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¿Hasta qué punto es nueva la más nueva literatura alemana?

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La situación del mercado del libro alemán es paradójica. Desde hace un año aproximadamente, el volumen de ventas de las editoriales y librerías padece una crisis grave. La venta de libros encuadernados y de bolsillo ha disminuido desde el año pasado al menos en un cuatro por ciento (algunos hablan de un siete por ciento o más). No se puede constatar la existencia de una crisis del libro como medio, pero sí de un rechazo de su consumo.

Por razones que el sector sólo con dificultad puede explicarse, últimamente los consumidores dan pruebas de moderación en la compra de libros. Se especula sobre las causas de esa debilitación de la demanda, pero la investigación de esas causas sólo saca a la luz respuestas generales. La mayoría de las veces se menciona, para explicar la reticencia de los compradores de libros, la disminución de la burguesía intelectual lectora (respuesta estándar), el 11 de septiembre de 2001, el cambio de moneda al euro (con su sospecha de encarecimiento) y el no haberse producido el auge económico esperado. Un rechazo del consumo que, por ejemplo, los restaurantes, las cadenas de cines y los sectores turístico y textil sienten hoy de forma mucho más drástica aún.

¿Tal vez sea que el comercio ofrece los libros equivocados porque las editoriales publican los títulos equivocados? Sobre todo las grandes cadenas de librerías, sacudidas por la crisis, se apresuran a achacar a las editoriales esa crisis de la oferta. O quizá sea que el placer de leer, sencillamente, ha disminuido. O que la gente ––palabras clave: renuncia al consumo– quiere leerse los libros que ha comprado y tiene en casa sin leer, antes de comprar más. O que… O que… La situación es paradójica porque, a pesar de la débil demanda, la producción de títulos del mercado alemán del libro sigue creciendo como todos los años. En 2002 se publicarán casi 90.000 libros nuevos, lo que constituye un nuevo récord. Desde hace años, ese exceso de producción de libros mediocres hace difícil lograr un mercado. Muchos de esos libros no encuentran comprador porque son intercambiables, confundibles y, por ello, prescindibles.

Sin embargo, los libros son intercambiables porque, en los últimos años, se ha producido en las editoriales alemanas un proceso de concentración espectacular. Dos o tres consorcios mixtos de medios de comunicación, en primer lugar Bertelsmann, han comprado docenas de editoriales independientes, las han incorporado a sus conglomerados y les han cambiado la imagen. La consecuencia ha sido una homogeneización de los programas editoriales y una normalización de los libros producidos, en lo que se refiere a su aspecto, contenido y estilo. En la jerga del sector se llama mainstreaming a esa tendencia hacia la medianía más mediana. Al parecer, debe garantizar una venta mayor.

No son ya editores de gran personalidad sino hábiles gerentes de libros los que caracterizan a las editoriales de esos consorcios. El negocio les importa más que la amistad y el intercambio intelectual con los autores. Por ello, la relación entre la editorial y los escritores se relaja. Hoy los escritores cambian de casa editora, a menudo de un libro a otro. No se puede encasillar ya a determinados autores en determinadas editoriales. De esa forma, la imagen de las distintas editoriales se hace cada vez más indiferente y cada vez más intercambiable.

Por otra parte, el número de editoriales de libros independientes ha descendido drásticamente en los últimos cinco o seis años, y sus condiciones de vida se han hecho claramente más difíciles. Más difíciles, sobre todo, porque los editores independientes, al luchar por las licencias con los grandes consorcios, no pueden mantenerse económicamente a su altura ni permitirse los grandes anticipos y garantías.

Las grandes editoriales, por su parte, aumentan sus expectativas de beneficios y, al hacerlo, someten a las hijas de sus consorcios a una presión más intensa de éxito y de ventas. En esas condiciones, no se puede desarrollar en absoluto una literatura estéticamente atractiva, exigente, ambiciosa y original: difícilmente una literatura innovadora. Las editoriales de esos consorcios tampoco la desean porque se supone que no puede alumbrar un éxito de ventas. Se busca más bien el libro de masas globalizado, un material literario, un content que se preste, si es posible, a su «aprovechamiento total en cascada», como dice la fórmula de Bertelsmann. El libro, también el literario, debe ser fácil para el usuario y estar orientado a su utilización, capaz de interesar en el mundo entero y compatible con todos los lectores, susceptible de ser filmado o, mejor aún, de ser transformado luego multimedialmente, en lo posible con gran potencial de comercialización. Un material como el de Harry Potter.

