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El abrazo de los principitos

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El pasado 6 de febrero se reunieron en Pekín unos mil hijos y nietos de dirigentes históricos de la revolución comunista. En su nombre, Hu Muying manifestó su resuelto apoyo a la campaña anticorrupción y a las reformas del presidente Xi Jinping. Hu es hija de Hu Qiaomu, descrito por Global Times como un secretario de Mao Zedong, aunque en la realidad fuera un notable de la generación revolucionaria y también un firme opositor a la política de reformas de Deng Xiaoping tras la muerte del Gran Timonel. A Hu hija, que hacía partícipes de ese sentimiento al resto de los principitos (nombre coloquial con el que suele designarse a la camada de revolucionarios agnaticios), le había preocupado que el PCC (Partido Comunista Chino) pudiese despeñarse del mismo modo que lo hiciera el de la Unión Soviética pero, tras largos años de abandono, Xi Jinping –otro principito– había finalmente formulado una estrategia inteligente de reformas y medidas contra la corrupción para evitar ese albur. Un encomio el de Hu que se añadía a otros muchos formulados en China y, también, a los de muchos observadores internacionales.

Últimamente me han llamado la atención dos.

Uno de ellos venía firmado por Robert Kaplan. Kaplan abría recordando que, de forma sorprendente, en The Governance of China (un libro de discursos editado por Foreign Language Press el año pasado), el presidente Xi Jinping alababa «las ideas penetrantes» de Confucio para apoyar su propia visión filosófica. La sorpresa de Kaplan, al parecer, se debe a que los valores confucianos han sido tradicionalmente denigrados como reaccionarios por los comunistas chinos. El repentino entusiasmo de Xi Jinping será sincero o no pero, según Kaplan, es un merecido reconocimiento de que, sin los valores de respeto a la autoridad, a la jerarquía y al orden social defendidos por Confucio, «países como China y Vietnam no podrían haberse deshecho del comunismo, del que sólo queda el nombre, pasado a una versión tumultuosa del capitalismo y, al tiempo, haberse mantenido estables».

Kaplan se tiene en muy amplia estima. Su entrada en Wikipedia, escrita por alguien tan próximo a él que conoce al dedillo hasta sus más recientes cambios de trabajo (está actualizada hasta el pasado mes de enero), recuerda que la revista Foreign Policy lo distinguió en 2011 como uno de los «cien pensadores globales». Kaplan siempre trata de sorprender al lector con la lucidez de sus escritos. Uno de ellos, reciente (Asia’s Cauldron. The South China Sea and the End of a Stable Pacific, Nueva York, Random House, 2014), defendía que «en el siglo XXI, el Mar del Sur de China seguirá manteniéndose en el meollo de la geopolítica, recordando la Europa Central del siglo XX», de donde concluía que la política global futura tendrá que decidirse en esa zona del mundo y girará en torno a la supremacía naval. Tal vez acierte, pero no será por la contundencia de las premisas.

En su artículo, Kaplan quería enmendar la plana a Max Weber (Konfuzianismus und Taoismus en Die Wirtschaftsethik der Weltreligionen, Kobo E-Book, 2014). El estudio comparado de las religiones, para Weber, era una continuación de su reflexión sobre la hipótesis del puritanismo como fuente del capitalismo. ¿Por qué había aparecido éste en la Europa del Norte y no en otros lugares, como China, que pudieron parecer candidatos igualmente válidos en épocas pasadas de la historia humana? En brevísimo resumen: tanto como la visión puritana y calvinista de la sociedad, el confucianismo era una ética racional que exaltaba el autocontrol y no desconfiaba del deseo de acumulación de riqueza y bienestar, pero su base social se estratificaba sobre el estatus y el ideal de una sociedad armónica al que los individuos tenían que subordinarse. El afán de lucro y la autonomía personal eran animales ajenos al bestiario de Confucio.

No así para Kaplan. El ascenso reciente de Asia hay que explicarlo en la conjunción del ideal confuciano de estabilidad social con el capitalismo moderno, un autoritarismo dinámico e ilustrado que, en Corea del Sur, en Taiwán y en Singapur ha evolucionado hacia sistemas parlamentarios. «El propio régimen chino podría verse forzado también a ello, gracias a los restringidos impulsos democráticos que hemos visto en Hong Kong y podríamos ver en China continental». El corolario de Kaplan, no por implícitamente formulado, deja de ser menos obvio. Animemos a Xi Jinping a que todos, y él el primero, vayan por esa senda.

