporciona el elemento decisivo del drama que es responsable de la «transfiguración» de los grandes atletas en la percepción y la memoria. Es así como estos últimos adquieren un halo o aura que, en el caso de los perdedores recurrentes, puede ser psicológicamente destructivo. Sin competición, de hecho, el deporte televisado es impensable. Y no está claro que Gumbrecht acierte cuando atribuye al espectador una atención preferente sobre el desempeño del deportista por encima del resultado de la competición. El espectador solo se desvinculará del resultado de la contienda cuando adopte una posición neutral, lo que quiere decir emocionalmente desconectada de la identidad nacional, local o personal de los competidores.

Sea como fuere, las nociones de excelencia e intensidad pueden trasladarse fructíferamente a la práctica amateur del deporte, relacionada a su vez con finalidades vitales más amplias. El filósofo Peter Sloterdijk se ha ocupado con brillantez de la cualidad ejercitante del ser humano en el marco de sus reflexiones sobre la «antropotécnica». Esta última incluiría todos los procedimientos de ejercitación, tanto físicos como mentales, mediante los que humanos de todas las culturas han intentado optimizar su estado ante los riesgos de la existencia. Este sujeto está «preocupado por su propia forma» y por ello se ejercita:

«Defino como ejercicio cualquier operación mediante la cual se obtiene o se mejora la cualificación del que actúa para la siguiente ejecución de la misma operación, independientemente de que se declare o no se declare a ésta como un ejercicio».

En este contexto, el deporte juega un papel destacado. Sloterdijk, igual que Gumbrecht, destaca la revolución que supone la extensión del deporte de aficionados a finales del XIX y comienzos del XX, cuya culminación sería el renacer del olimpismo de la mano de Pierre de Coubertin. Dice Sloterdijk: el deporte está hondamente metido en el ethos de los tiempos modernos. La extensión del deporte en la sociedad burguesa representa así una re-somatización o desespiritualización de las prácticas ascéticas: el somatismo, dice el pensador alemán en una de sus felices fórmulas, vence al socialismo. Y remata:

«Que la razón de la desigualdad entre los hombres pudiera residir en sus formas de ascesis —en la diferencia de postura en relación con los retos de una vida como ejercicio— es un pensamiento nunca anteriormente formulado en la historia de las investigaciones sobre las últimas causas de la diferencia existente entre los hombres».

Jesse Owens en el podio olímpico después de su victoria en el salto de longitud en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936.

¡Casi nada! A este respecto, es interesante que Gumbrecht mencione una expresión alemana que describe al deporte como «la más bella entre las actividades marginales a la vida» y que Sloterdijk sostenga, al hilo de sus observaciones sobre Nietzsche, que el asunto principal en esta vida consiste en tomarse en serio los asuntos secundarios: «Ascender más alto en lo secundario viene a significar luego que se avanza en lo principal». Si hablamos del deporte, pues, hemos de referirnos al aficionado que lo practica en lugar de limitarse a ver cómo lo practican los demás. Pero me refiero al aficionado que se ejercita con cierta vocación de seriedad. No hace falta caer en la obsesión; basta con el deseo de hacer bien lo que podría hacerse mal o regular. Todos conocemos a alguien que se apunta al gimnasio y luego se hace trampas a sí mismo.

Este pensamiento puede llevarse un poco más lejos, a la manera de una reivindicación de la intensidad que obedece al deseo de sacarle el jugo a la existencia. Vaya por delante que nada de lo que aquí se dice es incompatible con la siesta, ese descanso del cuerpo y del alma cuyo valor ha defendido con acierto entre nosotros Miguel Ángel Hernández; los tiros van por otro lado. En «Mitologías del Mont Ventoux», uno de los ensayos que forman parte del recién aparecido Inspiración para leer, el escritor José Antonio Montano glosa un dibujo de Marcel Duchamp titulado Tener el aprendiz al sol, que muestra a un «ciclista ético» —palabra de Duchamp même— subiendo una línea atravesada de pentagramas. El ciclista, que Montano describe como «concentrado en su tarea», ejecutaría un ascenso ético con resultado estético. De esta forma, el imperativo del ciclista ético es el imperativo del esfuerzo, un esfuerzo que también es el esfuerzo de la vida: el deber de la elevación sobre la tentación de abandonarse. Altius, altius!

