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Asia Menor

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El pasado mes de agosto comí en el American Club de Shanghai, un elegante comedor con una vista deslumbrante de los restaurados edificios coloniales de la ciudad situados a orillas del río, con un ejecutivo chinoamericano radicado en Pekín. A nuestro alrededor, empresarios estadounidenses estaban captando socios potenciales chinos, sirviéndose botellas de whisky de cien dólares y pidiendo reservados para que nadie pudiera oír los tratos que estaban haciendo. Aunque mi compañero de mesa había trabajado en China durante décadas, el tiempo suficiente como para mostrarse cínico sobre cualquier lugar, compartió el entusiasmo del resto de los comensales. «He invertido aquí mi patrimonio», dijo, señalando hacia Shanghai por la ventana. «Si tuviera más dinero, también lo pondría aquí. El desarrollo económico de China es realmente alucinante».

Mi amigo no es el único. Casi todos los empresarios extranjeros con los que hablé en China –incluso aquellos cuyas empresas han perdido millones de dólares en el país– me dijeron que acabaría por convertirse en su mercado más importante. Publicaciones como BusinessWeek y Forbes han publicado un artículo tras otro sobre el milagroso desarrollo económico chino. Si se realiza una búsqueda por los periódicos estadounidenses en Internet el resultado es de miles de artículos entusiastas.

Pero, ¿y si estuvieran equivocados? Si se observa atentamente la economía china se descubrirá una situación mucho menos halagüeña de la que se retrata en la mayor parte de la prensa económica. Las tasas de crecimiento del país se exageran enormemente y son el resultado de contabilidades amañadas y un enorme déficit público. Las empresas que venden al mercado chino –extranjeras y nacionales por igual– están luchando simplemente para no tener pérdidas. La economía está acosada por una constante deflación y un sistema bancario inservible. «Los empresarios han caído en una ciega precipitación hacia el desastre», afirma Graeme Maxton, un especialista en la industria automovilística china. «Se han convencido de que tienen que estar en China o sus competidores les tomarán la delantera, así que ignoran los fundamentos económicos». El milagro económico chino es, en otras palabras, en buena medida un castillo de naipes. Y, cuando caiga, las consecuencias podrían ser catastróficas.

La reputación de China como un gigante económico que está despertándose rápidamente tiene, en realidad, una cierta base. En las dos últimas décadas, China ha hecho unos progresos económicos impresionantes. En 1978, cuando Deng Xiaoping empezó a abrir la economía, el país era uno de los más pobres del mundo. Un americano que visitó Shanghai a comienzos de los años ochenta recordaba la ciudad como una metrópolis gris poblada por hombres y mujeres que vestían casi exclusivamente trajes Mao; hoy es una ciudad vibrante que alardea de contar con docenas de tiendas de moda europeas. Pekín, entre tanto, tiene un Starbucks en la Ciudad Prohibida. Y la costa oriental de China se ha convertido en un tejido industrial que añade poco valor. La clase media china, que está integrada por algo menos del 10 por 100 del país, ha visto cómo crecía enormemente su renta disponible; la renta disponible anual en los hogares urbanos pasó de unos 340 yuan (41 ) en 1978 a casi 6.300 yuan (761 ) en 2000. Pero, a pesar de todos los cafés vendidos en el Starbucks de Pekín, China está dando únicamente pasos económicos positivos, no saltos revolucionarios. El gobierno chino defiende que la economía ha crecido de un 7 a un 10 por 100 anual durante las pasadas dos décadas.

