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Demos gracias a la ley

La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana

Ignacio Sánchez-Cuenca

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018

200 pp. 17,50 €

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Hay algo de doblemente paradójico en las fronteras que demarcan las comunidades políticas soberanas, esas unidades a las que comúnmente nos referimos como «Estados»: son contingencias sin pedigrí moral, pero su existencia y eventual modificación no son asuntos moralmente baladíes. Me explico.

El trazado de las fronteras políticas es arbitrario –en el sentido de que no demarcan realidad ontológica o natural alguna, como la membrana plasmática o el pericardio?, si bien su existencia genera consecuencias de relevancia moral indudable a poco que miremos cómo está el mundo, es decir, cuáles son las muy distintas oportunidades de que disfrutan los seres humanos dependiendo de cuál sea el lado de la frontera en el que les haya tocado nacer: una pura lotería, esta sí, natural. Comparen ustedes la esperanza de vida, la renta disponible y cualquier otro indicador socioeconómico de los surcoreanos de Daeseong-dong con los norcoreanos de Kij?ng-dong, distanciados por metros.

Salvo que seamos libertarianos à la Robert Nozick (o à la Juan Ramón Rallo), creemos que los Estados tienen una responsabilidad primaria en asegurar que todos los ciudadanos se beneficien de los frutos de la cooperación social. Esa es la manera de respetarles en su igual dignidad, de la que es expresión su consideración de sujetos de derechos básicos. Garantizar esos derechos sería, así, la condición necesaria de un orden político justoVéase, por todos, Liborio Hierro, Los derechos humanos. Una concepción de la justicia, Madrid, Marcial Pons, 2016.. Ello podrá implicar, por ejemplo, la puesta en marcha de una maquinaria pública que garantice la asistencia sanitaria a todos los ciudadanos, independientemente de su capacidad de pago. Si las prestaciones sanitarias garantizadas incluyen la cirugía de trasplantes, nadie discutirá que, siendo la necesidad clínica el criterio para asignar los recursos, el paciente necesitado de un órgano recibirá aquel que primero esté disponible sin importar de dónde venga. Así, de acuerdo con los datos oficiales correspondientes al año 2017, los pacientes de Cataluña recibieron 208 órganos provenientes de otras Comunidades Autónomas, habiendo donado sus habitantes 57 al conjunto del sistema. En ese saldo negativo (¿balanza de órganos?), Madrid es la primera, con 274 recepciones por 52 entregas, pero eso no importa, mientras que sí importa, en cambio, en el funcionamiento de la cooperación transnacional europea para el trasplante de órganos, sistema que privilegia el elemento «estatista-nacional» frente a la necesidad individual. Durante años, los ciudadanos de Gibraltar acudían a los hospitales andaluces para ser trasplantados, una situación irregular que se aceptaba por «costumbre y generosidad» hasta que el Servicio Nacional de Salud británico tomó cartas en el asunto y empezó a garantizar a sus pacientes gibraltareños los mismos derechos que al resto de ciudadanos británicos (en términos de expectativas de trasplante, un mal negocio para los gibraltareños dadas las cifras españolas de donación de órganos). Pues bien, no es «costumbre» ni «generosidad» –más allá del altruismo del donante? lo que hace que un individuo de Cornellá reciba un hígado proveniente de un cordobés, sino la ciudadanía común, la que también permite la existencia de sistemas públicos de pensiones y tantas otras instituciones propias del Estado social de derechoEn el caso de las pensiones, es interesante señalar que, si comparamos los ingresos en pensiones y los gastos en pensiones contributivas por Comunidades Autónomas, Madrid figura a la cabeza en esa balanza –es decir, tiene superávit? y Cataluña es la comunidad con mayor déficit, es decir, donde se gasta más y se ingresa menos, de acuerdo con los datos oficiales de la Tesorería de la Seguridad Social correspondientes al año 2016..

Sánchez-Cuenca argumenta que la «superioridad» de la izquierda se asienta sobre un ideal emancipatorio universalista que constituye la traducción política del imperativo categórico kantiano

En el mejor decir de Félix Ovejero, un muy conocido e imponente estudioso y crítico del nacionalismo (y de tantas otras veredas de la filosofía, la política, la ética y la economía) al que no se menciona ni una sola vez en La confusión nacional, las fronteras delimitan «unidades de decisión y justicia»; por eso la generación de nuevas fronteras mediante la ruptura de tales comunidades políticas ha de ser considerada como algo de la máxima relevancia normativa, y, anticipo ya, difícilmente justificableAsí, Félix Ovejero, La seducción de la frontera. Nacionalismo e izquierda reaccionaria, Barcelona, Montesinos, 2016, p. 53.. Y las razones para ser muy reacios a la secesión no son meramente prudenciales, como señalaba Sánchez-Cuenca en un libro previo sobre la cuestión (pp. 70–71), un ensayo en el que anticipa buena parte del corpus argumentativo de La confusión nacional. Hay razones de principio muy poderosas como las que él mismo suscribe en su reciente teorización sobre la «superioridad moral de la izquierda» (una obra coetánea a la que es objeto de esta reseña). En ella, Sánchez-Cuenca argumenta que la «superioridad» de la izquierda se asienta sobre un ideal emancipatorio universalista que constituye la traducción política del imperativo categórico kantiano, nada más y nada menos. «El izquierdista –señala Sánchez-Cuenca? parte de una filosofía más inclusiva y universalista. La prioridad consiste en mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos a través de la redistribución de la riqueza o del ingreso. Se trata de que los perdedores no queden abandonados a su propia suerte, de manera que la comunidad política ponga los medios para que aquellos que han tenido mala fortuna (por enfermedad, marginación, menores oportunidades, menos capacidad, menores habilidades) sean rescatados de su desgracia» (p. 60; las cursivas son mías).

En otro pasaje, Sánchez Cuenca insiste en la misma idea. La sociedad a la que aspira la izquierda es una en la que «Dejará de haber […] divisiones nacionales […] la humanidad toda entrará en una fase superior en la que la autonomía de la que disfruten los seres humanos será la base para el ejercicio de la libertad real» (p. 67; las cursivas son mías)Leyendo estos pasajes de La superioridad moral de la izquierda, un libro que se publica el mismo año que La confusión nacional, sorprende la consternación de Sánchez-Cuenca por el hecho de que Lidia Falcón haya afirmado que el nacionalista es de derechas; véase La confusión nacional, p. 44.. Los movimientos secesionistas transitan por la avenida justamente contraria, y, no por casualidad, como acostumbra a recordar Ovejero, el lema de la Revolución francesa es «libertad, igualdad, fraternidad» y «unidad indisoluble de la patria»Con parecido sentido y contundencia se pronuncia Enrique Gil Calvo.. Así se plasma en el artículo 1 de la Constitución francesa, siendo dicha unidad un límite material expreso a la revisión constitucional de acuerdo con el artículo 89.4. Y así ocurre también en muchos textos constitucionales vigentes en la inmensa mayoría de los Estados que denominamos «democracias constitucionales».

