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Dios es carlista; Jesucristo, a veces, republicano

El republicanismo español (Ayer, n.°39)

ÁNGEL DUARTE (ed.), PERE GABRIEL (ed.)

Asociación de Historia Contemporánea-Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid

274 págs.

2.700 ptas. 16,22

El gorro frigio. Liberalismo,democracia y republicanismo en la Restauración

MANUEL SUÁREZ CORTINA

Biblioteca Nueva-Sociedad Menéndez Pelayo, Madrid

372 págs.

2.505 ptas. 15,03

Carlismo y contrar revolución en la España contemporánea (Ayer, n.°38).

JESÚS MILLÁN (ed.)

Asociación de Historia Contemporánea-Marcial Pons Ediciones de Historia, Madrid

296 págs.

2.800 ptas. 16,83

El carlismo. Dos siglos decontrar revolución en España

JORDI CANAL

Alianza, Madrid

500 págs.

1.500 ptas. 9

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La primera parte del título procede del periódico carlista El Apagador. En plena guerra civil, a comienzos de la década de 1870, se afirmaba en él con toda rotundidad que «Dios es el primer carlista» y que la afiliación divina era la causa principal de la continuidad del movimiento. Una explicación que más de cien años después, a finales del siglo XX , apareció de nuevo en un texto oficial del partido, con motivo de la fiesta de los Mártires de la Tradición: sólo a la divina providencia se debía «el misterio, histórica y humanamente incomprensible, de la pervivencia, durante más de siglo y medio, del siempre derrotado, pero jamás vencido, carlismo». Por su parte, el republicano José Nakens, a pesar de su anticlericalismo, convirtió en alguna ocasión al «Jesús de los débiles y los humildes» en un correligionario ejemplar; bien es verdad que, como buen racionalista, nunca se atrevió a explicar la persistencia del republicanismo, que a veces también a él le parecía un milagro, por esa presunta afinidad política.

Milagrosa o no milagrosa, al menos resulta sorprendente la supervivencia de ambas corrientes políticas durante siglo y medio –desde su aparición en la década de 1830 hasta su declive, quizá definitivo, en el período de la transición–, sobre todo si se tiene en cuenta la sucesión de derrotas militares, fracasos políticos, escisiones y divisiones internas que jalonan su historia. La reciente publicación de dos obras generales y, de forma casi simultánea, de dos números de la revista Ayer sobre el carlismo y el republicanismo representa, al menos en parte, un intento de responder a esa sorpresa; o, si se quiere, de entender lo que algunos partidarios de una y otra fuerza han considerado un milagro. 

DE LA CONTRARREVOLUCIÓN A LA AUTOGESTIÓN 

Los historiadores no suelen creer en los milagros: de hecho, se les paga para que hagan comprensibles desde una óptica puramente terrenal las presuntas intervenciones de fuerzas superiores en los negocios de los humanos. De ahí que, frente al recurso a la protección divina, quienes se han ocupado de la historia del carlismo, en especial en las últimas décadas, hayan puesto el acento en razones más tangibles. Entre ellas, el apoyo unánime del pueblo español, o al menos de una gran mayoría del mismo, a la «Causa», del que hablan con frecuencia los historiadores vinculados al carlismo; o la influencia de diversos factores económicos o sociales a los que se han referido otros historiadores más críticos. Dos explicaciones que durante varias décadas alcanzaron un notable éxito entre los investigadores pueden servir como ejemplo de esta última actitud: la primera remite a la crisis económica y a sus repercusiones en el campesinado para entender el apoyo popular al movimiento legitimista; para la segunda, en cambio, la razón fundamental del éxito se encuentra en el cálculo de la burguesía sobre la utilidad del carlismo para mantener el orden social en el caso de que el régimen liberal no resultara suficiente a tal finUn buen resumen de la evolución de la historiografía, en Jordi Canal: «El carlisme: Notes per una anàlisi de la producció historiográfica del darrer quart de segle (1967-1992)», en El carlisme. Sis estudis fondamentals, Barcelona, L'Avenç, 1993, págs. 5-49. Actualizado en el «Epílogo: Carlistas, historiadores e historia del carlismo», del libro del mismo autor objeto de este comentario (El carlismo, págs. 402-436)..

Podemos dejar de lado las opiniones de los historiadores afines al carlismo, más propias de la apología que de una explicación en sentido estricto. En cuanto a las otras, lo que más llama la atención es el escaso interés por los componentes ideológicos y políticos del movimiento que manifiestan sus atribuciones causales. Y eso que el carlismo nunca ocultó que su objetivo era político: tanto en el sentido más inmediato del término –instalar en el trono al monarca «legítimo»– como en el más general de restablecer un sistema político tradicional; es decir, un sistema basado en los «principios monárquico-religiosos» a los que se refería la princesa de Beira, y en «las buenas tradiciones de la antigua y gloriosa monarquía española» de las que hizo mención el pretendiente Carlos VII. Que los profesionales de la historia no hayan tomado en serio estas y otras muchas declaraciones similares no se debe, por supuesto, a desconocimiento de las mismas. Tiene que ver, más bien, con una actitud intelectual en la que se mezclan ingredientes de raíz marxista (¿cómo aceptar que las masas populares, por definición progresistas, estuvieran dispuestas a apoyar semejantes objetivos, e incluso a dar la vida por ellos?) con consideraciones de un materialismo un tanto primario (el único motor del comportamiento es el logro de beneficios materiales, individuales o colectivos), e incluso con una aceptación acrítica de las máximas de Lévi-Strauss que definen a la perfección una actitud de sospecha ante los testimonios demasiado visibles («la realidad verdadera no es nunca la más manifiesta», y por ello «la naturaleza de lo verdadero se trasluce en el cuidado que pone en ocultarse»).

