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El escándalo imposible

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Es bien sabido que André Breton, padre oficial del surrealismo, se quejaba amargamente a la altura de 1955 de que el escándalo ya no era posible. ¡Los burgueses no se dejaban epatar! Sin embargo, la sociedad posmoderna se entretiene todavía hoy, periódicamente, con alguna que otra polémica artística, como la que acaba de producir el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, a cuenta de una escultura incluida en la muestra colectiva La bestia y el soberano. Titulada Haute Couture 04 Transport, la obra de los artistas Ines Doujak y John Barker representa una escena improbable: el rey Juan Carlos I, montado por una mujer de rasgos indígenas inspirada, al parecer, en una líder obrera boliviana llamada Domitila Barrios, sodomizada a su vez por un perro. El director del museo, Bartomeu Marí (que acaba de presentar su dimisión), consideró la escultura inapropiada y quiso apartarla de la exposición, para verse obligado a dar marcha atrás ante las correspondientes acusaciones de censura provenientes del sector artístico. Marí se ha defendido en estos términos:

Nunca he creído que mi gesto fuera de censura; lo percibí como un desacuerdo con la presencia de una obra concreta y los efectos de sus posibles lecturas.

Por otro lado, qué va a decir. En principio, puede entenderse por censura la supresión o alteración de una publicación o discurso considerada dañina para el bien público. Su origen está en los censores romanos, encargados de registrar a los ciudadanos en el censo y facultados para excluir a aquellos que consideraran moralmente indignos de tan alta condición. Históricamente, su institucionalización es un efecto de la amalgama de religión y política que se produce a consecuencia de la reforma protestante y la contrarreforma católica, que llevó al Estado, que había asumido de la iglesia la censura de contenidos religiosos, la extendiera para incluir bajo su campo de acción contenidos políticosFranz Schneider, «Presse, Pressefreiheit, Zensur», en Otto Brunner, Werner Conze y Reinhart Koselleck (eds.), Geschitliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, vol. 4, Stuttgart, Klett-Cotta, 1978.. Y aunque, por esa misma razón, ha solido asociarse con la restricción estatal o eclesial en sociedades cerradas en que se trataba de proteger la moral pública de contaminaciones exógenas, no han faltado defensores ilustrados de corte republicano cuyo propósito era la promoción de la virtud cívica. Así la justifica Platón en La República, mientras Rousseau apunta a la censura como medio para limpiar la voluntad general de cualquier rastro de interés privado: un contrato social inmaculado tiene sus costes. Así pues, la categoría de «lo indeseable» a la que se refiere J. M. Coetzee en sus ensayos sobre el tema –que abarca tanto contenidos políticamente subversivos como moralmente repugnantes– supone necesariamente la existencia de un dictum sobre lo deseable que sólo puede establecer una instancia que se sitúa por encima de la comunidad, ya sean el Estado o la Iglesia, posición epistemológica desde la que se decide el contenido de sus flujos comunicativos:

El censor actúa, o cree actuar, en interés de una comunidad. En la práctica, representa a menudo la indignación de esa comunidad, o imagina esa indignación y la representa; a veces imagina tanto la comunidad como su indignaciónJ. M. Coetzee, Giving Offense. Essays on Censorship, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1996, p. 9..

He aquí, se diría, una comunidad imaginada distinta a la conceptualizada por Benedict Anderson en sus estudios sobre el nacionalismo, aunque por lo general solapada con la propia sociedad nacional, que es aquella sobre la que ejerce –o ejercía– el Estado su capacidad de control. La comunidad imaginada del censor es una comunidad moral. Esa moralidad pública es definida por el Estado y el censor es el burócrata encargado de conservarla restringiendo la aparición pública de aquellos contenidos comunicativos que pudieran amenazar su vigencia. Se plantea aquí el interesante problema de la identidad del censor, que ya enfatizara John Milton en su Areopagitica de 1644, que abrió el debate sobre la censura en la sociedad inglesa y condujo a la abolición de la censura previa a la publicación tan pronto en una fecha tan temprana como 1645, siendo éste también el resultado de la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos en 1791John Milton, Areopagitica and Other Writings, Londres, Penguin, 2014.. ¡Esa ventaja nos llevan! Para Milton, es al público al que corresponde juzgar las opiniones de un autor, incluso si son falsas, porque esa verdad sólo puede ser comprobada en el encuentro libre y abierto de lo que más tarde se llamaría mercado de las ideas. Si un censor hubiera de cumplir esa función, señala Milton, habría de ser alguien situado por encima de la media: un erudito juicioso. Pero una persona así difícilmente ambicionaría un trabajo tan tedioso, razón por la cual, concluye Milton, los censores tenderán a ser ignorantes, arrogantes, negligentes o mercenarios. Habría que añadir a ello una suerte de paradoja del censor ideal, por cuanto éste sería una persona cuyas inclinaciones intelectuales lo llevarían a abjurar de semejante función: George Orwell jamás sería censor de George Orwell.