Pero, de otro lado, y esto tiene que ver con la otra paradoja que anunciaba, las fronteras son, casi siempre, el producto de contingencias diversas, guerras más o menos justas, matrimonios de la realeza, invasiones, etc. «Las fronteras son las cicatrices que la historia ha dejado grabadas en la piel de la tierra, grabadas a sangre y fuego», proclamó elocuentemente Josep Borrell ante la multitud congregada en Barcelona en la manifestación del 8 de octubre de 2017 en reivindicación del mantenimiento del orden constitucional. Piénsese, en el caso europeo más reciente, en los horrores que precedieron a la disolución de la antigua República Federal de Yugoslavia y la demarcación subsiguiente de las nuevas seis repúblicas. Incluso el tantas veces ponderado «divorcio de terciopelo» entre las actuales Repúblicas de Chequia y Eslovaquia no fue el producto de una decisión «democrática», si por tal cosa entendemos la participación de todo el que fue demos checo, algo que, conviene remarcar, constituía una exigencia constitucional. Es más, parece que la mayoría de los entonces checoslovacos no estaban por la labor, a tenor de las encuestas de la épocaAllen Buchanan, «Self-Determination, Secession, and the Rule of Law», en Robert McKim y Jeff McMahan (eds.), The Morality of Nationalism, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 1997, pp. 301-323, p. 321, n. 2.. ¿Por qué hemos de aceptar la consolidación de dichas demarcaciones, esto es, una serie de statu quo desprovistos de pedigrí moral? ¿Cómo no va a haber buenas razones morales para, en determinados supuestos, modificar las fronteras?

En la filosofía política contemporánea cabe encontrar cuatro estrategias con las que justificar tales modificaciones, a las que llamaré remedial, nacionalista, libertaria y democrática. La primera tiene como más obvio representante a Allen Buchanan. La secesión, de acuerdo con sus postulados, es la justa respuesta a un agravio por parte del Estado. Así, cuando una población geográficamente localizada sufre violaciones masivas de los derechos humanos, o fue originalmente conquistada, o padece de una política de redistribución de recursos discriminatoria, la independencia está justificadaAllen Buchanan, Secession. The Morality of Political Divorce from Fort Sumter to Lithuania and Quebec, Boulder, Westview, 1991; «The Making and Unmaking of Boundaries: What Liberalism Has to Say», en Allen Buchanan y Margaret Moore (eds.), States, Nations and Borders. The Ethics of Making Boundaries, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 231-261, y «Self-Determination, Secession, and the Rule of Law», art. cit., p. 312. Las condiciones por las cuales está justificado el remedio de la secesión se relajan mucho en la última aproximación que Buchanan ha hecho a la cuestión; véase el prólogo a la edición en castellano de Secesión. causas y consecuencias del divorcio político, trad. de Jorge Paredes, Barcelona, Ariel, 2013.. Este tipo de estrategia remedial fue también suscrita por Sánchez-Cuenca allá por el año 2008. Entonces, según él, las aspiraciones regionales en pro de la autodeterminación no constituían «derechos democráticos que el Estado español no reconoce. Como se ha dicho muchas veces, el derecho de autodeterminación tan solo se puede ejercer en situaciones coloniales o de invasión por parte de una potencia extranjera»«Sobre la necesidad de regular políticamente el conflicto nacional», Pasajes. Revista de pensamiento contemporáneo, vol. 26 (2008), pp. 5-11, p. 9.. Subyace a esta visión «liberal» de la secesión justificada una idea «funcionalista» de los Estados como meros instrumentos para la salvaguarda de los intereses de los ciudadanosEsa concepción desactiva el rechazo a la conquista o la anexión de unos Estados a otros si los invasores siguen respetando los derechos de los invadidos, como bien apunta Sánchez-Cuenca; véase La desfachatez intelectual, p. 127. y no como la encarnación institucional de «alma» o «espíritu» colectivo alguno.

Justamente es esa, en cambio, la estrategia del nacionalismo que identifica a un grupo humano –la «nación»? al que le correspondería la autoridad política legítima de manera originaria de acuerdo con las clásicas formulaciones de Ernest Renan y John Stuart MillEn ¿Qué es una nación? (1882) y en las Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), respectivamente.. El ejercicio de esa autodeterminación sería, además, un imperativo dictado por la necesidad de los individuos de desenvolverse en un contexto de elección significativo, y eso lo da el hecho de que comparten una misma identidad cultural, según la tesis bien conocida y discutida de Will KymlickaWill Kymlicka, Estados, naciones y cultura, trad. de Juan Jesús Mora, Córdoba, Almuzara, 2004, pp. 65-66. De entre las muchas críticas a la idea de Kymlicka, véase Jeremy Waldron, «Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative», en Will Kymlicka (ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 1995, pp. 93-119, pp. 106-108 y Félix Ovejero, «Nacionalismo: del mito a la moral»..

En tercer lugar, cabe apelar al derecho individual de libre asociación, al modo en el que lo hizo Ludwig von Mises. En Nation, State, and Economy sostiene que «Ningún pueblo, ni parte de pueblo alguno, puede ser retenido contra su voluntad en una asociación política que no desea»Nueva York y Londres, New York University Press, 1983, p. 34. Bien es cierto que los defensores del secesionismo introducen la cláusula de la «viabilidad económica» para de esa forma sortear el problema de la «secesión recursiva»; véase por todos Jaume López, «El derecho a decidir», en Mercè Barceló, Mercè Corretja, Alfonso González Bondia, Jaume López y Josep M. Vilajosana, El derecho a decidir. Teoría y práctica de un nuevo derecho, Barcelona, Atelier, 2015, pp. 19-40, pp. 39-40.. Este derecho de «des-asociación» o de «separación política» ha sido recientemente defendido por Juan Ramón Rallo como el lógico corolario del individualismo propio del pensamiento liberal. ¿No se separan los matrimonios que ya no se quieren? ¿No se van los hijos de casa? Seguro que les suena el argumento. El problema de este razonamiento analógico para justificar la secesión es que los que se van, se van con el sustrato territorial que constituye, según ellos, su patria, con las obvias implicaciones que ello tiene tal y como se destacó al principio: ruptura de la unidad de justicia y extranjerización de quienes hasta entonces eran conciudadanos. Es por ello por lo que Félix Ovejero ha sostenido que el territorio sobre el que se asienta el Estado debe considerarse un proindivisoVéase La seducción de la frontera, pp. 77, 88 y 98..