En los últimos años, en todo caso, frente a la sospecha y la búsqueda de causas ocultas ha surgido una nueva actitud, que de la forma más breve podríamos definir como «tomar a los protagonistas en serio». Es decir, dar crédito a las explicaciones ofrecidas por ellos y tratar de entender en qué circunstancias y bajo qué condiciones se produjo su participación en el movimiento. El giro se reflejó con toda claridad en las primeras investigaciones de dos de los autores de los trabajos que ahora comentamos: Jordi Canal (en especial, en su tesis doctoral, El carlisme catalá dins l'Espanya de la Restauració, publicada en 1998), y Javier Ugarte Tellería (cuya obra La nueva Covadonga insurgente, del mismo año, ya fue comentada en esta revista). A ellos sobre todo se debe el nuevo énfasis en los ingredientes políticos, por un lado, y en los fundamentos socioculturales que están en la base de las movilizaciones carlistas, por otro. En buena medida, a ese cambio de enfoque responden la mayoría de los estudios que son objeto de esta reseña. No todos, ya que en algunos casos aún se hace visible el peso de los esquemas anteriores, pero sí los suficientes como para pensar que la renovación es ya imparable.

De acuerdo con la interpretación de Gloria Martínez Dorado y Juan PanMontojo («El primer carlismo: 18331840», Ayer, nº 38, págs. 35-63), muy en línea con los análisis sociológicos de la acción colectiva, la importancia de los componentes míticos y rituales en el discurso popular carlista –concentrados en el código movilizador «Dios, Patria, Rey»– y la existencia de recursos y oportunidades para la movilización son los ingredientes que permiten entender la primera guerra carlista. La oportunidad política vino dada por la crisis dinástica y el planteamiento del problema sucesorio. Los recursos, a su vez, procedían de la estructura social –de las formas de vida comunitarias y el peso de la familia extensa en las sociedades rurales que apoyaron al primer pretendiente–, pero también de las concepciones ideológicas –de la influencia del catolicismo popular y el liderazgo clerical– y de las formas de organización de las colectividades implicadas –es decir, del poder institucional y las prácticas clientelares de las élites locales de esas mismas zonas, gracias a las que se consiguieron hombres y recursos materiales para el combate–.

El catolicismo, ya mencionado, fue el principal factor movilizador de los sectores de la población vasca que participaron en la segunda guerra carlista a comienzos de la década de 1870, explica por su parte Coro Rubio Pobes («¿Qué fue del "oasis foral"? Sobre el estallido de la segunda guerra carlista en el País Vasco», ibídem, págs. 65-89). Tras ella, y a pesar de la derrota y de la posterior escisión de los integristas, la intensificación de la propaganda escrita y la modernización organizativa de finales del siglo XIX –en especial, la creación de los círculos tradicionalistas, a la vez instrumentos electorales y nuevas formas de sociabilidad– convirtieron de nuevo al carlismo en lo que Canal define como «una opción competitiva» en la política española del momento («Las "muertes" y las "resurrecciones" del carlismo. Reflexiones sobre la escisión integrista de 1888», ibídem, págs. 115-135). Treinta años después, la vinculación a la Iglesia en un momento en que la legislación secularizadora de la Segunda República amenazaba a la institución eclesiástica, y también al «modo consustancial de ser» de amplios sectores de la población, es lo que explica para Javier Ugarte («El carlismo hacia los años treinta del siglo XX . Un fenómeno señal», ibídem, págs. 155-183el resurgir del carlismo en el período republicano, y también su vuelta a las actitudes belicistas, antes incluso del levantamiento militar de 1936.

A modo de complemento de estas explicaciones, en El carlismo. Dos siglos de contrarrevolución –la primera obra que examina en su totalidad, y con notable rigor y brillantez, la historia del carlismo «desde fuera»– Jordi Canal ofrece una interpretación global de la pervivencia del movimiento contrarrevolucionario. Se resume en dos binomios, uno referido al ideario carlista y el otro a sus apoyos sociales. Primer binomio: la capacidad de adaptación a las circunstancias, introduciendo nuevas formas organizativas o propagandísticas para hacer frente a los cambios políticos (desde la utilización de la prensa y los debates parlamentarios en el Sexenio a la creación de los círculos tradicionalistas a finales del XIX , o del Requeté en el XX ), unida a la inconcreción del ideario carlista, que al limitarse a algunos principios generales podía incorporar sin grandes problemas a sectores ideológicos y sociales no del todo concordantes en lo positivo, pero sí en lo negativo (el rechazo del liberalismo). Segundo binomio: el mantenimiento de una amplia adhesión social de claro carácter interclasista (campesinos, artesanos, burgueses…), a partir de la cual era posible unir a fuerzas dispares en momentos críticos, junto con la reproducción del movimiento gracias a la transmisión familiar de los sentimientos, valores, mitos o rituales propios de la contrasociedad carlista.

