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El caso de las colmenas vacías y otras historias

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Me dijiste que dos de las cinco colmenas de tu padre habían aparecido vacías por sorpresa, y había querido la casualidad que esa misma mañana yo hubiera leí­do que David Hackenberg, un apicultor del Estado de Florida, acababa de dar cuenta de un masivo colapso de las colonias de abejas de su empresa: en una inspección de cuatrocientas colmenas que estaban sanas por completo tres semanas antes, 368 aparecían prácticamente vacías, ya que sólo conservaban la reina y un cierto número de crías, sin que quedara rastro siquiera de las obreras o de sus cadáveres. Parece que este tipo de incidente está repitiéndose con demasiada frecuencia en distintas partes del mundo y que la actividad apícola se enfrenta a un nuevo síndrome al que ha dado en llamarse de «despoblamiento o de­sa­bejamiento» de la colmena.

Llevaba años sin hablar de abejas, algo que solía hacer con don Leandro Carbonero (q. e. p. d.), conocido veterinario y apicultor, quien protagonizó una graciosa anécdota apícola que hago pública aquí por primera vez en una breve digresión. Aparte de sus obligaciones en el ministerio, Carbonero daba clases voluntarias de Apicultura en la Facultad de Veterinaria, en cuya azotea había instalado una docena de colmenas. Las abejas adquirieron el hábito de visitar el contiguo palacio de la Moncloa y de picar sin motivo político alguno a sus habitantes. Aunque no parece que llegaran a atacar al presidente, se solicitó al Ministerio de Agricultura una investigación sobre el origen del problema, investigación que no dudaron en encargar al jefe de la Inspección General, quien no era otro que el mismo Carbonero. No es necesario decir que la investigación se prolongó indefinidamente.

A través de don Leandro fui conociendo las sucesivas y variadas amenazas que han venido sufriendo las abejas domésticas europeas u occidentales, Apis mellifera, y ahora me hubiera gustado discutir con él las misteriosas causas del mencionado síndrome de despoblamiento. Los científicos no se han puesto todavía de acuerdo sobre el factor causal de este problema y algunos ni siquiera están seguros de que se trate de una amenaza nueva, por lo que antes de intentar resumirte el estado de esa cuestión, como te prometí, empezaré por referirme a algunos de los principales enemigos del colmenar.

Una alarma como la ocurrida en el palacio presidencial era desdeñada por Leandro Carbonero, apelando a la escasa agresividad de las abejas domésticas y a la falsa creencia, compartida por muchos apicultores, de que las picaduras de abeja son beneficiosas, especialmente contra el reuma y la artrosis. «Menos mal que éstas no son las abejas asesinas», decía, y acabábamos hablando de la sorprendente conquista de América por las abejas africanas, una invasión que ha puesto en peligro y ha perjudicado la actividad apícola en dicho continente.

En 1956 se importaron a São Paulo, desde Sudáfrica y Tanzania, varias reinas de una subespecie de abeja africana, Apis mellifera scutellata, como parte de una iniciativa del gobierno brasileño para aumentar la productividad apícola. La abeja doméstica de origen europeo se había adaptado mal al clima tropical brasileño y se esperaba mejorar su adaptación y productividad mediante cruzamientos con la africana, en un programa de investigación dirigido por el genético Warwick Kerr. En 1957, a pesar de las precauciones adoptadas, veintiséis reinas africanas y parte de su descendencia híbrida lograron enjambrar en libertad y, en menos de medio siglo, la población de estas abejas ha llegado a ocupar la mayoría de los territorios tropicales y subtropicales de América, desde Argentina al estado de Carolina del Norte (Estados Unidos). Esta sorprendente expansión ha progresado a la trepidante velocidad de 300-500 kilómetros por año y ha sido posible gracias a la peculiar genética y los sesgados hábitos sexuales que rigen la interacción entre las dos subespecies. Los zánganos de la población invasora fecundan sin dificultad a las reinas domésticas, mientras que los zánganos domésticos rara vez se cruzan con las reinas africanas; y parece que por razones adaptativas han prevalecido las características africanas en la población híbrida.

La estrategia de supervivencia de estas abejas colonizadoras se basa en unos menores tamaños de cuerpo y de celdas, y una inversión prioritaria de recursos alimenticios en generar descendencias muy numerosas y múltiples enjambres reproductivos, así como en la tendencia a cambiar con facilidad su asentamiento y a ser poco selectivas respecto a éste. En cambio, las abejas domésticas invierten en gran medida sus recursos alimenticios en la producción y almacenamiento de miel, para sobrevivir a la carencia invernal de alimentos (propia del clima templado de donde provienen), enjambran mucho menos y no emigran tan fácilmente de su colmena. A estas diferencias hay que añadir la mayor agresividad de la abeja africana, característica del medio hostil en que ha evolucionado.