La concentración de editoriales y el exceso de producción de libros intercambiables y mediocres han llevado a una competencia de desplazamiento despiadada. La lucha por conseguir la atención del consumidor se desarrolla cada vez más con menos escrúpulos. En una época de dispersión, la atención es un recurso escaso y precioso, y el escaparate temporal en que el lector puede notar aún la existencia de un nuevo libro se hace cada vez más estrecho. Y tanto más vehemente el griterío del mercado y el jaleo publicitario que se organiza en torno a determinados títulos con potencial de ventas.

La aceleración del mercado hace que los libros envejezcan artificialmente de forma vertiginosa, y a menudo desaparezcan ya de los estantes de las librerías transcurridos cuatro o cinco meses, como si tuvieran la fecha de caducidad de los artículos de moda actuales. Las editoriales escenifican cada vez más la aparición de nuevas publicaciones como un acontecimiento, aunque todo el mundo sabe que los libros se prestan mal a ello. Los libros no son consumibles colectivamente como espectáculo de masas, igual que los conciertos de rock, sino que están destinados a la lectura solitaria y el proceso de absorción íntima de cada lector individual, a fin de que puedan producir su efecto en las mentes.

Así pues, el mercado alemán del libro se encoge, el tiempo dedicado a la lectura se acorta, como muestran las estadísticas, y el propio comportamiento lector se transforma: se deja de ser lector concienzudo para ser un lector que sobrevuela, un lector de fragmentos. Cada vez más, la gente lee en Alemania lo mismo que ve la televisión: zapea por los libros como por los canales televisivos. La situación se puede resumir brevemente: los lectores son menos, el tiempo de lectura se acorta, los libros son más. Esas contradicciones producen síntomas de histeria.

Como la pérdida de lectores y la histeria del mercado van casi siempre de la mano, podemos observar lo siguiente: cuanto más categorías de lectores se alejan, dirigiéndose hacia los medios electrónicos, tanto más apasionadamente se hace propaganda entre los que quedan y tanto más audaz y agresivo es el marketing, pero también tanto menor es el aliento de las modas literarias que se proclaman, sólo para ser superadas enseguida por la siguiente tendencia, y la siguiente. Se trata a los libros como artículos de moda estacionales: hoy actuales pero mañana anticuados.

La creación de modas literarias es, sobre todo, una medida publicitaria, pero también una llamada de auxilio, un grito que reclama atención para un mercado del libro desesperadamente repleto y atascado. Cuanto más se acerca la producción literaria a la corriente dominante y más brota de ella, tanto más imaginativa debe ser la política de etiquetado, a fin de escenificar siempre de nuevo lo que es siempre igual, y de afirmar la existencia de oleadas e impulsos de cambio, incluso cuando no existen o sólo apenas.

La invención de etiquetas prácticas y eslóganes pegadizos es ya casi más importante que el descubrimiento de buenos textos literarios. Cuanto más uniformes e indistinguibles son los textos, tanto más variados deben ser los lemas que hay que colocarles para simular diferencias. Con la viva colaboración, por cierto, de los suplementos literarios y de la crítica literaria alemanes.

Unas veces es la literatura pop lo que se proclama, otras el llamado «milagro de los debutantes». Un año se anuncia la «generación de Berlín» y se proclama la nueva novela de la gran ciudad, pero luego hay que admirarse del llamado «milagro de las chicas». Unas veces la solución se llama: «esperando la novela de la Unificación alemana», otras se constata el «fracaso ante la metrópoli». Se anuncia el «nuevo entretenimiento» o el «fin de la vanguardia». «Todos escriben novelas noveluchas, naturalmente con guiños irónicos y casi entre comillas», dice la divisa este año, «Todos escriben novelas policíacas» era el lema del año anterior. Cuanto más rápidamente cambian las tendencias, tanto más corta es la memoria. Y a la inversa.