Con menos fuste, aunque mayor convicción, se expresaba por esos mismos días Xulio Ríos. Ríos se apunta a la tesis de que Xi Jinping ha conmocionado la política china con un proyecto tridimensional. En economía, la nueva normalidad, es decir, la inexorable ralentización del ritmo de crecimiento es una apuesta por la calidad. Como suele formularse de otra manera, China va a cambiar un modelo basado en el ahorro, la inversión pública y la exportación por otro que gire en torno a los deseos de los consumidores locales y permita mayores dosis de innovación. El segundo aspecto es el rearme ideológico, es decir, redefinir la legitimación del régimen por medio de la campaña anticorrupción. Con ella no se apunta hacia una mayor liberalización, sino al endurecimiento de todos los controles que puedan desafiar la hegemonía del partido. Finalmente, Xi se ha planteado un ambicioso despliegue diplomático (las Nuevas Rutas de la Seda, la confrontación con la hegemonía política y cultural de Occidente, las inversiones en África y Latinoamérica).

El proyecto no es nuevo ni exclusivo de Xi Jinping, pero sí lo es el ritmo que el presidente le ha impulsado. ¿Cumplirá con sus objetivos? El artículo de Ríos está cuajado de oraciones parentéticas, condicionales y adversativas, pero la conclusión no. Xi tiene la oportunidad de llevarlo a cabo apoyándose en los logros anteriores y en «un liderazgo fuerte y cercano en el que parece sentirse especialmente cómodo. Su popularidad en China así lo ratifica»

No sé cuál es la apoyatura de la última frase. Tal vez se deduzca la popularidad del presidente en un reciente estudio sobre la percepción de algunos líderes internacionales llevado a cabo por el Ash Center for Democratic Governance and Innovation, una división de la Harvard Kennedy School, publicado el pasado diciembre. El trabajo recogía la opinión de ciudadanos de treinta países sobre diez líderes globales (Putin, Cameron, Xi, Hollande, Obama, Abe, Merkel, Roussef, Modi y Zuma). En una de las respuestas se les valoraba entre los ciudadanos de su propio país y Xi obtenía ahí la máxima puntuación: los chinos le daban un nueve sobre diez. La prensa oficial china enloqueció y lo convirtió en el mejor valorado de todos, sin recordar, como hacía Tony Saich, el director del centro, con característica prosa burocrática, que «en los sistemas multipartido o en los de bipartidismo genuino, como los de Europa o Estados Unidos, los ciudadanos son más críticos con sus líderes nacionales y con sus políticas que en aquellas naciones cuya vida política es menos competitiva»

En cualquier caso, parece que la confianza en el buen fin de la política de Xi tiene poco de esa «atención a los hechos» que el propio presidente, recordando a Mao Zedong, consideraba como básica del análisis político correcto (The Governance of China, loc. 518). Porque los hechos son tozudos. Veamos hasta qué punto.

La campaña anticorrupción ha sido muy persistente y cada día da un nuevo paso adelante. El 9 de febrero se anunciaba la ejecución de Liu Han, un magnate de la minería, y cuatro cómplices más acusados de múltiples crímenes. Liu estaba considerado como una persona de confianza de Zhou Yongkang, antiguo miembro del Consejo de Estado y cabeza del aparato de seguridad, hoy bajo investigación por corrupción. La ejecución de Liu parece cambiar lo que, hasta el momento, eran las reglas del juego.

El runrún de los weibos o miniblogs chinos insiste en que la campaña disfraza serios ajustes de cuentas en el seno del Partido. ¿Por qué se persigue a algunos dirigentes y se exonera a otros? ¿Ha aclarado alguien de dónde proceden los millones de dólares que se atribuyen a las familias del antiguo primer ministro Wen Jiabao o del propio Xi? Es difícil que ningún funcionario de alto rango esté libre de haber participado en la red de corrupción que envuelve a los dirigentes. El 6 de febrero, unos correos electrónicos entre directivos del banco J. P. Morgan sacaban a la luz que, en 2008, Gao Hucheng, actual ministro de Comercio chino y a la sazón viceministro del ramo, se ofrecía a ayudar al banco (go the extra mile) si mantenía el empleo de su hijo, Gao Jue, mientras arreciaban los despidos a causa de la crisis financiera. El Departamento de Justicia estadounidense ha abierto una investigación sobre el asunto. ¿Harán lo propio las autoridades chinas?

Si estos manejos son la nueva normalidad de la corrupción, no es de extrañar que los principitos, que se benefician no poco de ella, apoyen sin reservas las reformas y las aventuras cinegéticas (caza de tigres y moscas; caza del zorro) en que se ha metido el presidente Xi Jinping.

¿Es necesario que se añadan al coro los observadores de China?

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