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El final del principio

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Al Partido Demócrata le han metido un meneo en las elecciones bienales de Estados Unidos y Paul Krugman ha ofrecido una a modo de elucidación. Pero el revolcón (un shellacking, que dijo el presidente Obama en 2010, cuando se llevó el primero) ha sido considerablemente más serio que las apreciaciones del profesor de Princeton. Vayamos por partes.

Desde 2010, el poder legislativo estadounidense ha estado dividido, con la Cámara de Representantes en manos de los republicanos y el Senado en las de los demócratas. Como era de suponer, dada la creciente distancia entre las políticas de ambos partidos, la parálisis legislativa de los dos últimos años ha sido total. Lo que la Cámara aprobaba, el Senado lo rechazaba, y a la inversa. En 2012, los republicanos esperaban mejorar su ventaja en la primera y, de no lograr hacer elegir a Mitt Romney, su candidato presidencial, al menos ganar la mayoría en el Senado. No lo consiguieron. Obama fue reelegido, los republicanos perdieron ocho bancas en la Cámara y dos en el Senado. Una derrota sin paliativos, pese a que se hicieran con la gobernación de un Estado más entre los doce en que se celebraban elecciones.

En 2014, la Cámara cuenta con más republicanos que en 2010 (245, con una ganancia de doce); el Senado pasa a sus manos (a la hora de escribir este blog tienen, por lo menos, cincuenta y dos escaños y quedan aún por decidir tres Estados); y se han hecho con veintinueve gobiernos estatales, ganando tres. También han aumentado su participación en las cámaras legislativas de los Estados.

Entra Krugman. Y lo hace con un descubrimiento que no debe haber sido la razón por la que ganó el Nobel de Economía en 2008: «La política determina quién tiene el poder, no quién está en posesión de la verdad». Eppur’ si muove. El triunfo republicano no cambia la naturaleza de las cosas. Los republicanos erraron, y aún yerran, con la economía. «Los gobiernos que hicieron lo que Boehner [el líder de la mayoría republicana en el Congreso] pedía con insistencia, recortar el gasto de las economías deprimidas, han propiciado crisis económicas comparables a la Gran Depresión».

Tal vez, pero, entonces, ¿qué ha pasado allí donde, como en Estados Unidos, se ha seguido el catón keynesiano que Krugman equipara a la verdad sin velos? La recuperación estadounidense desde que el país salió de la recesión en 2009 ha sido a todas luces anémica (una media inferior al 2% anual en los últimos cinco años) y muy inferior a las que siguieron a otras crisis anteriores. El mercado de trabajo ha mejorado, pasando de una tasa máxima de paro de 10% en octubre de 2009 al 5,9% de octubre de 2014. El empleo lleva creciendo sin parar desde octubre de 2010; pero ha aumentado sobre todo en sectores de salarios bajos (comercio minorista, empleos temporales, hostelería y restaurantes) y su disminución relativa debe tener en cuenta que la participación en la fuerza de trabajo se hallaba en octubre de 2014 en un 59,2%, es decir, muy por debajo de lo normal en los treinta años anteriores. Cerca de dos millones de estadounidenses dicen que desearían tener un trabajo mejor pagado y/o a tiempo completo. Así que, aunque la economía mejore lentamente, una mayoría no ha visto aumentar su renta disponible. Sería de mala educación preguntar a Krugman qué ha sucedido en Japón desde hace veinticinco años, o cómo va a liquidarse la cartera de 3,7 trillions de dólares (billones en terminología española) que ha acumulado la Reserva Federal. Como esto último son cosas de economistas y yo no lo soy, prefiero esperar a que Krugman siga explicándolo tan claramente como acostumbra.

Pero no todo es «la economía, estúpido». Krugman está muy enfadado con los republicanos del Senado, cuyo obstruccionismo a las propuestas presidenciales «se encuentra al límite del sabotaje […]. Han hecho todo lo posible por obstaculizar las políticas eficaces», es decir, se han opuesto no ya al presidente, cosa que suele ser habitual entre la oposición en los regímenes democráticos, sino que se han olvidado de que Krugman tiene la llave del cinturón de castidad en el que dice tener atrapada a la verdad. Lamentablemente, los estadounidenses les han seguido. «La mayoría de los votantes no conocen bien los detalles políticos ni entienden el proceso legislativo. Lo único que han visto es que el hombre de la Casa Blanca no les traía la prosperidad; y han castigado a su partido».

¿Recomendará a continuación Krugman que vuelva aquel bien hallado sufragio censitario que dejaba el cuerpo electoral en manos de los/las grandes propietarios/-as (como los/las capitalistas progres de Silicon Valley o los/las dueños/-as de los estudios de Hollywood) y de la gente con título universitario, dicho con una gran sensibilidad de género como la que gastan los intelectuales de Princeton? Puede estar seguro de que, entre otros muchos, el general Prayuth, hoy primer ministro de Tailandia, y Xi Jinping, al que le ha salido un grano democrático en Hong Kong, van a leerlo con mucho interés. Atención a las próximas entregas de los diarios globales en que colabora Krugman.

