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El azar, siempre el azar

Tres días y una vida

Pierre Lemaitre

Editorial Salamandra, 2016

224 páginas

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No había vuelto a leer nada de Pierre Lemaitre desde que terminé Nos vemos allá arriba (traducción de José Antonio Soriano Marco, Salamandra, 2014). Lo que me acercó a esa novela no fue el hecho de que se le otorgara el Goncourt del año anterior (2013), como recalcaba la promoción editorial, sino la presunta temática del libro, que me interesaba por tres motivos: primero porque se cumplía a la sazón el centenario del estallido de la Gran Guerra y yo andaba enfrascado por razones profesionales en la lectura de todas las obras —o, al menos, todas las que pudiera abarcar— que se publicaban en esas fechas en el mercado español sobre el conflicto de marras. Segundo, porque abordaba la hecatombe desde la perspectiva, no insólita pero sí relativamente infrecuente, de la comercialización del dolor y el aprovechamiento político de las víctimas, un asunto que yo había estudiado de soslayo en el contexto español y por el que sentía curiosidad, sobre todo por las posibles concomitancias con el mencionado ámbito hispano. Y tercero, porque a todo lo anterior había que añadirle el sesgo humorístico que, según la sinopsis y las informaciones previas, Lemaitre había conferido a su relato: también este —me refiero al enfoque del humor negro—, me interesaba por razones profesionales, dado que me encontraba ultimando un proyecto que tenía como eje el peso de dicha modalidad cómica en la cultura española.

Dije antes, como no le habrá pasado inadvertido al lector atento, presunta temática de Nos vemos allá arriba porque mi decepción con el contenido real del libro fue proporcional a las ganas con las que había empezado a ojearlo. Según avanzaba páginas podía constatar, cada vez con más nitidez, que Lemaitre se escabullía por la vía más cómoda de su propósito inicial de establecer un cuadro de los horrores de aquella carnicería en clave de humor negro. Lo que quedaba en definitiva era una propuesta algo zafia por elemental y maniquea y, en todo caso, una novela del montón, de fácil lectura —eso sí—, bastante rocambolesca, un tanto pueril y decididamente folletinesca, razones que contribuyeron a que llegara a la última página con una cierta fatiga y poco interés por su desenlace. Tan desencantado quedé del resultado final que, cuando poco después (2017) se estrenó una película basada en dicho relato (título homónimo, dirigida y protagonizada por Albert Dupontel), ni siquiera me planteé ir a verla, pese a las unánimes alabanzas de la crítica española y el palmarés de la misma en la nación vecina (varios premios César). Cuento todo esto, que no sería usual en una reseña al uso, para que se entienda mi resistencia a las recomendaciones de un amigo que, en una larga y relajada charla veraniega, ponderaba las virtudes del escritor francés y me solicitaba jocosamente que le diera otra oportunidad, citándome concretamente una novela corta —técnicamente una nouvelle— que se publicó en España inmediatamente después de la que acabo de mencionar: Tres días y una vida (traducida, como la anterior, por Soriano Marco, y también en editorial Salamandra, 2016). Diré desde ahora mismo, por lo que respecta a esta última obra, que mi amigo tenía razón.

A Lemaitre se le encasilla de manera habitual en el ámbito de la novela negra —un tipo de relato que no desdeño pero que tampoco me apasiona— y muy probablemente esa pueda ser la causa de que se haya intentado meter con calzador este volumen que voy a comentar dentro de ese género. De hecho, leí en su momento una entrevista, que ahora he recuperado, con un titular disuasorio por estúpido —«El niño es un criminal en estado puro»—, a la que seguía una entradilla tan insidiosa como falaz: «Pierre Lemaitre regresa a la novela negra con Tres días y una vida, protagonizada por un asesino de 12 años». Ni novela negra ni asesino de 12 años. O, si lo prefieren, yo he leído otra novela y lo que me gustaría comentar en estas líneas es el relato que yo he leído. Esto nos conduce inevitablemente al titular que he elegido para encabezar esta reflexión, la referencia al azar como elemento determinante de nuestra trayectoria vital. Para mí, Tres días y una vida es el relato frío, descarnado y hasta brutal —en el fondo, no en las formas, que se mantienen siempre apacibles o al menos contenidas— de cómo un hecho fortuito determina una vida. En realidad no hay un solo hecho fortuito sino varios —al menos tres de ellos son decisivos— y todos confluyen en la misma persona, Antoine Courtin, en tres días diferentes de su vida: el primero, en 1999, cuando tiene doce años, es el suceso más desgraciado de todos; los otros dos ocurren varios años después, uno en 2011, cuando es un joven estudiante de medicina y el último en 2015, cuando ejerce ya de médico rural. El acierto de Lemaitre en esta novela estriba sobre todo, al contrario de lo que sucedía en Nos vemos allá arriba, en su discurrir fluido y su ausencia de impostación. Se mantiene así un tono de naturalidad en el acercamiento a los personajes —y a la conciencia de los mismos— congruente con el entorno vital que sirve de escenario, un pequeño pueblo francés donde nunca sucede nada y donde la agresividad, los resentimientos y las mezquindades se ocultan bajo esa gruesa coraza de hipocresía que a menudo se confunde con la civilización.

