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El príncipe de Argovia

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El olvido de Mayerling

La historia tiene facilidad para dejar de lado a los personajes que no encajan con el relato preponderante. Esa es la razón de que grandes sabios, artistas, escritores y científicos creadores de obras asombrosas e innovadoras hayan caído en el olvido. Algunas veces la historia parece despertar de su letargo, acude y repara el error cometido. El sujeto en cuestión ha muerto ya, y los rosales plantados en su tumba son ahora altos como árboles, pero al menos se alcanza una suerte de justicia poética. En otros casos, la tumba sigue olvidada y cubierta de hojas secas. Pasan una, dos, tres generaciones, y luego el nombre y el legado del muerto entran en el territorio del puro sueño, como si nunca hubiera existido, como si nunca hubiera escrito, como si nunca hubiera mirado las cosas, ni caminado por una calle, ni bebido agua.

Y entonces, un día, tiempo después, un hombre, o una mujer, parecen recibir un mensaje. De dónde viene este mensaje, es difícil decirlo. ¿De la memoria universal o de la memoria de los pájaros? ¿De la tierra o del viento? Es como si el viento trajera de pronto un aroma del pasado, el perfume de un viejo aligustre que creció en un jardín perdido una vez, y súbitamente un viejo nombre vuelve a sonar en unos labios vivos.

¿Será esto lo que sucede en estas páginas, que en ellas Mayerling vuelve a la vida? Más de cien años han transcurrido desde su muerte. Su obra principal, El canon pitagórico, está tan olvidado como los escritos de Troxler o de Gebser, compatriotas suyos igualmente ilustres (aunque Gebser lo fuera sólo de una forma espiritual). Del primero, por ejemplo, se recuerda únicamente una frase, aunque suele atribuirse a Paul Éluard. Pero, ¿qué digo? La gran obra de Jean Gebser, Origen y presente, tan deudora en muchos aspectos de la de Mayerling, acaba de ser traducida y editada en español. ¿Será posible que alguien, animado por la lectura de estas páginas, se decida a intentar también una edición moderna de la obra maestra de Mayerling, o quizás a publicar alguna de sus muchas obras literarias, filosóficas o científicas?

Intentaremos en las páginas que siguen dar noticia de la vida, pensamiento, obra y actividades de Mayerling, esperando que nuestro esfuerzo sea sólo el primero de otros por venir. Pocos aspectos hay del conocimiento humano que Mayerling dejara de tocar de un modo u otro. De la variedad de sus intereses pueden dar idea algunos de los títulos de su extensa obra: Ciencia de la respiración, Investigaciones sobre la mirada (publicada bajo el nombre de su discípulo Adrian Unger, de la Universidad Franciscana de Löwen), Musica Medicinalis, Figuras del espíritu, Más allá de las modificaciones mentales, Medicina, música y arquitectura, Cuerpo y conciencia, Antigua ciencia india del amor explicada a los jóvenes esposos, El hombre diáfano

El contexto de Mayerling

El mundo germánico sufrió, en el siglo XIX, el enamoramiento de Oriente. El interés por los textos sagrados de los hindúes, la lectura del Baghavad Gita y de los Upanishads, el interés por la vida de Buda y por el sánscrito, las investigaciones sobre la raza aria (de tan funestas consecuencias) y sobre el idioma indoeuropeo que sería la base común de muchas lenguas europeas, llenan la obra de Franz Bopp, creador de la lingüística comparada, de Humboldt, de Schopenhauer, de Friedrich Schlegel, de Jakob Grimm, de Max Müller, que tradujo los Upanishad para Schelling…

Richard Wagner, gran lector de Schopenhauer, estuvo pensando durante una época escribir una ópera sobre la vida de Buda, y sus lecturas sobre budismo llenan los libretos de óperas como Tristán y Parsifal. Beethoven, que sería uno de los maestros espirituales de Mayerling, fue siempre un ávido lector de textos místicos hindúes.

