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El traje nuevo del presidente

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He preguntado a mis compañeros universitarios y no les veo con muchas ganas de responder. «Sí, claro que he visto la foto. No sé, no sé», me dice uno que cambia de conversación. Dice una colega: «Estoy tan ocupada que no he podido verla. Casi ni leo los periódicos. Además del trabajo, que no es poco, desde hace un par de semanas tenemos un montón de reuniones. Han venido instructores del Partido de Pekín a explicarnos la nueva campaña de masas para evitar el formalismo, la burocracia, el hedonismo y la extravagancia en nuestro trabajo. Con lo que cansa eso… Y no es poco el tiempo que te exige esa gente. Hasta octubre me esperan dos horas de reuniones tres veces por semana. Y encima tenemos que escribir nuestras reacciones. Como si no tuviéramos cosas más urgentes…». Y con ese punto de frustración pasa a algo que le preocupa más. Los estudiantes más jóvenes están creando problemas en las empresas donde hacen prácticas: «Es la primera vez que les oigo protestar. Hasta ahora se sentían unos privilegiados por estar ganando experiencia y no rechistaban. Trabajaban tantas horas como las empresas querían. Pero este año han empezado con mañas, que si sólo quieren trabajar ocho horas, que por qué no pueden tener libres algunos fines de semana. Pronto empezarán a pedir que les paguen. Las empresas están que trinan y amenazan con cortar su colaboración con nosotros. Con todo esto encima, ¿quieres que me preocupe de la foto de Xi?»

Será mi paranoia particular, pero la foto me pareció significativa. El pasado 14 de abril, el presidente Xi, quien, en su calidad de presidente de la Comisión Militar Central, es también el comandante en jefe de los ejércitos, visitó el cuartel general de la fuerza aérea china y recordó a los asistentes al acto que había que acelerar su modernización para mejorar la  seguridad del país (Global Times, 15 de abril de 2014). Nada nuevo bajo el sol, sin duda, pero la foto de la noticia mostraba a un Xi distinto. Como todo el neomandarinato, el presidente mantiene una rígida etiqueta personal y sartorial en sus apariciones. Como todos, Xi enluta su abundante mata de pelo con el color negro del azabache, denso y fulgente. Una cana en esas cabelleras espléndidamente teñidas sería tan improbable como un trébol de cuatro hojas. El traje oscuro, casi siempre gris marengo, la camisa blanca y una corbata de saldo evocan mejor la vanitas del Eclesiastés y sus versiones anticapitalistas en la pintura flamenca y holandesa que las marcas superchulas que pueden encontrarse en Vanitas, una tienda epónima en Shanghái. La verdad, a Xi y a sus asociados no les ve uno luciendo camisetas de Passarella Death Squad y tampoco sus asociadas elegirán una de las minifaldas de Acne que venden allí. Seguro que unos y otras, gente de buen gusto, las preferirían al uniforme chusquero, pero en estos tiempos de austeridad, a cien euros las camisetas y doscientos ochenta las minis, hay que sacárselas de la cabeza.

Ante la fuerza aérea, Xi dio un firme paso adelante en su austeridad y apareció vestido con una chaqueta Mao color verde olivo, en contraste con el mar de gorras de ancho plato y los uniformes grises de los militares. Un amigo chino, muy sabihondo, con el que he hablado de esta nueva e inesperada prenda del vestuario presidencial, me recordaba, por mor de quitarle hierro al asunto, que la llamada chaqueta Mao se adoptó mucho antes de que se convirtiera en la guerrera de la Gran Revolución Cultural Proletaria. La dinastía Qing (1644-1911) había impuesto a la mayoría Han (es decir, a los chinos fetén) una serie de rígidas reglas de apariencia para distinguirlos o, en su caso, asimilarlos a sus nuevos señores manchúes. La mejor recordada será, sin duda, la obligación para los hombres de llevar rapada media cabeza y el resto del pelo, que no debía cortarse, recogido en una coleta. Pero había otras, como la de vestir un changpao (hombres) o un qipao (mujeres). El changpao era una especia de sotana, abotonada al lado izquierdo, de largas mangas en forma de herradura que, en los modelos de invierno, solían cubrir las manos y así las resguardaban del frío atroz de su Manchuria original. Las mujeres tenían que vestir un qipao, que, en principio, era muy parecido al changpao. Con el tiempo, el tubular inicial que las cubría de arriba abajo se pegó al cuerpo y se adaptó a sus curvas.