En el debate sobre el procés, ha sido, y es, frecuente recurrir a la cuarta estrategia anunciada, al expediente democrático (o plebiscitario) como respuesta «obvia» a la pregunta sobre la justificabilidad del secesionismoSe trata, en la tesis de Héctor López Bofill, de la aplicación del «principio democrático»; véase «Cataluña y la posibilidad de la secesión», Teoría y Derecho, vol. 19 (junio de 2016), pp. 90-104, p. 91. Es también el argumento esgrimido por Harry Beran en uno de los artículos seminales sobre el asunto en la filosofía política contemporánea; véase «A Liberal Theory of Secession», Political Studies, vol. 32 (1984), pp. 21-31. Antes se encuentra también en Liberalismo de Ludwig von Mises: «El derecho de autodeterminación, con respecto al problema de pertenencia a determinado estado, para el liberal, supone que todo territorio, sea simple aldea, provincia o conjunto de provincias cuyos habitantes libremente, en honesto plebiscito, se pronuncien por separarse de aquel Estado del que, a la sazón, forman parte, bien sea para crear una entidad independiente o para unirse a otra nación, pueda libremente hacerlo»; trad. de Joaquín Reig Albiol, Madrid, Unión Editorial, 1982, p. 139. Huelga decir que hay muchos defensores del procés que lo son sólo por, o además de, razones nacionalistas.. Si una mayoría de catalanes anhela la independencia, ¿cómo no va a ser posible que se respete esa preferencia expresada mediante el voto? El problema es que, previa a la decisión de decidir, por aplicación de la regla de la mayoría, necesitamos un demos, determinación que, por evidentes razones de carácter lógico, no puede a su vez ser objeto de una decisión democrática. Como sintetizó magistralmente Ivor Jennings: «El pueblo no puede decidir hasta que alguien decida quién es el pueblo»The Approach to Self-Government, Cambridge, Cambridge University Press, 1956, p. 56; tomo la cita de Stephen Tierney, «“We the Peoples”: Constituent Power and Constitutionalism in Plurinational States», en Martin Loughlin y Neil Walker (eds.), The Paradox of Constitutionalism. Constituent Power and Constitutional Form, Oxford, Oxford University Press, 2007, pp. 229-245, p. 231..

Se trata de lo que Sánchez-Cuenca denomina el «punto ciego» de la democracia como sistema de agregación de preferencias colectivasLa confusión nacional, p. 96. Al problema se refiere Sánchez-Cuenca, en un libro anterior, como un «cortocircuito conceptual»; véase Más democracia, menos liberalismo, pp. 54-55., una cuestión que, como sabe bien el propio Sánchez-Cuenca, no está satisfactoriamente resuelta, un territorio en el que nos tenemos que mover «a tientas», según su propia expresión, «tratando de [inspirarnos] en valores democráticos de tolerancia y autogobierno» (p. 96).

En La confusión nacional, Sánchez-Cuenca defiende que no ha sido esa la senda recorrida por el Estado español al abordar el problema político catalán. Antes bien, alimentadas por un «españolismo» mediático hegemónico, las instituciones del Estado –con el Gobierno presidido por Mariano Rajoy a la cabeza, e incluyendo al rey? no habrían estado a la altura del desafío planteado por el independentismo catalán, cuestión no exageradamente descrita por Sánchez-Cuenca como la más grave crisis constitucional de la democracia española.

En el primer capítulo de su ensayo, Sánchez-Cuenca da cuenta de cómo la conversación pública en torno al reto planteado por el nacionalismo catalán –o en torno al nacionalismo en general? es, en sus propios términos, «profundamente incivil». Volvemos a encontrarnos con una segunda gira de la «parada de los monstruos». En la primera, la que se compuso en La desfachatez intelectual, se presentaba una impugnación general al papel que han adoptado, según Sánchez-Cuenca, una serie de literatos, periodistas, intelectuales al fin, agrupados por su común pasado de izquierdas y su hodierna «derechización» y liaison con el periódico El País, el medio en que Sánchez-Cuenca escribió a lo largo de tantos años. Muchas de esas voces que, según aquél, opinan a la ligera sobre temas que no conocen bien –la crisis del 2008 o la emigración, entre otros varios asuntos?, vuelven ahora a comparecer para poner sobre el tapete muchas de sus «perlas», es decir, sus exabruptos, exageraciones o razonamientos poco finos sobre, en esta segunda entrega, el nacionalismo como doctrina política, y el secesionismo catalán en particular.

El autor es, por supuesto, libre de elegir ese objetivo, obviando toda referencia a las equivalentes barbaridades, falsedades y tergiversaciones que se han podido leer en estos meses desde los medios independentistas. Su selección, sin embargo, resulta una inaceptable trampa intelectual –una cierta desfachatez? si con ello se pretende constatar la «nacional confusión sobre el nacionalismo», es decir, la errada caracterización o crítica se hace que al nacionalismo como idea filosófica-política por parte de quienes se oponen al movimiento independentista en Cataluña, o la «pobre condición de nuestra esfera pública» (p. 38), una conclusión que no puede derivarse meramente de los excesos de algunas columnas de opinión de Federico Jiménez Losantos, Juan Manuel de Prada, Arcadi Espada, Raúl del Pozo, Antonio Lucas o Roberto Centeno (pp. 35–38). La falacia consistente en tomar la parte por el todo salta a la vista.