El primer descubrimiento de Mayerling

Es en este contexto donde debemos situar la figura de Mayerling, cuyos estudios iniciales lo llevaron, como a Nietzsche, al mundo de la filología. Comenzó con el griego y el latín y con una tesis sobre los dioses homéricos, hoy perdida y, hemos de suponer, parcialmente recuperada en su obra Eidolón. Luego continuó con el sánscrito y el pali, y llegó a convertirse una autoridad en la primera de estas lenguas.

El príncipe Mayerling Von Thymus tradujo muchos textos indios antiguos que eran desconocidos en Occidente y que él encontró en sus numerosos viajes por el subcontinente indostánico. Pero el príncipe Mayerling se puso a leer otros textos mucho menos conocidos, especialmente aghamas, tantras, sutras y algunos textos en pali, como el Abidhamma Sangha, y descubrió algo importante. No fue el único en descubrirlo, pero sí quien lo vio con más claridad y el que obtuvo más beneficios de su descubrimiento. Descubrió que los grandes sistemas filosóficos de Oriente no eran en absoluto sistemas filosóficos ni tampoco religiones. Descubrió que eran otra cosa: tratados de cosmología, tratados de anatomía y, sobre todo, tratados de psicología. Descubrió que ni siquiera el budismo es realmente una religión, ni menos aún un sistema filosófico ni un manual de conducta, ni tampoco un sistema moral o ético, sino una psicología.

Occidente nos ha dado la filosofía y la ciencia; Oriente, la psicología profunda. Sin embargo, Mayerling fue más allá. Si en verdad la forma correcta de entender el budismo es desde el punto de vista de la psicología, si las figuras legendarias del Baghavad Gita describen en realidad procesos psíquicos, realidades de la intimidad de la conciencia, ¿por qué no suponer que lo mismo sucede en Occidente? ¿Por qué no suponer que los Evangelios, por ejemplo, son una psicología? En el budismo se separa claramente a Siddharta Gautama, el hombre histórico, del Buda, el Despierto. «Buda» no es un nombre ni un título, sino una condición y un estado que está al alcance de todos los hombres. No hay un Buda en el budismo, sino miles o millones de budas, seres realizados y transformados en luz. ¿Por qué no suponer, se dijo Mayerling, que exactamente lo mismo sucede con Cristo? La historia del hombre Jesús que se convierte en Cristo es la historia de cualquier hombre, cuyo destino último, cuya suprema posibilidad, es convertirse en Cristo.

A continuación, Mayerling aplicó su nuevo método de investigación a la religión griega, a Eleusis y a Delfos, a las enseñanzas pitagóricas y platónicas, a los mitos de los dioses, a Homero y a Hesíodo. Los resultados fueron sorprendentes. «He encontrado la clave», escribió Mayerling en una carta que nunca llegó a enviar. «He encontrado la clave del pasado».

¡La clave del pasado! Mayerling pudo sentir una fría mañana de junio, en una mesa de mármol llena de volúmenes abiertos, las manos cubiertas con mitones, el brasero hace tiempo apagado después de una noche entera de trabajo, que aquella llave que acababa de serle entregada le permitía abrir todas las puertas. «¡Eureka!», escribe en la misma carta, «¡Eureka! ¡Lo he encontrado! ¡Yo, el pequeño Mayerling! ¡Lo he encontrado!» A continuación se pregunta por qué un ser tan pequeño e insignificante como él habrá sido capaz de realizar un descubrimiento de tales proporciones.

Luego dedicó sus esfuerzos al pensamiento medieval, a la magia de Cornelio Agrippa, a la alquimia, a la espagiria de Paracelso, al mundo de los espíritus y las hadas, al Arte de la Memoria, a la magia renacentista… ¡Todas, todas las puertas se abrían! Incluso los antiguos mitos y religiones germánicos, los cuentos de hadas, las leyendas populares, las sagas, las leyendas de santos o de duendes… Y todas con la misma llave que le había permitido interpretar los tantras indios y los sutras budistas, los mitos griegos y el mundo de Homero. No, los hombres del pasado no estaban locos. Cuando hablaban de hadas o de dioses, de dragones o de serpientes, estaban hablando en realidad del mundo interior. Estaban creando sistemas de descripción psicológica del ser humanoNo debemos olvidar las raíces científicas e ilustradas de Mayerling. Si el racionalismo había despreciado el arte como mera efusión sentimental y el mito como superstición y «falsa ciencia», Mayerling descubría ahora una forma de integrar en una profunda armonía la sabiduría del pasado con la del presente, el mito y el logos, el arte y la ciencia, la razón y el espíritu. Había algo que quedaba fuera: la religión y la fe..