Como toda leyenda negra, la de las abejas africanizadas tiene una base objetiva que ha sido amplificada y mitificada. La picadura de este tipo de abeja no es más venenosa o dolorosa que la de la doméstica: el problema surge porque se solivianta con mucha más facilidad, tarda más tiempo en apaciguarse, detecta enemigos potenciales a decenas de metros (especialmente sensibles a las vibraciones de maquinaria en marcha) y los ataca y pica en grupo, persiguiéndolos durante varios centenares de metros. El ataque puede ser letal si la persona o animal recibe múltiples picaduras o si la víctima es alérgica al veneno. Por esta razón, en África ha prevalecido el arriesgado arte de la recolección de miel silvestre sobre el de la apicultura. Estas abejas no han producido en América más de unos centenares de muertos (menos que los fulminados por rayos), pero han llegado a adquirir el sobrenombre de «abejas asesinas» gracias a las circunstancias. La publicidad inicial se debió a que el desafortunado Dr. Kerr era un feroz detractor de la dictadura militar, y la prensa oficial no dudó en retratarlo como el creador de una rugiente marabunta venenosa, imputando a las abejas escapadas cualquier picadura de mosca o alacrán que se produjera en el país. Luego, cuando fracasó un intento internacional de frenar la migración en el istmo de Panamá, los medios de comunicación estadounidenses, de la revista Time a la industria del terror, consolidaron el macabro mito. La invasión supuso inicialmente una catástrofe para la producción apícola de los primeros países afectados, de la que poco a poco se han recuperado mediante la destrucción de enjambres africanizados; la reinstauración con mayor frecuencia de reinas europeas; el estudio de cómo competir por los recursos con la población asilvestrada allí donde ésta logra establecerse.

En nuestras conversaciones, las abejas africanizadas, exóticas y lejanas, cedían enseguida la precedencia a los innumerables enemigos inmediatos con que se enfrentaban las colmenas de Carbonero, tales como la «varroa» o el «enyesado», causados respectivamente por el ácaro Varroa jacobsoni y el hongo Ascosphaera apis. Con frecuencia la varroa le destruía por completo varias de sus colmenas, pero nunca llegó a provocar catástrofes como las que ahora se describen bajo la etiqueta del síndrome de despoblamiento.

Popularmente se aprecian los productos tangibles de las colmenas (polen, cera, propóleo, jalea real, miel), pero la función esencial de éstas es como polinizadores de las más variadas especies arbóreas y herbáceas, incluidas las de casi un centenar de frutas y verduras de las que nos alimentamos, por lo que un declive excesivo del censo apícola podría comprometer seriamente la producción agrícola. Ya en 2006, un panel del National Re­search Council de Estados Unidos alertó de una posible crisis si las poblaciones de polinizadores seguían declinando. De cinco millones de colonias en 1940, el censo había descendido en Estados Unidos a unos dos millones en 1989, para luego remontar paulatinamente hasta los dos millones y medio. El censo español, que probablemente omite a muchos apicultores aficionados, era en 2006 de 2.320.949 col­menas, el mayor de Europa. Un estudio realizado en la Universidad de Cornell en 2000, estimó que los servicios de los polinizadores en Estados Unidos podían valorarse en 14.600 millones de dólares de aumento en rendimiento y calidad de las cosechas. A escala global, la estimación ronda los doscientos mil millones de dólaresRobert Costanza et al., «The value of the world’s ecosystem services and natural capital», Nature,vol. 387, núm. 6630 (15 de mayo de 1997), pp. 253-260..