Muchos auguran que la herida por la que respira Krugman no es coyuntural. Pese al tropezón de 2010 (la citada pérdida de la Cámara de Representantes), la reelección de Obama en 2012 ha traído consigo una oleada bibliográfica sobre la nueva coalición política que va a asegurar, dicen, repetidos triunfos electorales al Partido Demócrata. Cualquier alternativa política en Estados Unidos, una sociedad cultural y étnicamente más plural que la mayoría, necesita movilizar a grupos muy diversos. Tradicionalmente, el pivote sobre el que habían girado todas ellas era el voto de los blancos, al que podían sumarse otros grupos sociales, como los negros, los latinos o los indios, también conocidos como americanos-nativos. El voto blanco, por supuesto, se refractaba en subcategorías de ocupación, renta, educación, hábitat, edad y demás, que, según se inclinasen, decidían el triunfo de uno u otro partido: era la columna vertebral de toda posible coalición.

La demografía ha puesto patas arriba esa hipótesis. Con un 15% de latinos, un 13% de negros, un 4% de asiáticos, la preponderancia de los blancos (un 63% en el censo de 2013) está cada día más amenazada. Más aún, una creciente desigualdad social y la no menos rampante discriminación, dicen, han llevado a muchos votantes originarios de grupos sociales aún mayoritariamente blancos (mujeres, trabajadores sindicados, homosexuales y otros) a dividirse, buscando cada cual su propio camino. Un camino que no lleva a Wall Street, ni a los suburbios de la clase media, ni a los Estados de población agraria acomodada en el Medio Oeste. En 2012, Obama tuvo más del 50% de votantes entre las mujeres, los negros (93%), latinos y asiáticos, rentas por debajo de cincuenta mil dólares, personas con educación primaria y terciaria (posgraduados), votantes autodefinidos como liberales (86%) o moderados, es decir, los grupos demográficos en alza. La coalición que lo llevó a la presidencia por dos veces tendría asegurada su buena salud y, en resumen, el republicanismo tradicional sus días contados.

Unas elecciones que no coinciden con las presidenciales, como las del pasado 4 de noviembre, no permiten conclusiones terminantes, pero apuntan que la noticia de la muerte del republicanismo estadounidense se ha anunciado con tanta o más exageración de la que, según aclaraba un Mark Twain aún vivo, se había informado de la suya. Y ya que estamos con citas, yo me permitiría resumir lo sucedido en las pasadas elecciones de Estados Unidos con otra igualmente famosa, la de Winston Churchill el 9 de noviembre de 1942, tras la segunda batalla de El Alamein: «No es el final. Ni siquiera el principio del final. Tal vez el final del principio».

Pero, ¿qué principio es ése en este caso? El entusiasmo de los electores que votaron por Obama en 2008 y el que volvieron a mostrar, ya un poco deshilachado, en 2012, no respondía a un programa claro. Al aspirante a la presidencia y a su audiencia les apasionaba la lírica. «Estoy absolutamente seguro –decía Obama al aceptar la nominación demócrata el 3 de junio de 2008 en Saint Paul –de que, al correr de las generaciones, podremos echar la vista atrás y decir a nuestros hijos que éste fue el momento en que empezamos a proveer de cuidados a los enfermos y de buenos trabajos a los parados; éste fue el momento en que empezó a detenerse la subida de nivel de los océanos y nuestro planeta empezó a sanar; éste fue el momento en que acabamos una guerra y dimos seguridad a nuestra nación y redoramos nuestra imagen de ser la última y la mejor esperanza de la Tierra». Y sus seguidores se miraban en ese espejo y se veían reflejados en él. Pero con un reflejo que no era el mismo para todos. Detrás de la retórica religiosa, cuando no mesiánica, de la esperanza y del cambio –la cosa esa hopey-changey, que dijo Sarah Palin en la única gracia fetén de su carrera–, Obama y los demócratas impusieron un conjunto de políticas progresistas, o socialdemócratas a la europea, que, como se ha visto en la resistencia a la reforma del sistema de salud y en política exterior, una mayoría de ciudadanos estadounidenses no estaba dispuesta a hacer suyas. A mi entender, esa indeterminación fundante del proyecto presidencial se hundió en la noche del pasado 4 de noviembre.

Este blog suele ocuparse del este y del sudeste asiáticos. El de hoy, con las elecciones de Estados Unidos, sólo es una aparente excepción. Ante los conflictos que puedan surgir en esa zona, la política exterior del presidente Obama, eso que se ha llamado conducir desde el asiento de atrás, tendrá que cambiar. Tras seis años de obamismo y de tantas obamemeces como hemos oído a sus incondicionales, parecía obligado apuntar por qué.

Un día es un día.

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