El príncipe Mayerling se anticipó en muchos años a Carl Gustav JungLlegamos así a uno de los grandes enigmas de nuestra disertación. ¿Leyó Carl Gustav Jung a Mayerling? Es muy posible. Jung era un inmenso erudito que se pasó la mitad de su vida exhumando todo tipo de textos recónditos. Pero si descubrió los estudios de Mayerling (su famosa torre de Bollingen estaba sólo a setenta kilómetros, a vuelo de pájaro, del palacio donde Mayerling había vivido), ¿por qué jamás lo menciona en sus escritos? ¿Qué es esto? ¿Ansiedad de la influencia? ¿Miedo a desvelar sus fuentes? Yo creo posible una tercera solución. No, seguramente Jung nunca llegó a leer a Mayerling, pero sí se encontró con su obra en esa esfera intermedia que es común a todos los hombres: es decir, en el mundo de la imaginación. Pero ya tendremos ocasión de hablar de esto. en este descubrimiento fundamental. La «llave del pasado» descubierta por Mayerling es, sin duda, la clave que nos permite el acceso al legado del mundo antiguo, que luego Carl Gustav Jung nos entregaría a todos como su máxima contribución a la evolución de la especie. Los alquimistas, nos dijo Jung, no eran unos químicos locos que querían hacer experimentos fantásticos. Los antiguos griegos no eran unos chiflados que veían seres poderosos volando por encima de las nubes. La alquimia y el llamado «politeísmo» no aluden a cosas externas al ser humano, sino a cosas internas. Los dioses están en nosotros. Son fuerzas que nos mueven. Son, de hecho, las fuerzas que nos mueven.

La vida de Mayerling

Mayerling nació en 1809 en Aarau, en el cantón de Argovia. Su padre era el cazador del príncipe Von Thymus, lo cual quiere decir también guardabosques, es decir, el encargado de perseguir a los cazadores furtivos. Provenía, pues, de una familia humilde que vivía en una cabaña grande al borde del bosque, pero Mayerling, con la ayuda del príncipe, pudo estudiar en el colegio de los jesuitas y, gracias a su brillantez, ser aceptado más tarde en la Universidad de Löwen. Durante una época pensó tomar los hábitos eclesiásticos, pero se enamoró de Isabella von Hessenau, una joven de la aristocracia argoviana, cuyos hermanos, en un episodio trágico, temerosos del ascendiente que el joven Mayerling había alcanzado sobre su hermana, le echaron los perros durante una cacería. El joven estuvo a punto de morir. El cirujano del príncipe se esforzó por reconstruir su rostro, pero las cicatrices dejaron señales permanentes. El que había sido un joven atractivo de rasgos uniformes y delicados quedó para siempre marcado con un rostro parecido al de un león, que es el que vemos en todos los daguerrotipos y fotografías que se conservan de él. No exactamente un monstruo, pero sí un rostro extraño y perturbador, dotado de una sonrisa que, de acuerdo con el testimonio de los contemporáneos, hacía que su rostro pareciera una máscara. A partir de entonces, Mayerling se consagra al estudio del griego, del latín, del arameo y del sánscrito, y a partir de un cierto momento, sólo del sánscrito y del pali. Su vida se convierte en leyenda. Viaja a la India y vive durante siete años en las montañas, visitando antiguos monasterios y leyendo antiguos textos y copiando muchos de ellos. Sube a los Himalayas y aprende algo de tibetano, aunque los antiguos textos utilizados en las lamaserías también están en sánscrito o, sobre todo, en pali. Luego sigue viajando por la India, llega a Bangalore, a Trivandrum y a Madrás. Sigue la ruta de un antiguo conocimiento, que se ha mantenido en el mundo bajo la forma de tantras, pero que es, según sospecha, mucho más antiguo que los tantras conocidos, los puranas, los brahmana, los Upanishad e incluso los propios Vedas. Es la enseñanza de Shiva, la enseñanza original.