Y es que, a diferencia de otros ensayos previos de Sánchez-Cuenca sobre la cuestión, aquí no se ha hecho el esfuerzo de batirse con los mejores y sus mejores argumentos, un requisito básico, por cierto, del ensayismo anglosajón que tanto pondera y anhela el autor para nuestro paísY en ocasiones con una manifiesta ignorancia sobre las importantes contribuciones habidas en torno al problema constitucional y filosófico-político de la secesión. En la nota 73 de la página 94, afirma Sánchez-Cuenca que en el mundo académico español no ha habido un debate a fondo sobre la cuestión de la secesión, a diferencia de Cataluña (citando a Joan Vergés, Ferrán Requejo y Jaume López). Para el lector interesado, además de Félix Ovejero, véase la imprescindible obra de Luis Rodríguez Abascal (Las fronteras del nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos Constitucionales, 2000) y las contribuciones al libro colectivo editado por Juan José Solozábal, La autodeterminación a debate, Madrid, Pablo Iglesias, 2014; el trabajo de Alberto López Basaguren, «La secesión de territorios en la Constitución española», Revista de Derecho de la Unión Europea, núm. 25 (julio-diciembre 2013), pp. 87-106; el artículo de Alejandro Sáiz Arnáiz «Constitución y secesión», en Parlamento y Constitución, núm. 10 (2006-2007), pp. 33-56, o el de Josu de Miguel Bárcena, «Secesión y Constitución en los Estados Unidos de América», Cuadernos Manuel Giménez Abad, núm. 8 (diciembre de 2014), pp. 21-30, entre otras referencias suficientemente distantes en el tiempo de escritura de La confusión nacional como para haber sido cotejadas.. Resulta patente que, a la hora de enfrentarse teórica o filosóficamente al nacionalismo, Sánchez-Cuenca ha acusado en este libro la «pereza y desgana intelectual» de que acusa a los académicos críticos del nacionalismo en La confusión nacional y en ensayos previosLa desfachatez intelectual, p. 136..

Tomemos el primero de sus argumentos para criticar a los detractores del nacionalismo: ellos son también nacionalistas, todos lo somos, de hecho. Fijémonos ?sugiere Sánchez-Cuenca? en nuestras actitudes ante la desgracia –siempre más dolientes cuando son «españoles» quienes perdieron la vida en el accidente aéreo, pongamos, de cuya existencia y caracterización siempre se informa profusamente? o en los mapas del tiempo que se utilizan en las televisiones públicas, o en cómo también enarbolamos banderas, o construimos un currículo escolar teñido de referencias propias a nuestra historia y literatura, o en cómo limitamos nuestros esfuerzos redistributivos de la riqueza a quienes viven dentro de nuestras fronteras, o restringimos la entrada de inmigrantesLa confusión nacional, pp. 70-73, 76 y 79.. Defender la unidad territorial, señala Sánchez-Cuenca, «es tan “nacionalista” como la aspiración de quebrarla»Ibídem, p. 51..

¿Qué muestran las formas de nacionalismo «banal», en expresión de Michael Billig, que recuerda Sánchez-Cuenca (banderas, calendarios, listas de víctimas «españolas»)? El grano de verdad es que, en grados mayores o menores, todo Estado se reviste de un cierto aparato identificativo-simbólico acuciado por la necesidad de resolver problemas de coordinación mediante convenciones, y así lograr un equilibrio que estabilice las preferencias de quienes viven en común, como bien ha explicado Félix OvejeroVéase, por todos, «¿Es Francisco Laporta un nacionalista banal?», Doxa, edición especial (2017), pp. 187-191, y La trama estéril, Barcelona, Montesinos, 2011.. La cuestión es si esos «nacionalismos» pueden convivir unos con otros, es decir, si la identidad «nacional» –sea esto lo que sea? puede ser múltiple, si es posible sentirse uno al tiempo catalán y español. Pero más importante aún es saber si la tesis del nacionalismo banal implica que todos los nacionalismos son a la postre iguales, si lo mismo da el nacionalismo alemán que prendió en la década de los años treinta del pasado siglo que el nacionalismo estadounidense. Y la respuesta corta es que no, como ha afirmado el propio Billig. Hay nacionalismos «cívicos» incluyentes, y formas de nacionalismo «étnico» odiosamente esencialistas, como las que se esconden bajo la apelación a la «normalización lingüística» o las que manifiestan los escritos del recientemente elegido president de la Generalitat, Quim Torra.

Y, por supuesto, hay un espacio conceptualmente posible para el no nacionalista, como para el increyente o ateo, convicciones que no son «otras formas de ser religioso»; ser crítico del nacionalismo catalán u objetar a su aspiración secesionista no te convierte necesariamente en «nacionalista español». ¿O es que objetar las razones esgrimidas por el secesionismo escocés te muta en un nacionalista inglés o en nacionalista sudanés si haces lo propio con respecto a la creación del Estado de Sudán del Sur?

En su crítica a los críticos del nacionalismo, Sánchez-Cuenca recuerda que, como se ha señalado antes, nuestras inclinaciones solidarias tienen fronteras y, además, apoyándose tanto en filósofos políticos como David Miller, o en sociólogos como Robert Putnam, o en ciertos estudios empíricos, aduce que, en Estados étnicamente más homogéneos, los niveles de solidaridad y redistribución son mayoresLa confusión nacional, pp. 72-74. El argumento ya es esgrimido por John Stuart Mill en las Consideraciones sobre el gobierno representativo.. Todo sumado, «el nacionalismo continúa teniendo una fuerza formidable en las democracias liberales. Al margen de las autoconcepciones que tengamos sobre nuestras ideas políticas, en la práctica las ciudadanías de los Estados-nación contemporáneos se comportan según principios nacionalistas» (p. 77; las cursivas son mías).

¿Qué idea de nación y de nacionalismo maneja Sánchez-Cuenca? En este libro, se presenta como un defensor del nacionalismo por la vinculación que tiene la idea de nación con el autogobierno

Este planteamiento encierra dos problemas cohonestados. Primero, que como constatación de determinados hechos no justifica por sí sola –so pena de incurrir en una falacia naturalista de manual? la apuesta política o moral del nacionalista. Y es que, y muy directamente relacionado con esto mismo, el nacionalismo es, esencialmente, una idea política que difícilmente puede contemplarse «al margen de las demás», sino precisamente en confrontación con muchas de ellas, señaladamente con la aspiración universalista que, de acuerdo con el propio Sánchez-Cuenca, es santo y seña de la izquierda y razón de su superioridad moral, tal y como antes describíaVéanse las consecuencias que, por ejemplo en materia de inmigración, entraña un planteamiento decidida y conscientemente nacionalista como el de David Miller; así en Strangers in Our Midst. The Political Philosophy of Immigration, Cambridge y Londres, Harvard University Press, 2016, y «Is There a Human Right to Immigrate?»..

