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El negro mundo de las marcas alimentarias

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Un reciente e incisivo programa-denuncia de Jordi Évole en televisión, que versó sobre el coltán, me ha puesto al día sobre un asunto que ya conocía desde que leí la novela La canción de los misioneros, de John le Carré, quien supo adelantarse en el diagnóstico de un problema que se agravaría con la desmesurada eclosión de los teléfonos móviles y otros artilugios electrónicos. En los escaparates de los países acomodados, y también en los que no lo son, aparecen en los escaparates estos artefactos cuyo resplandor oculta la podrida oscuridad de su procedencia: el esclavizador y sus esclavos extraen el oscuro mineral que llega al fabricante a través de varios intermediarios que blanquean su origen. Esto no sería noticia en estas páginas si no fuera porque el esquema del coltán se repite para ciertos productos alimentarios, como pueda ser el cacao sin ir más lejos: cuatro o cinco grandes grupos de marcas, con Nestlé a la cabeza, envuelven en papel de plata unos atractivos productos cuya materia prima surge de la explotación laboral.

En efecto, la deslumbrante marca alimentaria, que atrae nuestra atención en el supermercado, puede esconder un laberinto cuya negrura y miseria crece conforme nos adentramos en él. Durante un tiempo tuve oportunidad de presenciar en primera fila la confrontación de las organizaciones agrarias y las empresas alimentarias con los grandes distribuidores de alimentos que controlan el mercado mediante la creación de marcas blancas. El distribuidor ofrece comprar un producto a gran escala a un precio leoninamente ajustado después de exigir el acceso a las cuentas de operación del fabricante. La marca blanca del distribuidor compite así de un modo desleal con la del propio fabricante. Si una cooperativa olivarera del pueblo de Estepa no logra vender la totalidad de la producción bajo su propia marca, debe ceder el excedente a bajo precio para una marca blanca o, lo que es todavía más perverso, a un distribuidor italiano que lo reexportará a Estados Unidos como aceite toscano de alta calidad. Aunque, por fin, parece que España empieza a superar a Italia en los grandes mercados de este producto.

Pero el laberinto no se restringe a las marcas blancas y sus variantes, sino que se ha hecho más tenebroso y subterráneo con las que empiezan a llamarse «marcas negras», de las que sólo recientemente he tenido noticias por un documentado artículo de Marina Valero. Hay empresas, a menudo opacas para el consumidor, que fabrican a bajo precio para quien se tercie, sea para la marca blanca de un distribuidor o la marca estrella de una multinacional como Nestlé: el glamuroso nuevo mousse de Vitalínea lo produce el mismo fabricante que suministra el de la marca blanca de Lidl. Las multinacionales acreditadas acaban poniendo tan solo la brillante marca a un producto que le suministra un fabricante en la sombra. Por ejemplo, Incopack trabaja para las conocidas marcas de las multinacionales al mismo tiempo que para las marcas blancas de los grandes distribuidores como Lidl, Aldi o Tesco), señala Valero.

Llegará un momento en el que todos los habitantes del planeta consumiremos un mismo producto elaborado por un único fabricante anónimo situado en un punto indeterminado dentro de las aguas extraterritoriales; vendrá disfrazado con su preceptiva denominación de origen debidamente falsificada.
¡Feliz Año Nuevo!

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