Se casa en Madrás con una joven india de oscura e intensa hermosura, Deepali Budhamkara, hija de un músico ciego, a la que quizá conoce en un burdel o quizás en una troupe de músicos y titiriteros itinerantes, y que le contagiará la sífilis. A su regreso a Europa con su esposa, se encuentra al anciano príncipe Von Thymus, su protector, moribundo. El conde lleva meses languideciendo, esperando el regreso de su protegido y deseoso de escuchar el relato de sus viajes. En una escena que parece sacada de una novela, el joven Mayerling se presenta con su esposa en la alcoba del anciano, y éste, al ver a la joven india, dice: «Te has traído a la muerte contigo, pero es la muerte más hermosa que un hombre podría concebir». El conde va a morir sin descendencia, y ofrece a Mayerling la posibilidad de continuar su apellido y de heredar su casa y su título. No hace falta darle muchas vueltas al asunto, y parece evidente que el cazador del conde no era más que un padre putativo, y que es Von Thymus el verdadero progenitor de Mayerling. Nada sabemos de la vida del príncipe Von Thymus, ni de la pequeña indiscreción con una atractiva criadita de la cocina que enseguida sería casada, un poco precipitadamente, con el joven guardabosques. De modo que Mayerling, cuyos padres ya han muerto, hereda el apellido del señor moribundo y se va a vivir al castillo, una mansión rodeada de olmos centenarios, parques y lagos, donde la vida es plácida y el estudio florece. Et in Arcadia ego.

La muerte también llega a Arcadia. Deepali, la amada esposa, entra en un proceso de declive físico y mental producido por su enfermedad, y pierde la razón. Intenta continuamente suicidarse hasta que hay que recluirla en una habitación del castillo, donde se pasa las horas mirando obsesivamente varios espejos que nadie puede sacar de allí sin evitar que se ponga furiosa. Mientras tanto, Mayerling trabaja, traduce, estudia, practica. Los largos años de estudio en Oriente se transforman, ¡por una vez en la vida!, no en erudición y en una cátedra universitaria, sino en el ideal de una escuela en el sentido antiguo. Comienza a crear grupos de trabajo al estilo de los filósofos griegos y de los gimnosofistas dravídicos, círculos de discípulos y discípulas con los que comienza a poner en práctica las técnicas tántricas, a los que hace dibujar mandalas, a los que enseña la Ciencia de la Respiración. Comienza a interesarse por la medicina. Visita los hospitales, obsesionado con el problema de la enfermedad y de la muerte, y estudia fisiología y anatomía, medicina y cirugía. Está convencido de que a la enseñanza de los antiguos textos indios, que lleva años traduciendo e intentando comprender, ha de unirse la idea de la curación y también la de la práctica artística. Quiere saber cuál es la verdad. Quiere saber cuál es la parte objetiva de lo subjetivo. Quiere averiguar si existe algo más allá de lo condicionado. Está convencido de que el arte ha de ser curativo, y de que la curación tiene que ser un arte porque toda la vida es un sueño, es decir, una composición musical, un poema, del cual nosotros somos los autores. Escribe El canon pitagórico, su obra principal, donde se recoge el resultado de sus lecturas y de sus experiencias en la vida y en la muerte, en el cuerpo y fuera del cuerpo. La muerte de su esposa lo sume en la melancolía, y comienza a viajar por todo el mundo. Supone que tiene poco tiempo, y que la enfermedad pronto comenzará a hacer presa en él. Sabe que terminará por perder la razón, y se esfuerza por retrasar ese momento. Quiere, a toda costa, prolongar la lucidez. Viaja con sus seguidores, un grupo de hombres y mujeres mucho más jóvenes, que lo siguen casi como si fuera un Mesías. Muchos se acercan en esta época al príncipe Mayerling: filósofos, intelectuales, artistas, nobles y reyes, entre ellos el conde Balasz, un noble húngaro con inclinaciones esotéricas que fue el fundador de la Sociedad de la Rosa Blanca. Es, quizá, el conde Balasz quien le habla por primera vez de la existencia de la isla. Una isla situada en un mar lejano en la que existe una sociedad dedicada al estudio del conocimiento. Una existencia soñada, una mera hipótesis. Así es, posiblemente, como el príncipe Mayerling fleta un barco y logra encontrar la isla. Y aquí es donde se pierde el rastro de Mayerling. Simplemente desaparece de la historia y del mundo. Jamás regresa a Europa.