Y, a todo esto, ¿qué idea de nación y de nacionalismo maneja Sánchez-Cuenca? En este libro, nuestro autor se presenta como un defensor del nacionalismo por la vinculación que tiene la idea de nación con el autogobierno, uno de los dos ingredientes –junto a la igualdad? del ideal democrático (pp. 56–58). El «auto» del autogobierno sería para Sánchez-Cuenca algo más que una colección discreta y accidental de individuos, algo más que un «pueblo»: se trata de la «nación», el constructo en el que históricamente se ha devenido «en casi todas partes» (sic). Las naciones conforman identidades sociales, formas de autocomprensión o autodefinición compartidas por grupos humanos, el sentimiento de pertenecer a una cultura con una base u origen territorial.

La ontología de la nación es subjetiva, según Sánchez-Cuenca, al modo en el que existe el dinero, el matrimonio o el Tribunal Supremo, ejemplifica (pp. 58-59). Se trata de formas «institucionales» de la realidad, de acuerdo con la caracterización de John Searle, es decir, cosas cuya existencia depende de los estados mentales de los individuos –creencias, intenciones, deseos?, y ello a diferencia, por ejemplo, de las ondas gravitacionales, cuya realidad es independiente de lo que creamosLa construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 49 y ss.. El trozo de papel emitido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con valor facial de diez euros permite adquirir todo aquello que tenga un precio igual o inferior a diez euros, dada la creencia colectiva en que tal papel «es dinero», es decir, un medio de pago. Así, hoy nos cabe afirmar que alguien murió de tuberculosis en el siglo XVIII, antes de que se descubriera el bacilo de Koch (1882), pero sería un absoluto sinsentido proponerse descubrir si los incas precolombinos ya pagaban con «euros».

¿Es la nación de los nacionalistas una realidad institucional semejante? Fijémonos en que la actitud de quien paga con el billete de diez euros podría describirse como: «Él cree que el billete es un medio de pago» y su creencia se apoya en que el resto de agentes económicos también lo cree. Pero quien afirma que Cataluña es una nación, ¿qué denota? Una primera posibilidad, al modo de Enric Prat de la Riba, es apuntar a la existencia de un grupo que comparte una identidad homogénea y única –rasgos, lengua, pasado común, etc.? sobre un ámbito geográfico acotado, en este caso el territorio que denominamos «Cataluña»Félix Ovejero, La seducción de la frontera, pp. 84-85.. Se trata de una tarea abocada al fracaso, como bien han descrito muchos en la estela de Ernest Gellner, dada la imposibilidad de aislar ese rasgo identitario común y únicoIncluyendo, à la Renan o Mill, la voluntad de querer vivir juntos. Véase, por todos, Eric J. Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780, Cambridge, Cambridge University Press, 1992, p. 8, y Luis Rodríguez Abascal, Las fronteras del nacionalismo, pp. 102 y ss.. Pero la respuesta tampoco puede consistir, so pena de incurrir en vacuidad tautológica, en decir que «Cataluña es una nación porque muchos creemos que lo es». Esa respuesta no nos informa en absoluto de qué cosa sea la naciónAparte de arrastrar otros muchos problemas relativos al cambio de creencias, o de cómo entender entonces los procesos de «nation-building», problemas insolubles de los que Ovejero se ha ocupado por extenso; véase La seducción de la frontera, pp. 57, 63 y 203. Esta concepción de ser la nación una creencia compartida en serlo es la que también suscriben Hugh Seton-Watson, Eric Hobsbawm y David Miller, entre otros; para una presentación de sus ideas y un prolijo análisis, véase Luis Rodríguez Abascal, Las fronteras del nacionalismo, pp. 116-118.. Sí es más informativo señalar que «la nación existe cuando un grupo determinado comparte la aspiración colectiva del autogobierno y la soberanía sobre un determinado territorio»Se trata del concepto de nación «del nacionalista»; el concepto «normativo» de nación, de acuerdo con la lúcida caracterización que hace Luis Rodríguez Abascal en Las fronteras del nacionalismo, pp. 119 y ss.. Entonces sí, el mecanismo discursivo ya no se gripa; ahora sí hemos accionado una palanca útil para empezar la discusión política, pero no, claro, para darla por zanjada. ¿Es legítima esa aspiración? Discutámoslo.

Mediado el segundo capítulo y durante todo el tercero de La confusión nacional, Sánchez-Cuenca abandona los cielos de la teoría política para volar al ras de lo que ha sido la convulsión política de este último año, lo que él llama «crisis constitucional»Para un representativo botón de muestra, véase el aséptico modo en el que Sánchez-Cuenca describe lo que aconteció en el Parlament de Cataluña las aciagas jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2018 (p. 149)., pero que cabalmente puede denominarse con Hans Kelsen el intento de propiciar un «golpe de Estado» por parte del Gobierno de la GeneralitatAlgo a lo que Sánchez-Cuenca se resiste en agria polémica con el historiador Santos Juliá, a pesar de que el propio Sánchez-Cuenca asume que las leyes de referéndum y transitoriedad «rompían con la democracia española» (p. 149). Sobre ello, véase su reciente polémica en las contribuciones de Sánchez-Cuenca, Santos Juliá y nuevamente Sánchez-Cuenca.. Ese vuelo rasante tiene como objeto mostrar que el gobierno de Rajoy fue el responsable máximo del desaguisado: su modo de afrontar el problema habría sido «legalista», algo que había anticipado ya en su forma de proceder con el llamado Plan Ibarretxe. A ello añádase la gasolina arrojada sobre la aprobación en 2006 de la reforma del Estatut de Cataluña; la falta de iniciativa para el diálogo; la presunta guerra sucia articulada por quien fuera ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz (la llamada Operación Catalunya), y la «violencia» desatada el día 1 de octubre en el intento de evitar la celebración del referéndum.

Todos esos ingredientes de la torpeza o falta de oportunidad política del PP son escrutados de modo implacable por Sánchez-Cuenca (pp. 144-145), en agudo contraste con la descripción del proceder político e institucional de la Generalitat, una presentación en la que la semántica es mucho más amable; así, se habla de los «graves errores» o «estrategias criticables» (sic en ambos casos) que han cometido las autoridades catalanas y el independentismo (p. 137).