La crítica literaria alemana no sólo se ha dejado arrastrar por ese juego de etiquetas, sino que, en parte, se dedica también a él. Hay críticos que han interiorizado tanto la nueva situación del mercado que asumen por su cuenta el papel de vendedor ambulante o de animador deportivo periodístico, convirtiéndose en agentes de las tendencias mainstreaming, de todos modos irresistibles, del mercado alemán del libro. En el caso de esos críticos, lo decisivo cuando se trata del prestigio y de la valoración periodística de los libros no es la calidad literaria sino el éxito económico. Informan con preferencia sobre lo que tiene éxito en el mercado.

Sin embargo, lo que prefiere la crítica literaria alemana es hablar del conflicto entre Este y Oeste, o del conflicto de generaciones, o de ambas cosas a la vez. Con frecuencia llamativa se piensa en confrontaciones y quiebras generacionales. Desde la Unificación alemana en 1989, se quiere oponer una y otra vez a los escritores del Oeste y a los autores del Este. Las diferencias de estética, mentalidad y formas de narrar han sido durante mucho tiempo tema favorito de pensamiento y discurso en los suplementos literarios. No obstante, sobre todo, la historia de la literatura de la República Federal –y de la antigua RDA– tenía que ser reescrita. En el orden del día figuraba una nueva valoración de la literatura alemana de la posguerra en su totalidad: incluida la devaluación a posteriori de sus figuras hasta entonces más representativas, tanto en el Este como en el Oeste.

Esa devaluación afectó en el Este principalmente a Christa Wolf, y en el Oeste, paradigmáticamente, a Günter Grass (el Premio Nobel de Grass fue por eso curiosamente comentado de una forma maliciosa y triste). Con esos dos nombres debía descalificarse, por representación, la literatura de la antigua República Federal y la de la naufragada RDA, mientras que había que constituir una nueva generación literaria de los noventa y elevarla a un pedestal: una multitud de autores segura de sí misma y no lastrada por el pasado alemán, que debía representar a la nueva Alemania y el estado de ánimo de la joven y flamante República berlinesa. Dicho sea de paso, ese proyecto de los suplementos literarios sólo se ha realizado en parte.

En la argumentación se entrecruzan el conflicto entre Este y Oeste y el conflicto de generaciones, reforzándose mutuamente. Porque también esa es una de las ocupaciones favoritas de la crítica literaria alemana: fabricar conflictos entre generaciones y aprovechar la rivalidad entre autores de distintos grupos de edad. Los autores mismos aceptan de buena gana esa oferta de polarización y fraccionamiento, y se dejan arrastrar a antagonismos a lo largo de fronteras generacionales.

Los más jóvenes fingen de buena gana que los más viejos les hacen sombra, como si difícilmente pudieran afirmarse frente a prepotentes avasalladores del tipo Günter Grass o Martin Walser. Y los más viejos hacen como si los más jóvenes los apartaran brutalmente a un lado y hablaran de ellos como si estuvieran ya muertos. Sobre todo Martin Walser, a quien desde hace algún tiempo le gusta coquetear en sus libros y apariciones públicas con obsoletos sentimientos nacionalistas que se le reprochan mucho, se siente realmente perseguido por la manía de desprestigio de los más jóvenes. De esa forma se crea un ambiente de envidia y menosprecio mutuos.

No obstante, resulta llamativa la intolerancia con que los autores y críticos más jóvenes reaccionan ante el éxito de los escritores más viejos, acusándolos, sin razón, de monopolizar la atención del público, que según ellos no les corresponde ya. Ese argumento de envidia profesional pudo escucharse realmente con frecuencia el pasado verano, cuando Martin Walser, con su novela en clave Muerte de un crítico, escandalizó a la escena literaria y ocupó la lista de éxitos de venta.

Por muy artificial e impulsado por el mercado que parezca por una parte ese debate de diferenciación y especialización en la literatura contemporánea alemana, no puede negarse por otra que, sobre todo desde los años noventa, más allá de cualquier etiquetado, se puede apreciar una transformación profunda. La generación de autores que recientemente comienza a hacerse oír piensa de forma muy distinta que las generaciones anteriores. A diferencia de todas las generaciones de escritores alemanes posteriores a 1945, no se siente necesariamente obligada a mantener vivo el recuerdo de los horrores del pasado alemán. No quiere cambiar el mundo como la generación de abuelos de Grass, Uwe Jonson o Heinrich Böll. En el caso de esos autores, el esclarecimiento de secretos persistentes y de silenciados enredos personales no ocupa el centro desde el punto de vista temático.