Pero, aparte del sector de exportación (el punto fuerte de la economía china, pero sólo alrededor del 20 por 100 del PIB), los números del gobierno no cuadran. Thomas Rawski, un innovador economista de la Universidad de Pittsburgh, señala que durante los últimos cinco años –un período de un supuesto crecimiento vertiginoso– China ha estado acosada por la deflación, un desempleo creciente y un uso de energía a la baja, tendencias asociadas normalmente con el bajo crecimiento, si no con una recesión en toda regla. Tomemos el ejemplo del descenso en el uso de la energía: las industrias de China dependientes del carbón no se caracterizan por su protección del medio ambiente –en un día de verano en la ciudad industrial de Urumqi no podía ver un solo edificio al otro lado de la calle–, de modo que es casi imposible que el país pueda crecer rápidamente al tiempo que usa menos energía. Observando los datos de energía, cifras del PIB compiladas de modo independiente y otras estadísticas, Rawski concluye que, entre 1998 y 2001, China creció aproximadamente un 4 por 100 en vez del 7 al 10 por 100 que sostiene el gobierno: unos resultados decentes, pero no mejores que los de otras economías en desarrollo. En comparación, Bangladesh, que no es un país que nadie asocie con un dinamismo económico, creció una media de un 5 por 100 anual durante los últimos años de la década de los noventa. Un crecimiento del 4 por 100, además, no es suficiente para mitigar los problemas socioeconómicos que podrían acompañar la transición de China a partir de una economía agraria. Según varios economistas chinos, China necesita mantener más del 7 por 100 de crecimiento anual para mantener las tasas de desempleo por debajo del 15 o el 20 por 100 en las zonas rurales.

¿Cómo pueden diferir tanto las cifras de Rawski de las de Pekín? La explicación fundamental es que las estadísticas económicas nacionales de China, que se compilan a partir de datos provinciales, carecen de salvaguardias contra las intromisiones políticas. Cuando el gobierno central hace públicos sus objetivos de crecimiento a comienzos de año –en 1998, por ejemplo, Pekín anunció que un crecimiento anual del 8 por 100 era «una responsabilidad política»–, los dirigentes provinciales simplemente maquillan las cifras para que cuadren. «Las estadísticas de China se basan en un sistema de tipo soviético en el que cada ciudad y cada provincia presentan las cifras, en vez de contar con una organización nacional que realice esta labor, y muchos de los dirigentes locales que he conocido están sometidos a una intensa presión para alcanzar los objetivos», afirma Joe Studwell, director del China Economic Quarterly. Sólo en 2001, según el gubernamental Departamento Estatal de Estadística, había constancia de más de 60.000 falsificaciones de datos provinciales.

Otros prominentes economistas comparten las dudas de Rawski sobre las supuestas tasas de crecimiento de China. La destacada economista y escritora china He Qinglian me dijo que, en 2000 y 2001, viajó por todo el sur de China, parando en los despachos de los dirigentes provinciales. Cuando les preguntaba por sus estadísticas provinciales del PIB y por sus metodologías, muchos se mostraron incapaces de proporcionarle unas u otras; cuando sí lo hicieron, los números no cuadraban casi nunca.

En privado, y cuando hablan con determinados periodistas locales, hasta los mandatarios chinos admiten que los datos están amañados. Cuando Rawski y otros destacados economistas se reúnen con estadísticos oficiales en Pekín, oyen a menudo que nadie en el gobierno se cree las recientes cifras del PIB. «Los economistas americanos van por los Estados Unidos alabando la economía china y cuando voy a Pekín la gente es allí infinitamente más pesimista», afirma Rawski. Si hojeamos los periódicos chinos de los últimos cinco años encontraremos decenas de historias totalmente diferentes de las que aparecen en la muy efusiva prensa extranjera: artículos sobre estancamiento económico, bajadas de salarios y deflación (aunque la prensa china sigue siendo objeto de censura, ha experimentado una mayor apertura en los últimos años y algunas publicaciones pioneras, como Caijing y Southern Weekend, publican regularmente informaciones que ofrecen una pobre imagen de China). Incluso los altos dirigentes saben que China exagera las cifras. En 2000, el antiguo primer ministro Zhu Rongji, el jerarca que habla con mayor claridad en Pekín, advirtió que «la falsificación y la exageración en las estadísticas constituyen un mal endémico».