No habiéndose aún despejado del todo la crisis cuando el libro ha llegado a las manos de sus lectores, siendo tantas y tan procelosas las avenidas de un procés todavía latente, resulta prematuro calibrar el alcance de los errores del Gobierno de Rajoy (de hecho, el propio Sánchez-Cuenca, en las últimas páginas de su ensayo, ya juzga que «el independentismo calculó mal sus fuerzas» y que, «desde el punto de vista de la estabilidad institucional, lo previsible es que el país recupere una cierta “normalidad” en el medio plazo», p. 196) y el de los procesos penales todavía pendientes de culminar. No ocurre, sin embargo, lo mismo si nos animamos a echar la vista más atrás y tasamos lo que decía el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en una entrevista publicada en el diario El Mundo el 17 de abril de 2006 con motivo de la aprobación de la reforma del Estatut de Cataluña. Le preguntaba su director, Pedro J. Ramírez, al entonces presidente: «¿Se sentirá responsable si dentro de diez años Cataluña inicia un proceso de ruptura con el Estado?» A lo que Rodríguez Zapatero respondía: «Dentro de diez años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos». Dan escalofríos.

El Estatut de 2006 y su frustrada peripecia es el polvo de todos nuestros lodos, según una muy extendida explicación a la que también se suma Sánchez-Cuenca. No cabe ahora analizar todas las desventuras y sobreactuaciones políticas –el PP no parece tener la exclusiva del exceso electoralista y la falta de cintura política? a propósito de la aprobación del Estatut, un asunto que, por otro lado, no figuraba entre las prioridades políticas de la ciudadanía catalanaA comienzos de 2003, aumentar el autogobierno era una preocupación para el 3,9% de los catalanes. Los datos los proporciona Félix Ovejero, «La izquierda zombi», Claves de Razón Práctica, núm. 230 (2013), pp. 9-19, p. 12., pero sí matizar que, frente a lo que sostiene Sánchez-Cuenca, el Tribunal Constitucional, el último actor institucional en tomar cartas en el asunto, hizo lo que pudo; lo que, por otro lado, era previsible. Así, alguien de credenciales tan solventes como Víctor Ferreres, ha afirmado al respecto de la «afrentosa» sentencia: «la mayoría de los artículos recurridos por el PP fueron en realidad declarados constitucionales por el Tribunal. Es más, en muchas instancias las razones que el Tribunal esgrimió para justificar su fallo o para reinterpretar las normas fueron más bien técnicas. El Tribunal no frustró de ningún modo grave la posibilidad de introducir la mayoría de las deseadas reformas mediante medios jurídicos técnicamente correctos»«The Spanish Constitutional Court Confronts Catalonia’s “Right to Decide” (Comment on the Judgment 42/2014)», European Constitutional Law Review, vol. 10, núm. 3 (diciembre de 2014), pp. 571-590, p. 574 (la traducción es mía)..

Carles Puigdemont

En el cóctel del agravio «a Cataluña» que Sánchez-Cuenca agita con frenesí durante páginas y páginas, no faltan unas gotitas de «la falta de diálogo político» por parte del gobierno de Rajoy. Este tuvo una cotejable y probada voluntad de dialogar con Puigdemont a finales de enero de 2016, cuando ya el desafío de la «desconexión» no podía obviarse. Lo sabemos gracias a la osadía radiofónica de un locutor del programa El matí i la mare que el va a parir de la emisora catalana Radio Flaixbac, que llamó a Moncloa y, haciéndose pasar por Puigdemont, logró hablar con el mismísimo RajoyCada cual puede juzgar por sí mismo lo que deja traslucir el tono del presidente Rajoy; el contenido es en todo caso el que sigue: «Yo creo que el lunes le puedo llamar, el lunes 25 y según cómo estemos, si hay investidura, si no la hay, el tiempo, ya fijamos una fecha. Yo tengo la agenda muy libre, con lo cual la podíamos fijar para veinticuatro o cuarenta y ocho horas». Mi impresión es que destila deseo y apremio por reunirse y conversar..

El problema no era, pues, de disposición a hablar, sino del contenido, del qué había que hablar. En su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el 11 de octubre de 2017, el presidente del Gobierno desgranó las negociaciones y conversaciones habidas con la Generalitat desde septiembre de 2012, cuando Artur Mas era el president de la Generalitat. En la versión de Rajoy, su negativa a conceder a Cataluña un concierto económico propició el tiro por elevación por parte de Mas: una consulta para saber qué es lo que «quiere Cataluña», verbigracia, cuál ha de ser su futuro político. Para el movimiento secesionista, con la Generalitat a la cabeza, el diálogo político se redujo a partir de ese momento a pactar la «consulta» o «referéndum», lo que finalmente se produjo el 9 de noviembre de 2014 en una suerte de entente vergonzante («proceso participativo») que no ha tenido consecuencias penales severas para los instigadores institucionales, pero que tampoco sirvió para desactivar el procés, sino más bien para echarse aún más al monte.

Pero todo ello no debió ser óbice para, según Sánchez-Cuenca, haber afrontado mejor el «problema político catalán». Y «mejor», para Sánchez-Cuenca, significa de manera «no legalista», es decir, aceptando que se ejerza por parte de la ciudadanía catalana el denominado «derecho a decidir», la posibilidad de que los catalanes resuelvan qué quieren políticamente. Lo cierto es que, como ha puesto de manifiesto Francisco Laporta, el asunto encierra una no pequeña «trampa». Con la convocatoria de un referéndum o consulta no se anhela en realidad «decidir», poner unas «urnas», sino «ser», «constituirse» ya como una comunidad o demos «interpelable». El resultado, por tanto, es lo de menos; lo crucial es la delimitación previa de un sujeto político que performativamente, con la convocatoria, deviene en soberano, y que, ya para siempre, figurará como un distintivo demos al que de cuando en cuando auscultar para comprobar si la «incomodidad» (también les sonará la recurrente figura en la retórica independentista) persiste. Como en Quebec.

Esa estrategia política era y es constitucionalmente posible si se observan los procedimientos de reforma establecidos, a diferencia, por cierto, de otras democracias constitucionales que, bajo la lógica de Sánchez-Cuenca, habrían de ser tildadas de «bajísima calidad». Me refiero al ya aludido caso francés, pero también a los Estados Unidos, Italia o a la República Federal Alemana, donde la secesión no cabe constitucionalmente bajo ningún procedimiento, como han recordado su Corte Suprema o los tribunales constitucionales en los casos de Alaska, Texas, el Véneto o Baviera, respectivamenteTexas v. White (1869); Kohlhaas v. State of Alaska Office of The Lieutenant Governor, Tribunal Supremo de Alaska, 15 de enero de 2010; auto de 16 de diciembre de 2016 del Tribunal Constitucional alemán; sentencia 118/2015 de 29 de abril de la Corte Constitucional italiana.