El descontento con su indumentaria por parte de los hombres chinos de aquella época fue haciéndose cada vez más notable antes de la caída de los manchúes y, para distinguirse de sus señores, intelectuales, funcionarios y financieros empezaron a combinar el changpao con un sombrero occidental. Tras la llegada de la república en 1912, empezó a imponerse entre las elites una casaca de origen militar acompañada con unos pantalones de corte igualmente marcial. Uno de los primeros en vestirla fue Sun Yatsen, el fundador del nuevo régimen, a quien en China suele conocérselo como Sun Zhongshan, o Zhongshan a secas. De ahí que el nombre que le dan los chinos a la chaqueta que nosotros bautizamos con el de Mao no sea otro que chaqueta Zhongshan. En los años veinte y treinta, su uso se convirtió en obligatorio para los funcionarios y se adaptó a las peculiaridades del ejército, pasando así a ser parte del vestuario militar. Hasta cierto punto, la chaqueta Zhongshan se convirtió en otro símbolo de la nueva China, deseosa de romper con el pasado colonial y con su pobreza secular. Todos parecían estar de acuerdo con ello. Hay fotos de la época anterior a la guerra civil (1945-1949) en las que Mao y Chiang Kai-chek, el líder  del Kuomintang, aparecen juntos y vestidos ambos con la famosa chaqueta. Otros, por el contrario, mantuvieron sus distancias con lo que podría ser visto como una innecesaria y ridícula concesión a los usos occidentales. Tal vez por eso, tal vez por el escaso optimismo que le despertaba la nueva China, una interesante biografía en fotos de Lu Xun (A Pictorial Biography of Lu Xun, Zhengzhou, Henan Literature and Art Publishing House, 2007) nos muestra que el escritor prefirió vestir un changpao hasta el final de sus días.

El qipao de las mujeres no tuvo rival y, pese a ser un vestido muy poco tradicional, ha acabado por convertirse, como el igualmente modernista áo dài de las mujeres vietnamitas, en el símbolo de la modernización posterior a la Gran Guerra. Las postales nostálgicas del Shanghái de los años veinte rebosan de bellezas de la época vestidas con el qipao, que, por cierto, cada vez seguía con mayor tenacidad las sinuosidades del cuerpo femenino. Un vestido de mujer largo y ajustado sólo permite moverse con soltura si tiene aberturas. A Rita Hayworth le sentaban muy bien los trajes de noche con una sola. Las chinas preferían mayor libertad de movimientos y el qipao se abría por ambos lados hasta más arriba de la rodilla. Poco a poco, la cabecera de las aberturas ha ido trepando y trepando por la pierna y, hoy, en algunos bares de Shanghái en los que visten con un qipao a las camareras, siempre jóvenes y bonitas, su altura produce vértigo. Sin llegar a tanto, en los álbumes de recuerdos con que cada año me despiden mis estudiantes de Dalian, las fotos de las chicas que prefieren retratarse vistiendo el qipao descubren algunos paisajes mareantes de cuya existencia nunca hubiera sospechado al verlas con los adustos pantalones vaqueros que se ponen para venir a clase.

Para la gente de mi generación, sin embargo, la chaqueta Zhongshan ha quedado para siempre anclada en los años sesenta, en aquellos aquelarres maoístas donde millares de guardias rojos blandían el libro no menos rojo del Gran Timonel, pugnaban por recitar de memoria pasajes más largos que los de los demás, y paseaban a los desviacionistas de derechas con un gorrinche a guisa de sambenito hasta que a su vez se denunció a los desviacionistas de izquierdas y ya no se sabía muy bien quién era quién, ni a quién había que pasear, ni por qué los paseaban, pero se seguía paseando a todos. Lo han contado  a las mil maravillas Simon Leys (Les habits neufs du président Mao, París, Ivrea, 1987) y Jung Chang (Cisnes salvajes, 2a ed., trad. de Gian Castelli, Madrid, Circe, 2004) y no voy a insistir sobre ello.

Pero no somos los extranjeros los únicos que asociamos la chaqueta Zhongshan con los desmanes de la Revolución Cultural. También está grabada a fuego en la mente de los chinos mayores de cincuenta años. Así sean comunistas; así crean, con Deng Xiaoping, que Mao sólo se equivocó un setenta por ciento de las veces; así se hayan beneficiado del despegue económico actual, o sientan asco de la chabacanería y la prepotencia de tantos nuevos ricos comunistas o recuerden con nostalgia aquellos años de igualdad en la miseria colectiva. Lo digan o no, quieran enterarse o no de la foto del presidente Xi, a una gran mayoría le espantan, como le espantaban al exprimer ministro Wen Jiabao, y sólo  desean que no vuelvan nunca. La paranoia al ver al presidente Xi luciendo esa chaquetilla no es exclusivamente mía, porque los comunistas chinos gustan sobremanera de anunciar con símbolos sus futuras decisiones.

Larga vida al qipao o, en su defecto, a las exclusivas de Vanitas, la tienda de modas de Shanghái.
 

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Ficha técnica

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