Siempre he pensado que nuestra vida —la de todos, aunque es obvio que en unos casos más que en otros— tiene un mayor componente azaroso de lo que comúnmente estamos dispuestos a admitir. De hecho, creo que habitualmente nos engañamos —es decir, intentamos tranquilizarnos— suponiendo un control y una racionalidad que están lejos de ser tan reales como nos gustaría. Es verdad que los progresos científicos y tecnológicos, además de hacer más fácil y cómoda nuestra vida cotidiana, nos proporcionan un plus de seguridad. No hay más que ver, pongo por caso, cómo ha cambiado nuestra actitud ante la enfermedad y la muerte a lo largo del último período de nuestra historia: lo que antaño se consideraba completamente imprevisible —la Parca se llevaba por igual a viejos y jóvenes e incluso niños— hoy se ha convertido en una especie de bestia domeñada, cuyo zarpazo final no podemos evitar pero sí dilatar hasta una fase bastante avanzada de la existencia. Por eso nos sorprenden tanto las excepciones, es decir, cuando alguien muere mucho antes de su hora previsible. Pero este incuestionable avance en certidumbre y dominio de la singladura vital es apenas una mínima ayuda y un ligero consuelo desde la perspectiva global de la existencia humana que, en el fondo, sigue siendo por definición tan aleatoria como siempre. La vida nos obliga a todos a dar determinados pasos que, por más precauciones que tomemos, tienen el cariz de apuestas más o menos arriesgadas. Cada decisión importante nos conduce frecuentemente por un camino sin retorno. No negaré, por evidente, que algunas veces podemos enmendar nuestros yerros, pero la situación resultante siempre será distinta de la original. No caeré en el exceso existencialista de pintar a los humanos como marionetas en un teatrillo del absurdo pero la conciencia actual se halla más próxima a ese dictamen que a las viejas nociones del hombre como dueño de su destino o rey de la creación.

El protagonista de la novela, Antoine Courtin, comete a los doce años un acto irreflexivo, estúpido, pero de consecuencias irreparables. Tiene hasta un punto grotesco, pero el resultado es dramático, tanto para él como para la víctima de su impulso. Es absurdo que la situación sea irreversible, que no haya vuelta atrás, pero simplemente es así, no se puede recomponer algo delicado que se ha roto. Se ha roto para siempre. Pongamos que hablo de una vida humana. Tan valiosa, única y especial como ridículamente frágil. Pasa del ser al no-ser en un abrir y cerrar de ojos, y lo que es peor, lo que fue ya nunca más será. Este nunca adquiere así en la conciencia del chaval las proporciones y el peso de un fardo insoportable que se verá obligado a arrastrar toda su vida. Esta será su condena: aquel nunca se convierte para él en una condena para siempre. Estamos hablando de la culpa, naturalmente. Pero ¿hasta qué punto somos culpables de las consecuencias imprevistas de nuestras acciones? La intervención decisiva del azar… ¿nos libera de nuestra responsabilidad individual? En términos jurídicos, la cuestión está resuelta, es lo que diferencia por ejemplo un asesinato de un homicidio o, mejor dicho, un homicidio imprudente, pero a Lemaitre no le interesa la sanción penal o social sino el remordimiento personal, íntimo, secreto. Junto al azar y la culpa, he aquí el tercer eje del relato que a la postre deviene el factor más pertinaz, el secreto, la carga lacerante de un gran secreto que se convierte en una tortura permanente para Antoine, porque ya no le abandonará nunca, ni un solo instante, y hasta se convertirá en sombra o espejo en todas sus decisiones vitales.

