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Las pensiones en España: solidaridad y demagogia

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Hace no muchos días escuché un programa de radio a la hora del Ángelus en el cual su director, con voz grave y tono magistral, presentaba los dos temas principales que iban a debatirse: la dramática situación de los jóvenes, acosados por los costes de las hipotecas y obligados a seguir viviendo en casa de los padres, ¡o de los abuelos!, y las indignas pensiones recibidas por la mayoría de nuestros jubilados. Pero lo que llamó mi atención es el silencio respecto a la posible relación entre ambos. O, dicho de otra manera, la posibilidad de que no puedan elevarse las pensiones sin agravar aún más la situación de las generaciones más jóvenes, que ya obtienen una remuneración muy escasa en trabajos generalmente temporales o están en paro y, por añadidura, corren el riesgo de no percibir pensión alguna cuando lleguen a los sesenta y cinco años sin lograr un empleo estable. Y de todo ello se hablaba cuando no habían transcurrido muchos días desde la turbulenta manifestación de los jubilados ante el Congreso de los Diputados y se anunciaba ya otra ante el Ministerio de Hacienda. Reflexionando después sobre esas circunstancias, pensé que acaso ello se debía al ambiente apasionado en el cual se ha instalado la cuestión de la «dignidad» de las pensiones y en el que parecen no tener cabida conceptos tales como la solidaridad y la  equidad.

Para explicar por qué traigo a colación nociones tan cargadas de significado me voy a permitir indicar una serie de rasgos económicos que configuran nuestro sistema público de pensiones y su traducción económica, encuadrándolos en el marco de los países miembros de la OCDE y, en consecuencia, de la Unión Europea. Empecemos señalando que nuestros jubilados lo son a una edad efectiva inferior a la media de los países de la OCDE y que el gasto de nuestro sistema público de pensiones es, con matices, algo superior a la media de los países de la Unión Europea, a lo cual se añade que, en nuestro caso, la relación entre pensión media y salario medio –que se conoce como tasa de sustitución- es una de las más altas de la OCDE, superada únicamente en el ámbito de la Unión Europea por el selecto grupo de países formado por Grecia, Chipre y Portugal. Ítem más: los jubilados españoles acumulamos derechos de pensión a un ritmo más rápido que la mayoría de los restantes países de la OCDE; nuestras pensiones se calculan sobre una base de veinte años -si bien está aumentando gradualmente-, cuando lo normal en otros países es tomar en cuenta la totalidad de la vida laboral. Por último, el importe de la pensión máxima respecto al salario medio es en España bastante superior al de los restantes países de la OCDE. En conclusión, no parece que las nuestras sean una pensiones muy «indignas» y puede empezar a sospecharse que asistimos a la manipulación de una cuestión extraordinariamente delicada a la par que de difícil solución, atribuible principalmente al afán de ganar posiciones en el tablero político.

Cierto es que 2017 había concluido con un incremento de los precios al consumo (IPC) del 1,1% y que los pensionistas habían comenzado a recibir pocos días después una atenta carta de la ministra de Empleo y Seguridad Social anunciándoles que sus pensiones se incrementarían un 0,25% en 2018 (¡idéntico aumento, por cierto, que en los cuatro años anteriores!). La reacción de algunos pensionistas fue echarse a la calle, clamando ante tamaño agravio a sus pensiones y olvidando que en el quinquenio 2013-2017 éstas habían experimentado una ganancia real del orden de 2,2 puntos, mientras que las rentas medias de los trabajadores asalariados, por ejemplo, se reducían en términos reales. En este estado de cosas, y con el propósito de encuadrar esas protestas en un marco razonable de discusión, acaso lo más aconsejable sea recurrir a lo que nos dicen los datos. Agradezco muy especialmente la ayuda de Roberto Ramos, economista de la Dirección General de Economía y Estadística del Banco de España, para encontrar parte de las cifras manejadas en estas reflexiones..

Comencemos por recordar que, a finales del año pasado, las pensiones medias de jubilación, viudedad y autónomos ascendían, respectivamente, a 1.071, 649 y 624 euros, respectivamente, alcanzando los 2.574 euros mensuales las máximas de jubilación y las mínimas -con cónyuge a su cargo-, 787 euros. A modo de comparación, esas últimas eran casi un 19% superiores al salario mínimo interprofesional. Pero demos un paso más y fijémonos en las cifras macroeconómicas para recordar que:

1) En 2007, el sistema de pensiones de la Seguridad Social lucía un superávit equivalente al 2,2% del PIB de ese año; en 2017, el déficit alcanzaba el 1,6%.