Un panorama igualmente adusto es el que asoma cuando se investigan las operaciones de algunas de las grandes empresas nacionales y multinacionales que tienen como objetivo el mercado chino. Un gran número de empresas de la lista Fortune 500 promocionan sus departamentos en China como los ejes del crecimiento corporativo, y es cierto que algunas compañías extranjeras, como Motorola, han obtenido una importante cuota de mercado vendiendo a China. Pero este verano, cuando contacté con casi cuarenta grandes multinacionales que se centran en el mercado de consumo chino, sólo dos –el gigante cervecero SABMiller y el titán de la comida rápida Yum! Brands (la empresa matriz de KFC y Pizza Hut)– se mostraron deseosos de proporcionar información incluso elemental sobre sus ingresos en China. «Si algunas de estas empresas extranjeras estuvieran haciendo dinero en China, estarían hablando de ello constantemente», afirma Studwell. Cree que menos del 10 por 100 de las empresas extranjeras que venden a China están recogiendo beneficios, un punto de vista compartido por algunos otros destacados especialistas en China (las empresas que utilizan China como una plataforma para fabricar y exportar son una historia diferente: muchas de ellas han prosperado). El resto, afirma Studwell, se han expandido demasiado rápidamente, sobreestimando el crecimiento de China y el verdadero número de potenciales consumidores. Recientemente, al tiempo que asciende el desempleo, el consumo personal está realmente descendiendo.

Aunque convencer a las compañías extranjeras de que hablen de sus operaciones en China puede resultar difícil, sí que es fácil encontrar historias de fiascos financieros. Cuando la Cámara de Comercio estadounidense de Pekín hizo una encuesta entre sus miembros en 1999, descubrió que menos del 15 por 100 de los encuestados tenían operaciones en China que generaban resultados superiores al coste del capital, el umbral normal para la rentabilidad. Varias veces a la semana los periódicos en lengua vernácula de China y el South China Morning Post, el más importante diario en inglés de Hong Kong, publican artículos sobre los problemas de una nueva empresa extranjera. Cogiendo unos cuantos números al azar del Post y de la revista regional Far Eastern Economic Review la primavera del año pasado, reparé en varios artículos sobre Pepsi, que nunca ha hecho dinero en China a pesar de invertir 500 millones de dólares en dos décadas; sobre la fracasada empresa de jeeps de DaimlerChrysler en Pekín; y sobre las tribulaciones de AOL-Time Warner en China.

A las grandes empresas chinas les va aún peor. Empresas privadas más modestas con aceptables planes comerciales encuentran casi imposible obtener préstamos, ya que el endeudado sistema bancario de China sigue centrado en el apoyo de empresas de propiedad estatal respaldadas por el Partido Comunista (el resultado es que los empresarios se ven obligados a confiar en entidades crediticias ilegales de la zona; algunos de los mayores usureros de China son ancianas que proporcionan capital a negocios familiares). Los banqueros extranjeros estiman que, debido a estos tratos con las empresas de propiedad estatal, más de la mitad de los créditos bancarios de China son improductivos o de dudoso cobro. La agencia de calificación Standard & Poor's ha calculado que harían falta al menos 540.000 millones de dólares para recapitalizar los bancos de China.

Dado su fácil acceso al capital, las grandes empresas de propiedad estatal se convierten con demasiada frecuencia en vehículos para el vaciamiento de activos por la alta dirección o en moles irreformables plagadas de trabajadores improductivos. Minxin Pei, un estudioso chino que trabaja en el Carnegie Endowment for International Peace, estima que la corrupción le cuesta a China hasta el 8 por 100 del PIB anual. Los auditores gubernamentales han admitido que más de dos terceras partes de las mayores empresas chinas falsifican su contabilidad, una estadística asombrosa dado que los inversores atacaron a las bolsas estadounidenses a resultas de los recientes escándalos empresariales, a pesar de que la mayoría de los economistas piensan que menos del 5 por 100 de las empresas estadounidenses amañan sus libros. En muchos casos, gerentes chinos corruptos han utilizado fondos robados de empresas de propiedad estatal para construir edificios enormes, virtualmente inútiles, en la costa oriental de China como escaparates de su nueva riqueza. Partes de Pudong, el novísimo distrito comercial de Shanghai, parecen una ciudad fantasma. Me aventuré a entrar en varios edificios flamantes que, al no haber atraído a arrendatarios, eran simples cáscaras vacías vigiladas por unos guardias que pasaban su tiempo alternando los paseos en círculo y los concursos de escupitajos.

