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El Poema del Fénix

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«Existe un bienaventurado territorio, más lejano que el remoto Oriente, donde se encuentra una inmensa puerta que se abre a lo eterno»: así comienza el Poema del Fénix que Lucio Cecilio Firmiano Lactancio, padre de la Iglesia nacido en el norte de África, escribió en algún momento de principios del siglo IV de nuestra era. Lactancio fue un autor célebre por la elegancia de su latín, a menudo comparado con el de Cicerón, y una de sus obras más conocidas es una defensa de la ira de Dios. Es lógico que el Señor sienta ira contra los pecadores, argumenta Lactancio, ya que esa ira es necesaria para condenarlos.

El Poema del Fénix es el único poema que se conserva de Lactancio, aunque existen ciertas dudas sobre su autoría y en sus obras completas aparece como incertus, es decir, «de autoría incierta». Es un poema tan radiante, tan insólito, tan hermoso, que no me resisto a escribir sobre él, aunque no pueda añadir mucho a sus inconcebibles imágenes. Sí explicaré, sin embargo, cómo he llegado hoy hasta él. Revisando una libreta de hace unos años, encuentro numerosas anotaciones para una novela que estaba escribiendo por entonces, entre ellas una lista de obras que me proporcionarían (es decir, no a mí, que no me acuerdo, sino al yo que era yo entonces) una especie de ideal de estilo. Las obras son las siguientes: las cartas de Rilke, las cartas de Keats, los ensayos de Montaigne y «el poema de Firmiano Lactancio».

Confieso no recordar en absoluto una época de mi vida en la que Montaigne fuera para mí un ideal de estilo (como sí lo han sido, en distintas épocas, Marguerite Yourcenar, Jean Genet o Michel Leiris) y, desde luego, no me extrañó en absoluto la mención de las cartas de Keats y de Rilke, que son desde mi temprana juventud un ideal no sólo de estilo (la condensación, la precisión, la imaginación, la emoción, ¡la música! – y los guiones de las de Keats), sino también de vida. Pero lo que no podía comprender era qué diablos era el poema de Lactancio. Rebuscando, encontré, enseguida, varias menciones a Lactancio y a su poema en los maravillosos libros de Peter Dronke, La individualidad poética en la Edad Media y La lírica en la Edad Media, dos de mis libros favoritos de todas las épocas. También había olvidado que Lactancio y su poema eran mencionados allí.

Así es como regresé al poema de Lactancio, que sin duda yo había leído tiempo atrás y del que no conservaba recuerdo. El ave Fénix de Lactancio vive en un lugar que está más allá de esa «puerta que se abre a lo eterno», en el «bosque del Sol», un lugar perpetuamente verde y frondoso de felicidad indescriptible. Este bosque no fue abrasado por el fuego de Faetón, ni fue inundado durante el diluvio de Deucalión, que cubrió todas las tierras excepto ese bosque flotante. No entran allí las enfermedades, ni la muerte, ni el crimen ni la ambición, ni la envidia ni el delirio. Allí no hay tormentas, ni hambre, ni melancolía.

En medio de esta tierra feliz brota una fuente cristalina que riega el bosque doce veces al año. Es en este bosque donde vive el Fénix. «Habita sola y es única por renacer de su propia muerte», explica Lactancio. Pocas son las cosas que hace el Fénix en el bosque. Vuela sobre las copas de los árboles, se baña en la fuente sagrada, contempla con los ojos abiertos el sol. Y cada vez que los rayos del sol atraviesan la puerta, se pone a cantar.

¡Con qué términos describe Lactancio el canto del Fénix! Es más bello que todos los cantos y músicas conocidas y posee, además, la capacidad de curar al instante todas las enfermedades de quien lo escucha. «Pero pocos, que se sepa, lo han oído», añade el poeta con melancolía. El Fénix, curiosamente, va cantando el paso de las horas, señalando el paso de Febo, el Sol, a través de la bóveda celeste. Porque Febo parece ser el único amigo del Fénix y también la única presencia que habita su mundo aparte de él mismo.

Terminado el canto de las horas, el Fénix lanza un último canto «que no se puede describir». ¡Ah, qué mala es la traducción al español que he podido encontrar de este poema majestuoso y melancólico! Escuchen: «La ave [sic] reina en el bosque sagrado como fiel sacerdotisa a los arcanos de la luz que en un momento rasga la noche». Podría buscar una traducción más fiable, pero quizá la versión correcta no fuera tan fantasmagórica y misteriosa como esta.

Transcurridos quinientos años, el ave Fénix siente que se le acaba la vida y viene a nuestro mundo, en el que, como es bien sabido, reina la muerte. Se dirige a Siria, más concretamente a la tierra llamada Fenicia, se hunde en los espesos bosques de esa región y elige «la palmera cuya copa se hunde en el aire, la palmera phoenix, llamada así en su nombre, y cuya altura no pueden violar animales dañinos ni las aves de rapiña ni la lúbrica serpiente». En esta palmera, que es sin duda la «palmera del fin de la mente» del último poema de Wallace Stevens, el Fénix «construye su nido, que es también su sepulcro».