El palacio de Von Thymus queda abandonado. Se dice que el príncipe ha desaparecido en una tormenta en el mar de la China, pero nadie sabe exactamente cuándo, ni en qué barco navegaba, ni adónde iba. Poco a poco, los criados abandonan la mansión en decadencia. Los jardines se llenan de zarzas. Los acreedores pasean por los jardines y los salones evaluando las pinturas y los muebles. Finalmente, el palacio, junto con todas sus propiedades y posesiones, es subastado y pasa a la familia Hessenau.

Pero Mayerling no ha muerto. Está en la isla. Y allí vivirá hasta su muerte, acaecida en 1908 a la edad de noventa y nueve años. La enfermedad que le contagió su esposa nunca llega a desarrollarse. Mayerling está convencido de que esto se debe al intenso trabajo de autocuración que ha realizado durante años, pero también al benéfico influjo de la isla.

Muere, nos dicen los testimonios, sonriendo. Sus últimas palabras son: «Ich komme wieder». Ahora regreso.

Un poema de Mayerling

Es el dedicado a su esposa, Deepali. Agradezco a mi amigo Juan Antonio Robles Hebestreit por su traducción directa del alemán. Como el resto de los poemas de Mayerling, jamás fue publicado.

A Deepali

Oh, Deepali, madre de los dioses,
hazme tu hijo a través del ojo sagrado con que miras
y repartes la ternura santa del olvido de sí
sobre los nenúfares y los búfalos de agua.
Tu cuerpo me envuelve como una manta dorada
cuyo calor se parece al del fuego y a la tierra
y tus labios, como los pétalos de una rosa
guardan el húmedo misterio de tu lengua
con la que escribes en el idioma de los dioses
melodías de amor y sueño en el jardín del atardecer.
Esa lengua he adorado como el más ferviente
sadhu, perdido de todo, abandonado hasta
la desnudez por proseguir el surco de tu sombra.
Esa lengua que como un misterio aguarda escondida
en el interior de la flor de tu flor de mujer
pues eres un jardín y una flor y eres la forma
de la flor y la forma de la forma de la flor
y bajo esa forma, hecha sueño, yo, transformado
en un ternero joven, me aduermo
y pienso el mundo como si una poderosa
acacia naciera de mi frente, o de mi falo,
creciendo hasta las nubes en las que tú
reinas, azul y serena, soberana del Tiempo.
Bendita sea la tierra que soporta el peso
tan leve de tus pasos, y benditas las semillas
de las moreras que crecieron a lo largo del río
para alimentar a los dorados gusanos que al morir
dieron la seda que luego hirvió y se hizo hilos
para tejer el sari azul que envuelve tus caderas.
Benditas sean tus pestañas, que guardan
el sueño de tus ojos, siempre despiertas,
y bendito el aliento de tu boca y el dulce
misterio de tu vientre, que me trajo el veneno
que me mata con la misma muerte de la que tú,
señora de mi vida, ángel de las montañas,
ahora mueres, desvaneciendo al mundo
de todos sus colores y llenando mi memoria
de flores tristes y jardines quemados.
Ah, Deepali, tú que eres la señora del mundo,
el centro de la vida, la flor radiosa del amor,
¿cómo es posible que mueras? Pero es dulce
esa muerte que no quiere abandonarme
y me arrastra, con ella, al país de la realidad.

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Ficha técnica

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