Debido en gran medida a este exceso, las empresas de China están empezando a resultar realmente menos productivas. A pesar de recientes historias publicadas en The New York Times comparando la economía de India desfavorablemente con respecto a la de China, India, que recibe sólo el 10 por 100 de la inversión extranjera de China, ha registrado tasas de crecimiento sólo ligeramente inferiores porque utiliza su capital de modo más eficaz. Mientras que India cuenta ahora con empresas privadas globalmente competitivas como Infosys y Wipro, China no ha generado este tipo de multinacionales productivas, ya que sus empresas de mayor tamaño son las de propiedad estatal que monopolizan determinados sectores, reciben préstamos garantizados y derrochan enormes sumas de dinero. Como señala un destacado banquero chino, el Reino Medio no ha entrado aún con fuerza en las industrias de mayor valor; incluso las exportaciones chinas de productos electrónicos son en su mayor parte sólo reexportaciones en las que el único papel de China es aportar trabajo intensivo.

Incapaz de producir mejores empresas, la calificación de China en el Índice de Competitividad Mundial, una clasificación de países poderosos basada en la eficiencia del funcionamiento económico, ha caído abruptamente en los últimos cinco años, del 21 al 31, un descenso que significa que la economía de China está pasando a ser menos eficiente y competitiva. Al mismo tiempo, Corea del Sur, un país supuestamente golpeado por la crisis financiera asiática, ha ascendido del 36 al 27 en el indicador. Cada vez más ineficiente, China se ha mostrado incapaz de generar suficientes empleos para los millones de campesinos que abandonan el sector agrícola. Aunque las fuerzas de seguridad interna intentan impedir que los parados se desplacen por el país, muchos corren el riesgo, aumentando la incertidumbre e inestabilidad socioeconómicas. En el exterior de un centro comercial de Shanghai que albergaba tiendas selectas de moda europea, compré manzanas a un grupo de desastrados granjeros en paro que habían abandonado sus pueblos. Mi compra concluyó abruptamente cuando la policía local prendió bruscamente a los trabajadores y los golpeó.

Si los consumidores chinos están gastando menos dinero, las empresas chinas de propiedad estatal están pasando a ser menos productivas y las empresas extranjeras están luchando para ganar un dólar, ¿cómo es posible que crezca la economía del país? Ayuda un flujo constante de capital extranjero: según una encuesta de la consultora Deloitte & Touche, el 90 por 100 de los negocios con capital extranjero en China tienen proyectado expandir sus operaciones en los tres próximos años. Lo que es más importante, al igual que en la antigua Unión Soviética, el crecimiento en China ha pasado a depender de los enormes gastos estatales. China ha batido récords de déficit presupuestario en los dos últimos años y el gasto público creció casi un 20 por 100 durante los tres primeros cuartos de 2002. «En los primeros tiempos de las reformas de Deng, el solo aflojamiento de la economía generó desarrollo, pero ese crecimiento se detuvo y ahora la economía se mantiene a flote gracias al déficit público», afirma un destacado estudioso chino. Aunque un limitado déficit en los gastos puede resultar beneficioso para una economía, China se arriesga a depender de la financiación del déficit para su crecimiento, una situación similar a la que ahora afronta Japón. En última instancia, cuando la deuda pública alcanza niveles altos, como ha hecho en Japón, sirve de obstáculo para el crecimiento y, como una droga, puede reducir el deseo generalizado de reformas económicas.

Además de inyectar cantidades crecientes de dinero en la economía, Pekín ha seguido dirigiendo el crecimiento. Aunque China entró a formar parte recientemente de la Organización Mundial del Comercio, Pekín no sólo presiona a los bancos para que presten a las empresas de propiedad estatal, sino que también jura proteger a empresas en sectores clave, como el del acero, en un intento de crear gigantes nacionales similares a los enormes conglomerados chaebol de Corea del Sur, la mayoría de los cuales acabaron por fracasar. El antiguo viceprimer ministro Wu Bangguo, sin ir más lejos, admitió que Pekín continuaría apoyando a las empresas de propiedad estatal en industrias vitales.