2) Amén de la caída del empleo, tres son los factores principales que explican el crecimiento del gasto durante los últimos años, relacionados por orden de importancia relativa: a) las mayores pensiones pagadas en relación con el último salario percibido (la ya citada tasa de sustitución); b) el mayor número de pensionistas (entre 2012 y 2017 ha aumentado en 662.000); c) la revalorización de las pensiones percibidas.

3) Entre 2006 y 2017, la pensión media no ha cesado de incrementarse: un 48,1% la de jubilación y un 36% las de viudedad. A la hora de apelar a la solidaridad, conviene tener presente que a lo largo de la última gran crisis económica la pensión media de jubilación suponía aproximadamente el 60% del salario medio percibido por quienes tenían contrato fijo.

4) Según cálculos bien fundados, al cabo de doce años, el pensionista español percibirá una cantidad superior a la totalidad de la aportado en concepto de cotizaciones al sistema: algo a tener muy en cuenta si recordamos que, de acuerdo con las últimas previsiones demográficas, quienes se jubilan a los sesenta y cinco años disfrutarán de su pensión durante casi diecinueve años si son hombres y veintitrés si son mujeres.

En resumen, a juzgar por esos datos, no parece que los pensionistas hayan sido el colectivo peor tratado durante la última década y media, sino más bien lo contrario. Todo ello no es óbice para preguntarse cuál es el futuro de nuestro sistema público de pensiones y si la relativa bonanza que ha caracterizado su evolución puede mantenerse en el futuro, un futuro que se inaugura sin esa red de seguridad que era el llamado Fondo de Reserva, desgraciadamente desvanecidoRecomiendo la lectura de los siguientes documentos: J. Ignacio Conde-Ruiz, «Medidas para restaurar (o no) la sostenibilidad financiera de las pensiones»; Ángel de la Fuente, Miguel Ángel García Díaz, Alfonso R. Sánchez, «La salud financiera del sistema público de pensiones español. Un análisis retrospectivo»; J. Ignacio Conde-Ruiz y Clara I. González, «European Pension System: Bismarck or Beveridge»; Pablo Hernández de Cos, Juan Francisco Jiménez y Roberto Ramos, «El Sistema Público de Pensiones en España: situación actual, retos y alternativas».. Esa preocupación no es nueva y han ido adoptándose respuestas que, por desgracia, parecen amenazadas por la demagogia política destapada en las últimas semanas. Me refiero a las reformas introducidas en agosto de 2011, aumentando escalonadamente la edad legal de jubilación de los sesenta y cinco a los sesenta y siete años, y las posteriores de diciembre de 2013, que incluían un mecanismo de cálculo de la revalorización de las pensiones a partir de 2014 mediante el cual se tenían en cuenta los ingresos y los gastos del sistema, así como un calificado como factor de sostenibilidad -a partir de 2019- en virtud del cual se vinculaba automáticamente la cuantía inicial de las pensiones de jubilación a la evolución de la esperanza de vida y que, por cierto, es aplicado por catorce de los países de la Unión Europea. Ambas reformas presentan una doble ventaja desde el punto de vista de la equidad intergeneracional: el nuevo índice de revalorización supone que cada generación de pensionistas soporta los ajustes necesarios para equilibrar el sistema, mientras que el factor de sostenibilidad relaciona el aumento del gasto con la mayor longevidad de cada generación beneficiada por la pensión.

En el año 2050 el gasto en pensiones supondrá alrededor del 17,4% del PIB, mientras que los ingresos, sin aumentar las cotizaciones, se mantendrán en torno al 10%

Me he referido antes a los ataques populistas, cuyo primer envite ha adoptado la forma de proponer la vuelta al IPC como referencia para revalorizar anualmente las pensiones. Según cálculos de FUNCAS, ello costaría unos 1.750 millones de euros, mientras que FEDEA los cifra en 1.600 millones. Cierto es que la revalorización de las pensiones de los jubilados es un principio esencial para asegurar una vejez digna, pero ese objetivo no podrá alcanzarse si no se logra un equilibrio presupuestario. Y ello no es fácil sin modificar alguno de los actuales pilares que lo sostienen, tanto más si tenemos presente el preocupante futuro demográfico que se nos avecina. Resumiendo los cálculos de expertos en este ámbito: de cumplirse las previsiones del Instituto Nacional de Estadística sobre la evolución demográfica, a la cual me referiré enseguida, y alcanzando una tasa de empleo de aproximadamente el 73% de la población entre los dieciséis y los sesenta y seis años, en el año 2050 el gasto en pensiones supondrá alrededor del 17,4% del PIB, mientras que los ingresos, sin aumentar las cotizaciones, se mantendrán en torno al 10%. Cálculos similares incluidos en un documento del Banco de España elevan el gasto hasta el 19,4% del PIB si se llegasen a eliminar las reformas antes mencionadas.