Sobre las causas del misterioso despoblamiento de las colmenas han surgido hipótesis razonables, que imputan el fenómeno a posibles nuevos patógenos, a los nuevos métodos de producción industrial –especialmente la alimentación suplementaria– o al envenenamiento por plaguicidas, junto a elucubraciones descabelladas que apelan al cambio climático o a las radiaciones de los móviles. La desaparición de las abejas adultas de la colmena que sufre el colapso es muy rápida y en la etapa final apenas queda alguna adulta recién emergida junto a ­crías operculadas y reservas alimenticias suficientes, circunstancias que difieren de las de los ataques de varroa que vienen sufriéndose desde hace décadas, los cuales se caracterizan por la presencia de abejas muertas en la colmena, miel robada e invasión por plagas. El síndrome de despoblamiento se ha hecho notar sólo recientemente, aunque algunos han señalado que en el pasado han podido producirse episodios de origen misterioso parecidos al actual. En el invierno 2006-2007, el problema afectó en Estados Unidos a un 25% de los apicultores, con pérdidas medias para éstos del 45%; en España, el problema podría involucrar a más de veinte mil apicultores profesionales y aficionados. La generalidad del fenómeno, que puede dañar tanto a colmenas industriales como artesanales, difícilmente puede adscribirse a veleidades del tiempo atmosférico, a plaguicidas o a modos de manejo, factores que cambian notablemente de unas a otras áreas afectadas, aunque puedan influir sobre la gravedad del resultado, y apunta a la hipótesis de un origen patogénico no reconocido previamente. Apoyarían esta hipótesis algunas observaciones preliminares sobre la transmisión del síndrome por la reutilización del material de las abejas afectadas y su bloqueo por esterilización de dicho materialJeff Pettis et al., «Colony Collapse Disorder Working Group. Pathogen Sub-Group Progress Report», American Bee Journal, vol. 147, núm. 7 (julio de 2007), pp. 595-598..

Un grupo español, dirigido por el veterinario Mariano HigesMariano Higes et al., «Experimental infection of Apis mellifera honeybees with Nosema ceranae (Microsporidia)», Journal of Invertebrate Pathology, vol. 94, núm. 3 (marzo de 2007), pp. 211-217., Raquel Martín-Hernández et al., «Outcome of Colonization of Apis mellifera by Nosema ceranae», Applied and Environmental Microbiology, vol. 73, núm. 20 (octubre de 2007), pp. 6331-6338., y otro norteamericano, encabezado por los entomólogos Diana L. Cox-Baster y Jeff S. Pettis4, han investigado la identidad del posible patógeno, llegando por el momento a conclusiones discrepantes: mientras que el candidato del primero es el microsporidio Nosema ceranae, transmitido inicialmente desde la especie de abeja asiática Apis ceranae, los segundos apuestan por el «virus israelí de la parálisis aguda» de las abejas, que se habría introducido en Norteamérica desde Australia.
Existen pruebas convincentes de que, muy recientemente, el parásito Nosema ceranae se ha adaptado a la abeja común (Apis mellifera) y se ha di­seminado rápidamente por Europa de forma con­comitante con un notable aumento de las muertes de colonias registradas por los apicultoresVer notas 3 y 4.. Se ha demostrado también que el citado microsporidio, relativamente inocuo para la abeja asiática (Apis ceranae), es altamente patogénico para la europea en condiciones de laboratorio3, así como que existe una alta asociación causativa entre la presencia del parásito y la ocurrencia del despoblamiento en las colmenasVer nota 4..

La hipótesis de un origen vírico para el devastador síndrome se basa en un exhaustivo estudio del ADN de la totalidad de la microflora presente en colmenas afectadas y sanas, realizado en Estados Unidos durante tres añosDiana L. Cox-Foster et al., «A Metagenomic Survey of Microbes in Honey Bee Colony Collapse Disorder», Science, vol. 318, núm. 5848 (12 de octubre de 2007), pp. 283-287.. De esta prospección surgen cuatro especies patógenas como candidatas: dos virus y dos microsporidios. Los autores se inclinan por el virus israelí de la parálisis aguda porque, si bien sólo se detecta en el 83% de los despoblamientos estudiados, está casi ausente de las colonias aparentemente sanas, mientras que el microsporidio Nosema ceranae, que sí se detecta en el 100% de los despoblamientos americanos investigados, está presente también en una alta proporción de las colonias aparentemente sanas.

A esta altura de la historia, podrás apreciar que estamos ante una intriga clásica en la que el detective privado, Higes, discrepa frontalmente de la policía, los 22 autores del trabajo estadounidense, y si me permites que te cuente el final, puedo susurrarte confidencialmente que Higes está a punto de enviar a publicar un trabajo que le dará la razón: aunque la crisis del colapso de la colmena se produce rápidamente, el período de la incubación asintomática del patógeno es muy largo, según lo cual las colmenas aparentemente sanas en las que esté presente Nosema ceranae pueden sufrir despoblamiento eventualmente; y, además, hasta ahora no se ha encontrado rastro del virus en los despoblamientos europeos, lo que, de confirmarse, excluiría por completo al virus como agente causal.

Tenía razón Leandro Carbonero: «Quien sin saber se mete a colmenero, perderá su tiempo, su paciencia y su dinero».

 

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Ficha técnica

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