La vida de la pequeña comunidad sigue mientras tanto su devenir rutinario, con sus rencillas seculares, los impulsos reprimidos, las cuentas siempre pendientes, un conglomerado de envidias, maledicencias y querellas que se mantienen bajo sordina, en una especie de rencor ahogado, como un estanque ponzoñoso cuya superficie aparece siempre tranquila, inalterable. En la descripción de este universo hipócrita, tenso y asfixiante, Lemaitre me recuerda mucho al mejor Chabrol. En esa Francia rural que recrean tanto el novelista como el cineasta, un suceso insólito altera de repente la calma de la comunidad, aunque siempre sabemos, antes incluso de que pase nada, que la perturbación durará lo mismo que cuando se arroja un pedrusco al agua remansada. La alteración servirá, como un relámpago, para sacar a la luz durante unos breves instantes la sordidez oculta. Luego todo seguirá igual. El proceso contrario tiene lugar en la conciencia de nuestro protagonista: para él no hay solamente un antes y un después, sino que todo lo que pase en su vida vendrá marcado por aquel segundo en que intervino el azar y luego, todo lo demás, la culpa, el secreto, los remordimientos. Antoine Courtin vive el suceso desencadenante de todas sus desgracias como pecado original y, en cuanto tal, siente la necesidad del castigo. En algún momento parece que asistiremos por ello a un peculiar camino de redención, pero nunca se desemboca en esa vía porque lo impide otro factor fundamental, la cobardía. El joven quiere, tanto como teme, ser descubierto, y esto le lleva a una huida hacia delante jalonada de episodios ignominiosos, en los que el azar vuelve a ser determinante para que las cosas salgan de una manera en vez de otra. Como en aquella memorable película de Woody Allen, Match point, la pelota decisiva pudo caer aquí pero cayó ahí y ese puro azar puede cambiar una vida.

En la descripción de este camino tortuoso tenemos que agradecerle al novelista que opte por jugar limpio y prescinda de los trucos usuales en obras —novelas y películas— de estas características. Aquí el curso de los acontecimientos —no exento de giros imprevistos— resulta en todo caso perfectamente congruente con las pautas establecidas desde el comienzo. El azar inserta sus jugarretas de un modo convincente: en todo momento tenemos la impresión de que las cosas podían transcurrir de otro modo. pero aceptamos que sea así sin saber muy bien, como pasa con frecuencia en la vida, si lo que en principio podríamos denominar suerte —en este caso el tardío descubrimiento del delito por una conjunción extraña de circunstancias— no constituye precisamente la clave de la fatalidad. A lo largo de varios años, el protagonista se consume en una permanente inquietud que le sirve también para constatar con frialdad su progresivo distanciamiento y hasta creciente repugnancia del entorno social. No hay nada que le produzca más rechazo que esos convecinos ridículos y zafios —adultos y niños, hombres y mujeres, todos por igual— chapoteando en la torpeza y la mezquindad. Las páginas finales nos deparan varias sorpresas que, naturalmente, no revelaré. Pero sí quisiera destacar, por todo lo que he dicho hasta ahora, un matiz interesante, la convergencia turbadora entre la vida individual, la del protagonista naturalmente, y la colectiva. En vez de sufrir el tipo de expiación que estaba esperando desde el principio, es decir, el descubrimiento del misterio, el señalamiento, la pena, el estigma y en su caso la reclusión o la exclusión, Antoine descubrirá, como una broma macabra, que su penalización es exactamente la opuesta. El castigo —incomparablemente mayor— es la cadena perpetua a «una vida que aborrecía por adelantado, que representaba todo lo que odiaba, una existencia al lado de gente mediocre, ejerciendo una profesión que amaba en unas condiciones detestables… Ése era su castigo: purgar su culpa en total libertad, a costa de su vida entera». Da la impresión de este modo que es nuevamente el azar —siempre el azar— el que determina también el castigo, el peor de los posibles: arrastrar por siempre el peso secreto de la culpa, sin redención posible.

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Ficha técnica

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