Lo cual resulta tanto más llamativo en los jóvenes escritores que todavía vuelven sobre el tema de la persistencia de la culpa alemana en la actualidad, como por ejemplo Tanja Langer en su novela El morfinómano o la bárbara soy yo, o Judith Kuckart en casi todos sus libros, o Marcel Beyer en su muy elogiada novela El técnico de sonido o, menos convincentemente, en Espías. Una figura destacada, como W. G. Sebald, trágicamente muerto en accidente hace un año, que hizo del trabajo de la memoria y la búsqueda inconsolable de huellas su proyecto literario, sólo puede imaginarse en su voluntario exilio inglés y como un gran marginado y, de forma significativa, es más apreciado y llorado como autor de estatura mundial en el extranjero que en la propia Alemania.

A diferencia de los más viejos, la joven generación no tiene la pretensión de explicar enseguida el mundo en un paradigma literario. La confianza en un modelo de interpretación se la dejan a los viejos merecedores del Premio Nobel. Son muy pocos los literatos que sienten todavía la ambición de levantar un antimundo de fantasía, una utopía verbal. Tampoco se le ocurriría a esa guardia de autores más jóvenes refunfuñar malhumorados y perdidos en sí mismos como Botho Strauss, ni empecinarse políticamente como Peter Handke en los Balcanes.

Esa generación se presenta más bien como mayoritariamente despreocupada por los problemas de la forma literaria y no lastrada por exigencias político-ideológicas, sociales o teóricoliterarias. No podría caer nunca, como sospecha Walser, en el juego con clichés antisemitas, porque hasta ese modelo de pensamiento les parece anticuado. Nunca tendrían la idea de escribir una novela en clave sobre el asesinato de un crítico, porque no son capaces de tomar suficientemente en serio a los críticos.

Hace tres años –¡cuánto tiempo parece haber transcurrido!–, el Spiegel de Hamburgo trató de presentar, en un tema de portada, a «Los nietos de Günter Grass», como nuevos portadores de esperanzas literarias, y de atribuirles una imagen de grupo, que abarcaba el Este y el Oeste y ambos sexos. Esos jóvenes autores y autoras fueron anunciados como protagonistas del más reciente boom literario, y tratados como estrellas de rock. No eran tanto sus libros sino ellos mismos los que debían ser el producto que se comercializara. Se trataba más bien de diseño y de styling que de estilo literario.

Su principal signo distintivo era la juventud. Aquellos autores tenían entre veinte y cuarenta años, eran elocuentes, seguros de sí mismos, aptos para los medios de información y presentables no sólo en conferencias y tertulias televisivas. Se movían segura y descaradamente en la publicidad de los medios y sabían venderse hábilmente. Tenían –y tienen– mucho en común con los artistas del espectáculo y los actores ambulantes. Se llaman Malin Schwerdtfeger y Jochen Schmidt, Ulrike Draesner y Andreas Maier, Karen Duve y Ulrich Woelk, Birgit Vanderbeke y Thomas Hettche, Jenny Erpenbeck y David Wagner, Antje Strubel y Thomas Brussig, Juli Zeh, Annette Pehnt y Christoph Bauer, Kathrin Röggla y Ulrich Petzler, Christian Kracht, Benjamin von Stuckrad-Barre y Alexa von Lange.

Esa joven guardia de autores es más ducha en los medios de información que lo fueron nunca los más viejos. No piensa en categorías de obras sino en estrategias de comercialización. No parte ya de la base de que la literatura pueda ser una profesión para toda la vida. A menudo procede de otras profesiones, del ámbito universitario, de la física, como Ulrich Woelk; de las librerías, como Antje Strubel; de la historia del arte, como Christoph Bauer; del trabajo en el teatro, como Jenny Erpenbeck. Con frecuencia provienen del periodismo; con frecuencia del sector publicitario. Y con frecuencia, después de su carrera como autores, vuelven a su profesión anterior.