Sigue la lenta, densa, minuciosa descripción de la construcción del nido con todas las sustancias y las plantas aromáticas que existen en el mundo: cinamomo, amomo, bálsamo, casia, acanto, incienso, nardo, mirra, todo descrito con la más prodigiosa sensualidad y delicadeza. Luego la gran ave se tiende en el nido «y entrega su vida entre perfumes».

El cuerpo del Fénix muere y, al recibir los rayos del sol, comienza a arder espontáneamente. Bajo las cenizas, en el fondo del nido, queda un líquido blanco parecido al semen, del que surge otro ser vivo, sin huesos, similar a un gusano y blanco como la leche. Este gusano crece durante un tiempo hasta replegarse para formar una especie de huevo similar a los capullos de las orugas que luego se transformarán en mariposas. De allí nace el nuevo Fénix. Y dice la maltrecha traducción: «mientras salen sus plumas toma las escarchas del néctar celeste que deja el cielo estrellado cayendo como ambrosía, al instante quieta y transparente, que el Fénix toma hasta alcanzar porte maduro».

A continuación remonta el vuelo y regresa a la ciudad del Sol (antes era el bosque del Sol), llevando entre sus garras los restos de su anterior cuerpo. Son pocos los que logran verlo volar sobre las selvas de Siria, pero los testimonios de los escasos afortunados son de arrobo y maravilla, aunque también de terror. Estas son, precisamente, las sensaciones que asociamos con la experiencia de lo sublime.

Sigue uno de los pasajes más bellos del poema, en el que Lactancio describe al pájaro con una riqueza cromática que conoce pocos paralelos en la literatura. El Fénix parece rojo y dorado y posee una larga cola que contiene el amarillo y el púrpura, con plumas azul celeste («como se suele ver el color de las nubes imaginado desde el cielo») y un pico blanco que «resulta como el verde esmeralda y en su punta brilla como yema el color marfil». Sus ojos son enormes y brillan como jacintos, y su cabeza está ceñida por una corona ardiente que enmarca el rostro de Febo. ¿Es que el Fénix es, entonces, el propio Febo, el sol en persona transformado en pájaro?

«Es en sí misma el ser y su descendencia, su propio padre y su heredero. Es su nodriza y su discípula. En verdad es el Fénix, es Él, pero no el mismo que fue. Es el que ha alcanzado la vida eterna por la muerte eterna». Pero comparemos la traducción española con esta otra, tomada de una fuente inglesa más fiable: «Sea hembra o macho, o ninguna de las dos cosas, o las dos, feliz ella, que no entra en los territorios de Venus. La muerte es Venus para ella, para ella el único placer es morir: a fin de poder nacer, ha de desear antes morir. Ella es su propia descendencia, su propio padre y heredero, su propia nodriza y siempre su propio hijo adoptivo. Ella es el Fénix verdaderamente, pero no es la misma que fue, ya que ella es ella y no ella al mismo tiempo, habiendo ganado la vida eterna mediante la bendición de la muerte».

Curioso que en la versión española el misterioso traductor se haya olvidado de ese pasaje en que se habla de la curiosa sexualidad epicena o, quizás, hermafrodita del Fénix. Si bien al principio del poema se nos decía que el Fénix era como una «sacerdotisa», aquí se le llama «él», e incluso «Él», con mayúscula, como para sugerir que el Fénix es, en realidad, Cristo.

Pero el Fénix no es Cristo, y este no es un poema religioso ni tampoco un poema alegórico. Curtius recomendaba a los medievalistas que no se dejaran llevar por su entusiasmo y que no vieran en la poesía medieval y antigua cosas que no están en ella, es decir, simbolismo. Peter Dronke acumula, por el contrario, una ingente cantidad de evidencia de que en la poesía antigua y medieval de Europa abundan los poemas y los pasajes que no admiten lecturas anagógicas ni alegóricas y que son pura poesía simbolista, es decir, poesía en el sentido moderno, textos que es imposible dilucidar por completo y que no pueden traducirse a otro lenguaje que no sea el suyo propio.

El Fénix es un ser único porque es inmortal. No puede haber dos Fénix, ni tampoco haber macho ni hembra de la especie, porque el Fénix no es una especie. No es un animal, no es un ser vivo, no está en ningún ciclo, no pertenece a la naturaleza. Es un ser único. Sólo hay uno, o una, que renace eternamente de sí mismo. Vive en un lugar de asombrosa belleza, muere entre delicados perfumes y al renacer se reviste de los más fascinantes colores. Quizá su característica más asombrosa, aparte del color de sus plumas, y de su vuelo, y del brillo casi intolerable de sus ojos, es su canto, que tiene la capacidad de curar a quien lo oye.

Hay diversas posibilidades para terminar esta nota. Ninguna es mejor que otra y ninguna, me parece, es la «solución» al enigma del Fénix de Lactancio. Afirmar que tal enigma no puede en modo alguno resolverse sería, por otra parte, otro de los posibles finales. Por esa razón, me decido a terminar de la siguiente manera. Afirmaré que el Fénix de Lactancio no es una figura simbólica de Cristo, sino que representa más bien a la música. El Fénix es la música, aquello que viene por el aire, aquello que nos maravilla aunque no podamos entenderlo, aquello cuyo efecto es terapéutico, aquello que no puede traducirse.

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