Sánchez-Cuenca lamenta, sin embargo, que haya imperado en España una interpretación «literalista» de la Constitución, amén de la prevalencia de actitudes «conservadoras» por parte de los jueces que ocupan plaza en tribunales superiores, jueces que son percibidos como poco independientes de la políticaLa confusión nacional, pp. 159, 164 y 174-178. Viniendo de un científico social tan prestigiado, sorprende el escaso sostén empírico para tan robustas afirmaciones. La encuesta del European Network of Councils for the Judiciary que cita Sánchez-Cuenca sobre independencia autopercibida fue respondida por poco más del 10% de los jueces en ejercicio en España.. Cuando se redactan estas páginas, la sentencia de la Audiencia Nacional en el conocido como «caso Gürtel» ha propiciado un vuelco político sin precedentes en los últimos cuarenta años en España. Resulta obvio que el sociólogo Sánchez-Cuenca tiene que revisar su cuaderno de campo y las correlaciones que sustentan su análisis.

Ciertamente, como sabemos bien, hay en la Constitución cláusulas que invitan a una lectura moral –por usar los términos dworkinianos? del texto, pero otras no admiten mucho margen (verbigracia, la capitalidad del Estado, o el número máximo y mínimo de diputados que componen el Congreso de los Diputados). Sánchez-Cuenca, sin ir más lejos, opta por el «literalismo» cuando censura a Rajoy su cruce de burofaxes con Puigdemont a propósito de si hubo o no en el Parlament de Cataluña una declaración de independencia. Habla (literalmente) nuestro autor: «La respuesta a esa pregunta [la de si hubo o no tal declaración] se encuentra en el párrafo que acabo de reproducir. Cualquiera puede leer el texto del discurso, incluso Mariano Rajoy, y sacar la conclusión obvia de que no se había declarado la independencia» (p. 161). También cualquiera puede leer, incluso Sánchez-Cuenca, el procedimiento que establece el artículo 168 de la Constitución española para reformar el Título Preliminar, en el que se establece la «unidad indisoluble de la nación española», y sacar la conclusión obvia de que las leyes de transitoriedad y referéndum aprobadas por el Parlament de Cataluña eran flagrantemente inconstitucionales y, además, y frente a lo que considera Sánchez-Cuenca, profundamente antidemocráticas, por excluir de la decisión sobre el común a la gran mayoría de la ciudadanía. Desde esa perspectiva se entiende la especial gravedad que reviste celebrar un referéndum de autodeterminación cuando éste es organizado con apariencia de legalidad por individuos que se prevalen de su condición de autoridad, un dato crucial que, frente a lo que sostiene Sánchez-Cuenca, no permite descargar de responsabilidad a la Generalitat, sino más bien lo contrario. «Colocar urnas», es decir, ejercer los derechos políticos, exige todo un haz de acciones por parte del poder público –elaborar un censo, componer instituciones de garantía, de seguimiento: recursos públicos, al fin? que no pueden ampararse en fines contrarios al ordenamiento con la mera invocación de que se «trata de votar». Y frente a lo que sostiene Sánchez-Cuenca (p. 153), tampoco los «actos preparatorios» con algún respaldo institucional deben tolerarse con el expediente de ser meros ejercicios del derecho de reunión o manifestación o de la libertad de expresión. Cabe perfectamente imaginar lo que hubiera dicho Sánchez-Cuenca si el PP, en alianza con los empresarios, hubiera organizado un referéndum para acabar con la negociación colectiva prevista en el artículo 37 de la Constitución española, o para instaurar la pena de muerte o la tortura en contra de lo establecido en el artículo 15. Hubo un tiempo en el que Sánchez-Cuenca nos advertía de que la democracia es algo más que procedimiento, y que, desde esa perspectiva, cabía ilegalizar a Batasuna; que, además, era algo «conveniente» Así se pronunciaba: «Si la democracia es sólo un procedimiento para elegir representantes, cualesquiera que sean los métodos que estos representantes usen para hacer avanzar sus fines, no cabe impedir que algunos ciudadanos voten a partidos que luchan contra el sistema por medios ilegítimos. Pero si la democracia es algo más que un procedimiento, es decir, si también contiene ciertos principios sobre cómo se deben resolver los conflictos políticos y sociales, entonces no está claro que se deba permitir la existencia de partidos que violan esos principios»..

El problema no es tanto de democracia «legalista» como de democracia «constitucional», es decir, de la existencia de un diseño institucional que cuenta con instituciones contramayoritarias: Constituciones de difícil o imposible reforma y tribunales constitucionales que tienen la última palabra sobre el alcance de nuestros derechos. Que tal diseño sea o no aceptable a la luz del ideal democrático es un asunto que ha ocupado durante décadas a teóricos y filósofos de la política y del Derecho Constitucional y cuyo tratamiento, siquiera sea mínimo, excede de los propósitos de esta reseña, aunque sí debió hacerse más explícito en La confusión nacional, pues hubiera contribuido a entender mejor el alcance de tal «confusión».

Sánchez-Cuenca se apoya en Guillem Martínez para sostener que el procés fue un simulacro, algo que no había que tomarse en el fondo
muy en serio

En ese marco, en España era posible, y aún lo es, celebrar ese tipo de consulta que comporte finalmente la secesión si se siguen los procedimientos constitucionalmente previstos y se asumen políticamente los riesgos, de la misma manera que ha sido posible «perder soberanía» por mor de la integración europea (pp. 119–121), lo cual, más que abonar la tesis de ser el procés constitucionalmente legítimo o de la existencia de un «doble rasero» en el Tribunal Constitucional, como arguye Sánchez-Cuenca, debería dar que pensar a éste sobre el alcance y la fisonomía del «nacionalismo español», cuya vocación europeísta habría de ser más bien celebrada bajo los parámetros de la utopía izquierdista que abraza nuestro autor.