Va de suyo que en una sociedad pluralista donde el ocio se manifiesta de formas múltiples e imprevistas, nadie está obligado a elevarse ni puede ser censurado por rebajarse: el abandono perezoso terminará siendo reclamado como un derecho. Y el abandono es frecuente en el mundo del deporte aficionado; los gimnasios se llenan en enero y septiembre, solo para vaciarse en febrero y octubre. Para muchos, se trata de un esfuerzo penoso que se acomete por obligación: la de mantenerse saludable o conservar la figura que se lucirá en la playa. En un breve artículo titulado «Volver a la palestra», Juan Claudio de Ramón relata su regreso a uno de esos «gabinetes de tortura voluntaria que el resto del mundo llama gimnasios». Lo hace de la mano de un entrenador, o sea de la manera más exigente: sin el soporte de la pequeña comunidad de los esforzados ni la posibilidad del descanso frecuente que el ejercitante solitario se administra a sí mismo. Y aunque sufre en la palestra, De Ramón ofrece una conclusión positiva:

«Entramos a remolque y salimos levitando. La experiencia es epifánica: somos rentistas de un cuerpo que, a partir de ahora, nos decimos, cuidaremos. Y aunque no sea cierto, o no necesariamente, uno se siente mejor, como si hubiera pagado una deuda».

Esa paradójica sensación de bienestar físico, ligada al agotamiento producido por el esfuerzo, puede entenderse como un fin en sí mismo o como un simple medio para otros fines: el profesional de la elevación que fue Goethe consideraba necesaria la práctica del deporte para mantener la agudeza y la productividad. Para ello, ver deporte no basta y quizá sea incluso contraproducente: ¡cuántos Faustos podrían haberse escrito durante el tiempo que han sumado las prórrogas de la Eurocopa!

Y ya que citamos al longevo escritor alemán, merece la pena aludir a un aspecto del ejercicio del deporte que cobra valor a medida que uno se adentra en la mediana edad y, como Truman cuando choca contra el muro del set televisivo donde se desarrolla su existencia en la conocida película de Peter Weir, siente de manera nueva —porque saberlo ya lo sabía— la finitud de su existencia. Esto solo puede significar que el tiempo, que es ya tiempo restante, se carga de valor. De qué manera reaccione cada cual ante esa evidencia, es asunto distinto. Para eso, no hay recetas universales, aunque contemos con patrones reconocibles que van del adulterio rejuvenecedor al despojamiento meditativo. Es aquí, bajo la presión existencial de la mediana edad, donde la práctica frecuente del deporte ofrece una promesa de intensidad que, sin serle exclusiva, presenta atractivos propios. Tal como señala Gumbrecht, en el deporte practicado con una mínima seriedad «el tiempo parece suspenderse o dilatarse». Y es así. Pero hay algo más, algo que tiene justamente que ver con la experiencia de la temporalidad. O sea: con esa locomotora que parece acelerarse de manera inverosímil y que a última hora frenará un instante para arrojarnos a la vía y aplastarnos con su peso; sin que sepamos ni podamos saber cuándo sobrevendrá ese accidente previsto mas no programado.

Sucede que hacer deporte, sobre todo si trata de uno que requiera de un esfuerzo concentrado e intenso que nos lleva al límite de nuestras capacidades, proporciona una vivencia particular del tiempo en una fase de la vida en que este último parece escapársenos de entre las manos sin que sepamos cómo. Durante el doloroso esfuerzo que hacemos para terminar la carrera o culminar una serie de flexiones, el tiempo adquiere un peso que no tiene cuando realizamos actividades cotidianas. ¡Felicidad del infeliz! Ni siquiera la lectura de un libro o el visionado de una película suministran una sensación tan intensa del estar en el mundo: la cultura de la presencia, por decirlo con Gumbrecht, tiene satisfacciones —por dolorosas que sean— de las que carece la cultura del sujeto. Naturalmente, abismarse ante un cuadro o contemplar una tormenta no es peor que esprintar a toda velocidad. ¿Qué sería de la vida sin las satisfacciones que proporcionan las bellas artes? Y con todo, la práctica del deporte proporciona una intensa experiencia del tiempo cuyo singular valor quizá solo aprecien aquellos que se enfrentan al vértigo inasumible de las décadas.

Hans Ulrich Gumbrecht, Elogio de la belleza atlética, Katz, Buenos Aires, 2006.
Peter Sloterdijk, Has de cambiar tu vida, Pre-Textos, Valencia, 2012.
Miguel Ángel Hernández, El don de la siesta, Anagrama, 2020.
José Antonio Montano, Inspiración para leer, Jot Down Books, 2021.

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Ficha técnica

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