La literatura que producen esos jóvenes autores adopta en gran parte una forma clara y entretenida, apuesta por una historia reconocible y, aparentemente, está escrita como escribe el hombre de la calle. De qué trata esa literatura lo revelan ya los títulos de los libros: Mi primera camiseta, Mis pantalones azul medianoche. Esa literatura se aferra temática y literariamente a la corriente principal, y adopta también con gusto las técnicas de suspense de la novela policíaca, como Ulrich Woelk en su novela La última función o Thomas Hettche en El caso Arbogast. Por ello resulta fácil de leer y poco fatigosa. Esa es su ventaja comercial y ese su límite estético. Esa literatura es por ello apreciada por igual por las editoriales, los lectores y la mayoría de los críticos. El mercado del libro la elogia, diciendo que es muy entretenida, pero lo que quiere decir es que se vende mejor que los textos difíciles, herméticos y exigentes de muchos autores más viejos. Esa nueva literatura se puede traducir bien a otros idiomas, se puede filmar y es entendida por las generaciones jóvenes de todo el mundo. Ser debutante pareció por algún tiempo casi una profesión de moda para los jóvenes.

Como esos autores se criaron en la República Federal satisfecha y en calma de los años setenta y ochenta, o en la RDA, protegida al menos del clima, no han vivido demasiado. Por eso, se concentran, muy conscientemente, en su estrecho fragmento de experiencia autobiográfica. Lo que cuenta sobre todo es el código, su forma de percibir y presentar, que atrae a los de su misma edad con su forma de moverse por un mundo impenetrable que produce mareos. Se inventa poco, porque primero hay que sujetar y fijar literariamente ese sector de experiencia propio. Parece pues una necesidad biológico-literaria el que esos autores del Este y el Oeste escriban con más frecuencia sobre lo que conocen: la infancia, la juventud, la adolescencia. A menudo se puede reconocer la propia infancia del autor, convertida en tema.

El autor norteamericano Jonathan Franzen se ha burlado de que sus colegas, cuando tienen que narrar, se atengan preferentemente a los tres conocidos modelos: Mi interesante infancia. Mis interesantes años escolares. Mi interesante año en el extranjero. Eso se aplica también a la literatura contemporánea alemana, tal vez incluso en mayor medida. Se trata de una infancia absoluta o universal, de una regresión, de una autoinfantilización. No quiere crecer. Mira ahora con irónica nostalgia su infancia de ciudad provinciana de hace una quincena de años en Schleswig-Holstein o Westfalia oriental, cuando la escriben los del Oeste; o recuerda con morriña burlona los alegres tiempos de la RDA detrás del seguro muro, cuando la escriben los del Este.

Esa infancia, por principio, no está vinculada a ninguna edad; es más bien, como ha constatado el escritor Burckhard Spinnen, una «metáfora precisamente de ese estado de infantil carencia de destino que se ha prescrito a la generación posterior al ochenta y seis y en la que se siente tan protegida como sin hogar. A esa generación le va mal un nivel más alto. Reinan los codazos y la brutalidad de la globalización, y la insatisfacción por la Unidad. Las cotizaciones bursátiles caen al sótano, pero las aspiraciones económicas alcanzan un nivel sin precedentes». La conciencia de la actualidad se siente como una situación extrañamente multitudinaria: «Como una mezcla de seguridad total y malos pronósticos, de excesiva protección y de abandono».

Por eso, esos autores contemporáneos alemanes pueden todavía amortizar su vida y su literatura. El ritmo creciente del cambio literario se ocupará también de su rápida decadencia. Nunca se habían quemado los autores tan rápidamente como ahora. El rápido desgaste de autores y obras es el reverso del boom juvenil.

Por suerte, hay además literatos que rechazan la corriente principal y sus temas y estilos, y trabajan en proyectos obstinados y excéntricos, a los que no se puede aplicar ninguna etiqueta apresurada. No cumplirán ya los treinta, han vivido algo y han leído mucho, y no se dejan apartar, ni empujar, ni tutelar. Las modas literarias vienen y van, pero ellos siguen con su tema, da igual que sean favorablemente acogidos o no en los suplementos literarios o en las habladurías del sector. Se llaman Kathrin Schmidt e Ingo Schulze, Susanne Riedel, Thomas Lehr y Georg Klein. Y, si se me permite una profecía arriesgada: esos nombres son las verdaderas esperanzas de la literatura contemporánea alemana.

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