Recapitulemos ahora brevemente al factor demográfico, de capital importancia por situarse en la base de todo tipo de predicciones sobre el futuro de las pensiones, como las que acaban de resumirse, y que son el resultado de unas proyecciones realizadas por el Instituto Nacional de Estadística en 2016. Según las mismas, en el año 2035, los mayores de sesenta y cinco años supondrán el 50,1% de la franja de población comprendida entre los dieciséis y los sesenta y cuatro años, mientras que quince años después ese porcentaje se habrá elevado al 72,5%. Si nos fijamos en quienes superen los setenta años, los porcentajes respecto a quienes se encuentren entre los dieciséis y los sesenta y nueve años serán en esas dos fechas del 33% y el 52,3%, respectivamente. ¡Nada más y nada menos!

¿Qué nos cabe esperar en el futuro? Desde luego, si se implanta de nuevo la evolución del IPC como factor de revalorización de las pensiones, no se alarga la edad efectiva de jubilación y se suprime el factor de sostenibilidad, como ahora propugnan muchos interesados únicamente en obtener réditos políticos, las futuras generaciones de pensionistas van a ver considerablemente reducidas sus pensiones, por mucho que ahora se les prometa lo contrario. Y ello porque gran parte de las soluciones que se proclaman como panaceas son falsas soluciones. Veamos brevemente por qué:

1) Los incrementos de las cotizaciones, ya sea aumentando el tipo legal, elevando la base mínima o eliminando el «tope» máximo, originarían aumentos de los costes laborales de tal magnitud que impedirían la recuperación de niveles elevados de empleo.

2) Si se elevasen los impuestos generales –tales como el IRPF y el IVA- para financiar las pensiones, no sólo se desvirtuaría el carácter contributivo del sistema y se propiciaría que aquellos pensionistas que hayan contribuido poco al sistema reclamasen pensiones superiores a las que les corresponderían de acuerdo con principios estrictamente contributivos, sino que, en general, los jubilados pagarían con mayores impuestos (especialmente IRPF e IVA) la mejora de sus pensiones, reduciendo en la práctica su renta disponible.

3) Mientras el endeudamiento público se mantenga en tasas elevadas -por ejemplo, entre el 75% y el 100% del PIB-, el recurso al endeudamiento para mantener para mantener la «dignidad» de las pensiones parece una solución muy arriesgada a la par que difícil de llevar a cabo durante largo tiempo.

Asegurar el futuro del sistema público de pensiones no es fácil y requiere un amplio consenso entre los representantes políticos de los ciudadanos y las organizaciones sociales. Los efectos del envejecimiento de la población española y la permanencia del déficit entre ingresos y gastos del sistema no van a desaparecer, por muchas propuestas demagógicas que se hagan. Hay realidades que nuestra sociedad debe admitir, mal que le pese. Por ejemplo, la necesidad de impulsar un crecimiento económico equilibrado que nos permita llegar al pleno empleo cuanto antes; mejorar nuestro sistema educativo para incrementar la productividad; fomentar la natalidad; e introducir mecanismos que complementen y mejoren el actual sistema de reparto de las pensiones públicas.

Estas y algunas otras que no se mencionan suponen, indudablemente, tareas difíciles y muy alejadas de las soluciones milagreras que empiezan ahora a proponerse. Si volvemos a mecanismos de revalorización empleados antaño, olvidamos el factor de sostenibilidad, mantenemos los actuales límites en la edad efectiva de jubilación o nos empeñamos en preservar unas pensiones medias cercanas a las últimas retribuciones percibidas en la vida activa, no lograremos equilibrar el sistema de pensiones: ni ahora ni a lo largo de la próxima década.

Una consideración final sobre el concepto de solidaridad. Una sociedad es solidaria no sólo por contar con mecanismos que aseguren una vejez digna a sus ciudadanos. Lo es también si ofrece un sistema público de salud –incluyendo el farmacéutico- como el nuestro, si mantiene un sistema educativo en constante mejora, si incentiva la natalidad, si ofrece una red de carreteras adecuada, una justicia eficaz y rápida, unas fuerzas del orden y un ejército sólidos, y, por último, si no desfallece en la lucha contra la desigualdad.

Raimundo Ortega ha sido economista titulado del Servicio de Estudios del Banco de España, director del Tesoro y Política Financiera, director general del Banco de España y presidente del Servicio de Compensación y Liquidación de Valores.

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