En el caso Macba, sin embargo, parece darse la situación de una censura ejercida por alguien a la vez erudito y juicioso, sometido inmediatamente a la crítica de su comunidad profesional. Marí no es en absoluto el censor ignorante que, en el contexto de una sociedad cerrada, trata con torpeza de cerrar las puertas al campo y convierte un adulterio en un incesto, como célebremente hicieron los censores franquistas manipulando el doblaje de Mogambo, la excursión de John Ford a la sabana africana. Más bien, el director del Macba parece haber tomado su decisión, rectificada después, por razones profesionales humanamente comprensibles. Además, aunque se trata de una institución pública, difícilmente podemos ver en el Macba uno de los brazos armados de la censura estatal. Dicho de otra manera, sólo activando una verdadera nostalgia por los buenos viejos tiempos de la lucha contra la censura prebélica en tiempos de eclosión de las vanguardias, que en nuestro país vive una segunda juventud durante el franquismo, podemos situar el episodio del Macba en la categoría de la lucha del censor contra lo indeseable. A pesar de la ventaja ganada hace siglos por las sociedades anglosajonas, la libertad de expresión y publicación está firmemente enraizada en esas sociedades occidentales en las que el escándalo, como lamentaba Breton, ya no es posible.

Hay, ciertamente, episodios ocasionales, pero vistos con perspectiva carecen de verdadero significado y obedecen en gran parte a la súbita prominencia a que se elevan determinadas publicaciones o exposiciones sobre las que la prensa posa su atención. Naturalmente, a eso hay que sumar el protagonismo que ha adquirido la esfera pública como escenario principal de una guerra de significados que nos mantiene entretenidos a tiempo completo. Es la combinación de esos dos factores la que proporciona al escándalo –al falso escándalo, al escándalo fingido– su importancia tardomoderna. Y qué mejor falso escándalo que una presunta censura.

Ahora bien, desde al menos Orwell es sabido que la censura más insidiosa es la que se instala en el interior del sujeto. Es una perspectiva que los teóricos de corte foucaltiano estaban llamados a extender, hasta el punto de identificar en todas las sociedades –totalitarias o democráticas– una censura inconsciente que traza en la subjetividad misma las fronteras de lo decible. Ni siquiera seríamos así capaces de pensar out of the box, por la sencilla razón de que no vemos la caja. De hecho, la caja de los censores tradicionales, salvo en los casos de feroz represión hipertotalitaria, es una conocida impulsora de soluciones imaginativas; en estos casos, la censura se convierte en un Gran Editor que obliga a sugerir bien lo que de otro modo acaso se habría dicho mal.

Ni que decir tiene que eso no convierte a la censura en deseable: el ideal regulativo de una esfera pública abierta que opera como un libre mercado de ideas sigue siendo superior a sus alternativas. A pesar, por cierto, de las sutiles reservas que alberga Coetzee sobre el mismo: la disposición a ver sometido nuestro sistema de creencias a la crítica sin sentirnos –gracias a una sofisticada metaconciencia irónica– ofendidos es precisamente lo que nos impide comprender la facilidad con que personas que pertenecen a otros sistemas de creencias se sienten ofendidos en caso de crítica. No hace falta recordar la matanza en la redacción de Charlie Hebdo para comprenderlo, aunque no se ve qué consecuencia práctica puede extraerse de la inteligente observación del novelista sudafricano, más allá de evitar sorprendernos cuando el disparo del terrorista hace estallar nuestra burbuja cognitiva. Y dado que eso ya ha sucedido demasiadas veces, con terrorismos endógenos y exógenos, parece difícil que la sorpresa pueda repetirse.