El deseo del partido de controlar el crecimiento ha incluido también la intensificación de su candado sobre el sistema legal. Cuando pregunté a ejecutivos extranjeros, como Philip Murtaugh, director de las operaciones de General Motors en China, sobre el imperio de la ley, la mayoría repitieron el mismo mantra: aunque China aún tiene problemas, su sistema legal está desarrollándose. De hecho, en los últimos años, Pekín ha redactado decenas y decenas de nuevas leyes, agradando a empresarios que no tienen ni idea de que el entorno legal está realmente empeorando, ya que la mayor parte de las empresas pactan en lugar de ir a juicio. Los pocos abogados extranjeros que llevan casos a juicio conocen la verdad: las nuevas leyes significan poco, ya que Pekín ha alejado a los jueces independientes del poder. Una de las abogadas extranjeras más destacadas me dijo: «El imperio de la ley se ha deteriorado enormemente. […] Antes había un grupo de jueces chinos que se dedicaron a crear un verdadero sistema legal, pero los jefes del partido no podían soportarlos y casi todos se han ido». En los últimos años, afirmó la abogada, había visto cómo muchos de sus clientes perdían casos simplemente porque su oponente tenía conexiones con determinadas personas importantes del partido. Cuando expresé dudas sobre si el sistema legal de China podría estar experimentando un retroceso, me pasó decenas de documentos sobre casos que el demandante debería haber ganado claramente; en algunos de los casos, dijo, el tribunal levantó la sesión y los jueces se reunieron en una sala contigua con cargos del partido antes de anunciar sus decisiones.

Esta afirmación del control estatal sólo conseguirá el efecto de inhibir aún más la economía. Sin un sistema legal aceptable, China será incapaz de favorecer que los empresarios privados asuman riesgos, romper los monopolios de las empresas de propiedad estatal y proteger los derechos de propiedad intelectual, que son básicos en una economía desarrollada. Prolifera la piratería: paseando por un mercado de Shanghai vi centenares de copias falsas de los últimos CD y películas de Hollywood.

Entre tanto, la deuda interna ha alcanzado el 60 por 100 del PIB, una cifra insostenible, y favorecer determinados sectores contribuirá a la superproducción y a una mayor deflación. La Comisión Económica y Comercial Estatal ya ha concluido que no hay bienes producidos en China para los que la demanda supere la oferta, otra estadística asombrosa. Teniendo en cuenta que la liberalización no está produciéndose como estaba previsto, los ayuntamientos han impuesto nuevas barreras comerciales que sólo servirán para aumentar los trámites burocráticos. Para ayudar a los exportadores locales, Shanghai ha prohibido a los camiones que no sean de Shanghai entrar en la ciudad entre las 7 de la mañana y las 9 de la noche. Las fábricas de Tianjin, una ciudad a unos 150 kilómetros de Pekín, no pueden vender productos en la capital sin un permiso.

A la larga, la fachada económica china acabará por derrumbarse. Y, cuando lo haga, las consecuencias pueden ser desastrosas. Cualquier caída de la inversión extranjera podría reducir el crecimiento. El creciente desempleo podría dar lugar a un caos social (el número de protestas laborales se cuadruplicó entre 1993 y 1999). Nicholas R. Lardy, un especialista en China de la Brookings Institution, predice que la creciente carga de los préstamos improductivos podría provocar la insolvencia de la totalidad del sistema bancario en 2008. Esta crisis bancaria podría dar lugar a que millones de chinos intentaran retirar sus ahorros de los bancos, lo que iría seguido del pánico cuando se dieran cuenta de que los bancos son insolventes y de que carecen de respaldos para sus depósitos y, potencialmente, de unas revueltas sociales generalizadas.

Cuando las grietas sean más profundas, Washington y Pekín tendrán que reexaminar su relación. Durante las tres últimas décadas, la interacción ChinaEstados Unidos ha sido fundamentalmente transaccional. El lenguaje de la interacción entre los dos países son los negocios, y quienes dirigen los negocios suelen dejar de lado las peleas. Hay muy pocas organizaciones no gubernamentales que operen en China, el intercambio cultural es limitado, los políticos estadounidenses y chinos raramente se mezclan y la abrumadora mayoría de los foros entre las dos naciones están relacionados con asuntos de negocios.