Las propuestas al estilo de las que en su día formularon constitucionalistas como Francisco Rubio Llorente, Alberto López Basaguren o Francesc de Carreras para pulsar primero la opinión de los catalanes desde el Gobierno del Estado previa a la puesta en marcha del procedimiento de reforma agravada de la Constitución, no cuentan con el favor de todos los estudiosos, pero no resultan crasamente inconstitucionales, como tampoco lo fueron las formas en que el Tribunal Constitucional logró encajar constitucionalmente el proceso de nuestra integración europea. Lo que sí se debe ser es políticamente consciente del coste que puede implicar esa estrategia. Por un lado, como ha señalado Víctor Ferreres, la quiebra del espíritu de «consenso» que animó el proceso constituyente de 1978, y, por otro, la tremenda fractura que generaría una decisión contraria a la secesión cuando tocara pronunciarse a toda la ciudadanía sobre la ratificación de una reforma constitucional que implicase la independencia de CataluñaVéase «Cataluña y el derecho a decidir», Teoría y Realidad Constitucional, núm. 37 (2016), pp. 461-475, p. 469.. En el caso del procedimiento «triádico» por el que aboga Sánchez-Cuenca, a esos peligros se añade el problema de la, digamos, «fatiga de materiales» que supone someter al demos a una reforma constitucional sobre la estructura territorial de España (tratando de que ésta resulte una opción más atractiva que la independencia, lo cual incluiría una mejora fiscal y el reconocimiento de la nación catalana) y un ulterior referéndum de independencia en Cataluña si la reforma bien no fuera aprobada en toda España, bien no lo fuera en Cataluña (pp. 192–193). Repárese, además, en que el menú de opciones de Sánchez-Cuenca no incluye en ningún caso una revisión constitucional recentralizadora, o aquellas reformas fiscales o de política lingüística que tendrían más sintonía con los ideales igualitarios de la izquierda que reivindica en La superioridad moral de la izquierda.

En la conclusión de su ensayo, Sánchez-Cuenca se apoya en Guillem Martínez para sostener que el procés fue un simulacro, algo que no había que tomarse en el fondo muy en serio. Yo mismo, si echo mi vista atrás, pienso en los meses, años incluso, en los que me martilleaba la recomendación de buenos amigos catalanes, bienintencionados, sesudos, muy bien informados, de no tomarnos demasiado en serio «en Madrid» nada de lo que institucionalmente ocurría en Cataluña: estrategias, decisiones, iniciativas legislativas, normas, anuncios o pronósticos que nos alarmaban, o, cuando menos, sorprendían. Todo eso debía ser pasado por alto. Y es que, se decía, «en Madrid no entendéis, os falta la perspectiva de estar aquí»; «tranquilos, Jordis, tranquilos». Lo peor que podía hacer el gobierno, cualquier gobierno, era «alimentar al independentismo», verbigracia, aplicar el Derecho vigente, o instar a los tribunales a hacerlo, todo lo cual resultaba enormemente contraproducente, la odiosa «judicialización» de la política. ¿Cuántas veces no reaccionaron airados los portavoces del independentismo ante las tibias insinuaciones de la Fiscalía General del Estado de que se estaba bordeando la rebelión o la sedición?

Claro que también estaban «los otros», los otros amigos catalanes, a los que apenas hacíamos caso –tal vez, en nuestro subconsciente, no queríamos afrontar la cruda realidad que, amenazante, iba abriéndose paso?, que nos reprochaban justamente lo contrario: no tomarnos en serio algo que iba muy en serio: «Que sí, que sí, que están dispuestos a todo, a la independencia por las buenas o por las malas». Para estos catalanes, los del «ADN franquista» o los epigenéticamente «fachas», en Madrid vivíamos en Babia, tan pichis que somos, mientras ellos cada vez más como cristianos de primera hora en las catacumbas. Y en estas llegó el acelerón, allá por el verano de 2017, el juego de la gallina: «Que no, que saltan del coche, ya verás, repetían los terceristas»; luego el del ratón (la Generalitat escondiendo sus cartas y buscando cualquier resquicio posible para colársela al Estado) y el gato (el Gobierno en guardia permanente para acudir al Tribunal Constitucional).

Y entonces se planteó un dilema, nada fácil, que tiene que ver con la actitud estratégica y normativamente debida del Gobierno ante el cenit revolucionario del procés, es decir, ante esas disposiciones aprobadas por el Parlament que suponían el pórtico del nacimiento de un nuevo Estado. Tales leyes son, a ojos de cualquiera que simplemente sepa leer y contrastar normas jurídicas vigentes, burdamente, flagrantemente, incuestionablemente contrarias al ordenamiento jurídico; hasta el punto de que, dada su abrumadora ilegalidad, cabría decir que ni siquiera deberíamos tomarlas en consideración. De otro modo, es decir, reaccionando mediante los recursos correspondientes –como finalmente hubo de hacerse?, pareciera que sí atribuimos a las disposiciones una cierta «juridicidad», un marchamo que, en ningún caso, tendría la proclamación del nacimiento de la República catalana que pudiera hacer un loco en un escenario teatral (el ejemplo es de Josep Joan Moreso, gran filósofo del Derecho catalán), al modo en el que el genial Albert Boadella se presenta como presidente de Tabarnia. ¿A que nadie se tomaría la molestia de acudir a los órganos jurisdiccionales correspondientes para que declare la nulidad de tales declaraciones? Pero, ¿y si resulta que una parte importante de la población, de las instituciones asentadas en ese territorio, las fuerzas del orden, un número significativo de jueces, y no digamos ya otros Estados, sí se lo tomaban en serio, y, ante la inacción del Estado, las nuevas instituciones y normas comenzaban a ser eficaces y ganar la adhesión de los destinatarios? En el fondo, no se trataba de locos, sino de individuos que ocupaban cargos institucionales y adoptaban sus decisiones en el ejercicio de esos cargos.

Mariano Rajoy y su gobierno han podido cometer, sin duda, errores graves de cálculo y estrategia, pero no se lo han puesto fácil: ni los sedicentes con sus «simulacros», ni quienes, por táctica electoral, sólo muy al final lo han acompañado en la intervención de la Generalitat por aplicación del artículo 155 de la Constitución. Pero si uno mira retrospectivamente al ardiente otoño catalán de 2017, a las muchas oportunidades e incitaciones habidas para poner toda la carne de la fuerza legítima del Estado en el asador ?¿quién no pensó que acabarían declarándose los estados de excepción y sitio, o que el ejército tendría que intervenir??, la crisis –aún irresuelta cuando, a mediados de junio de 2018, se concluyen estas páginas? no devino en el desastre total que podía aventurarse. Y no es poca cosa, y ello gracias al refugio que brinda el imperio de la ley y sus vigilantes.

Pablo de Lora es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Justicia para los animales. La ética más allá de la humanidad (Madrid, Alianza, 2003), Memoria y frontera. El desafío de los derechos humanos (Madrid, Alianza, 2006), Bioética. Principios, desafíos, debates (con Marina Gascón; Madrid, Alianza, 2008) y El derecho a la asistencia sanitaria. Un análisis desde las teorías de la justicia distributiva (con Alejandra Zúñiga; Madrid, Iustel, 2009).

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