Tiene su lógica que, en una sociedad abierta, la censura se relacione directamente con el escándalo. Pero no tanto porque toda censura sea un escándalo, cuanto porque necesitamos fingir que el escándalo es todavía posible a fin de que siga produciendo los beneficios psicopolíticos que le son conocidos.

En Pasolini, la recién estrenada película de Abel Ferrara sobre el director italiano, se escenifican dos entrevistas que presentan interés para nuestro tema. Antes del estreno de Saló o los 120 días de Sodoma, sin saber todavía cómo iba a responder la censura estatal ante la representación explícita de prácticas sexuales masoquistas, Pasolini observa que «escandalizar es un derecho y ser escandalizado es un placer», en estricta coherencia con su idea de que sólo el hombre que dice no a lo establecido ha logrado, a lo largo de la historia, transformar la realidad social. En el seno de sociedades reformistas donde son muchos los que dicen no a cosas a las que otros dicen sí, esta rebeldía de estirpe camusiana ha perdido valor, aunque tal vez podría decirse que lo que ha perdido importancia son las grandes rebeldías antisistémicas, en beneficio de las microrrebeldías que funcionan en la esfera cotidiana.

Más interesante resulta la segunda entrevista escenificada por Ferrara, donde Pasolini se enfrenta a un educado crítico de La Stampa que le plantea la posibilidad de que su posición intelectual sólo pueda sostenerse sobre la base de la destrucción del orden establecido, sea cual sea este orden. Pasolini elude la pregunta lanzando un apasionado ataque contra la sociedad capitalista, pero el periodista insiste en saber cuál es su visión de una sociedad alternativa, qué habría –pregunta– si con una varita mágica él pudiera hacer desaparecer todo aquello que no le gusta. Pasolini dice entonces que quedaría «todo»: mis amigos, mis libros, mis películas. Pero no responde, por tanto, a la pregunta, porque lo que le quedaría no es lo que quedaría: el orden social deseado que haría innecesaria la subversión y superflua la crítica. Pasolini no se atreve a decir que ese orden no existe, que su arte se basa en la universalización de las convenciones burguesas como paso previo a su escarnio, sin reparar quizás en que el problema –si lo hay– es menos burgués que humano. También en el sentido de que toda sociedad posee una cierta moral, aun cuando esa moral pudiera asentarse sobre el rechazo frontal de la moral. Y es que hasta la crítica más feroz necesita de una norma que le sirva de referencia.

Resta por responder la pregunta sobre quién, dentro de las sociedades dominadas por la cosmovisión liberal que permite el libre juego de las ideas y las representaciones, es todavía verdadero sujeto de escándalo. Salvo que la crítica se dirija contra aquellos que profesan una cosmovisión religiosa que siente la crítica como blasfemia. Pero, precisamente, una blasfemia no es un escándalo: la blasfemia es religiosa, el escándalo es moral; ambos, por lo demás, tienen consecuencias políticas. Otra cosa son las batallas del gusto que, como ya se ha dicho, constituyen el juguete primordial de una sociedad orientada hacia el entretenimiento de sus capas adultas de población. Por eso es interesante que Pasolini emplee las categorías de derecho y placer: escandalizar sería un derecho incluso allí donde ya no queda mucho por lo que sentirse escandalizado, ¡precisamente porque escandalizarse es un placer al que no queremos renunciar! Un escándalo al que sigue la indignación: supremos placeres del literalista e incluso del irónico cuando suspende sus fríos mecanismos de distanciamiento. Y componente irrenunciable del código de comunicación del arte moderno, que últimamente ha incluido dentro de ese campo semántico el escandaloso precio pagado por algunas de sus piezas. Es en ese marco donde hay que situar la modesta polémica barcelonesa. Hasta la siguiente, habrá que sobrellevar como podamos el aburrimiento: tengamos paciencia.

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