Durante los momentos de bonanza económica, estos beneficios comerciales dejan a un lado la ausencia de valores compartidos de Estados Unidos y China. Pero, en el futuro, la creciente debilidad económica de China podría hacer aflorar a la superficie su rabia latente hacia Estados Unidos. Pekín alienta ya el antiamericanismo con objeto de desviar las críticas de sus propias acciones y gasta pocos esfuerzos explicando a su pueblo su relación con Estados Unidos. Los imanes de Xinjiang, una provincia musulmana al oeste de China que visité el pasado mes de septiembre, se han visto obligados a asistir a «sesiones de reeducación» reforzadas con propaganda antiamericana. Empresas de comunicación controladas por el Partido han producido vídeos populares que ensalzan los hechos del 11 de septiembre. En un vídeo, mientras la cámara enfoca los escombros del World Trade Center, un comentarista dice: «Las deudas de sangre se han pagado con sangre. […] Ésta es la América que quería ver todo el mundo».

Combinada con los dos últimos siglos de historia de China, durante los cuales los extranjeros dominaron el país, esta campaña ha creado una generación de jóvenes chinos xenófobos. Hasta ahora, mientras China se mostraba preparada para aparecer como una potencia económica emergente, este nacionalismo se ha mantenido controlado, ya que la mayoría de los jóvenes chinos dan por hecho que su país está a punto de ocupar el lugar que le corresponde como una gran potencia comercial y empresarial.

Pero, si China tropieza en su camino para convertirse en un gigante económico, la rabia contenida puede desatarse. La mayoría de los estudiantes universitarios chinos con los que he hablado se irritan muchísimo cuando parece que los países extranjeros están superando económicamente a China, o los extranjeros parecen estar denigrando el supuesto milagro económico chino. Y estos chinos respaldan su rabia con la acción. Cuando la cervecera británica Bass cerró parte de sus operaciones en China en los últimos tres años porque no daban beneficios, los gerentes de Bass hubieron de contratar guardaespaldas para visitar sus propias fábricas por miedo a la violencia física. Cuando los economistas como Rawski piden las estadísticas del PIB chino, son atacados con feroces críticas por los periódicos estatales. Cuando empresas de Taiwan y Estados Unidos han obtenido contratos para proveer servicios de tecnología de la información a los gobiernos provinciales, los empresarios dicen que los trabajadores chinos han amenazado físicamente a los cuadros locales por venderse a los extranjeros.

Al contrario que Gran Bretaña, Japón o incluso Rusia, países con vínculos históricos con Occidente, China tiene poco en común con Estados Unidos aparte de un deseo de comerciar. A falta de estos valores compartidos, si la economía china sigue cayendo, el resentimiento de China hacia Occidente podría aumentar. Entonces China podría convertirse realmente en un enemigo: un país inestable que posee armas de destrucción masiva, menos constreñido por vínculos comerciales y más propenso a embarcarse en desventuras diplomáticas, como una invasión de Taiwan.

Estados Unidos, sin embargo, sigue viendo a China como una amenaza potencial debido a su supuesto poderío económico creciente. La principal institución que informa en el Congreso sobre China –la China Security Review Commission– ofreció recientemente más de cuarenta recomendaciones, muchas de las cuales tenían que ver con la fortaleza económica china. Por eso, las mejores cabezas de Washington se han preparado para un emergente Reino Medio, dedicando poco tiempo a contemplar lo que pasaría si la economía de China llegara a implosionar. Incluso algunas de las personas con más experiencia de China parecen haber caído en esta trampa. Como me dijo mi compañero de almuerzo en el American Club de Shanghai poco después esa misma tarde: «Si yo fuera IBM, o Microsoft, tendría miedo de Legend [un fabricante de ordenadores chino]. China está haciéndose fuerte. […] Estados Unidos debería tenerle miedo». Al menos en uno de sus dos puntos mi amigo tiene razón. Estados Unidos debería tener miedo. Traducción de Luis Gago

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