Adaptación a las novedades políticas, inconcreción ideológica, adhesión masiva y reproducción por vía familiar: tales serían, en síntesis, los rasgos definitorios de una corriente que consiguió sobrevivir a sucesivas derrotas, superar las frecuentes crisis y escisiones, y cuya pervivencia resulta excepcional en comparación con los movimientos contrarrevolucionarios de otros Estados europeos. ¿Cómo explicar, entonces, su declive, al parecer definitivo, en las últimas décadas? No hay en la excelente síntesis de Jordi Canal una respuesta a este último interrogante, aunque sí una meticulosa reconstrucción tanto de la evolución ideológica que condujo al «carlismo socialista autogestionario», como de los factores inmediatos (las disputas internas, el tardío reconocimiento legal del partido) que incidieron en la decadencia del mismo. Quizá habría que indagar en los cambios en la mentalidad y las actitudes políticas de los españoles, y sobre todo de los habitantes de las zonas que fueron baluartes tradicionales del movimiento legitimista, para entender tal decaimiento. De hecho, la secularización de la sociedad y la difusión de una cultura democrática convirtieron al carlismo en una reliquia del pasado, sólo atractiva para un puñado de nostálgicos, sin que los intentos de modernizar la doctrina –con la introducción de los lemas sesentayochistas– convencieran a los adeptos anteriores a la causa, y mucho menos a quienes, desde la izquierda, podían comulgar con algunos de esos objetivos pero no con la trayectoria histórica de sus nuevos defensores. 

LAS CULTURAS REPUBLICANAS 

Aunque se situaran en las antípodas del movimiento contrarrevolucionario, las corrientes republicanas no tuvieron una vida más fácil que aquél. De hecho, hasta 1931 los defensores de esta forma de gobierno sólo habían disfrutado del poder durante un año escaso (1873) y en unas circunstancias poco favorables para sus proyectos políticos. A pesar de lo cual, en el medio siglo que transcurrió desde la liquidación manu militari de la Primera República hasta la proclamación de la Segunda el republicanismo fue capaz de sobrevivir tanto a las divisiones internas como a las prácticas políticas de la Restauración, dirigidas en gran medida a anular o reducir su presencia en la esfera pública. De ahí el creciente interés de los historiadores por un movimiento que, como señalan Ángel Duarte y Pere Gabriel, contó con «una amplia implantación social y geográfica», de la que los trabajos recientes dan cada vez más pruebas.

En este caso, la investigación histórica no ha pasado por los mismos avatares que afectaron durante décadas al estudio del movimiento carlista. Es verdad que en los años setenta el republicanismo quedó relegado a un segundo plano, mientras las organizaciones obreras ocupaban la primera línea en la atención de los contemporaneístas. Hubo incluso historiadores que convirtieron a esa corriente en una especie de maniobra de distracción pequeño-burguesa para alejar a los trabajadores de la defensa de sus «auténticos» intereses. Pero ya en la década siguiente tales clichés ideológicos habían caído en el descrédito, al tiempo que los investigadores se dedicaban al análisis de las distintas organizaciones republicanas y, sobre todo, de su implantación en las ciudades en que, al menos temporalmente, fueron una fuerza de primera importancia. Entre ellas, en la Barcelona lerrouxista de la primera década del siglo XX , objeto de las obras fundamentales de Joaquín Romero Maura (La Rosa de Fuego. El obrerismo barcelonés de 1899 a 1909, publicada en 1975) y José Álvarez Junco (El emperador del Paralelo. Lerroux y la demagogia populista, de 1990); o en la Valencia blasquista del mismo período, a la que dedicó sus primeros trabajos Ramiro Reig (Obrers i ciutadans. Blasquisme i moviment obrer. Valencia, 1898-1906, aparecida en 1982; Blasquistas y clericales. La lucha por la ciudad de Valencia de 1900, de 1986). Desde la aparición de esas obras, ha sido largo el camino recorrido; de él dan cuenta las publicaciones a que se refiere este comentarioDos libros colectivos, aparecidos a mediados de los años noventa, ofrecen síntesis de interés: Nigel Townson (ed.): El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza Ed., 1994; y José A. Piqueras y Manuel Chust (comps.): Republicanos y repúblicas en España, Madrid, Siglo XXI, 1996..

No es casual que muchas investigaciones estén dedicadas a la actuación republicana en diversas localidades del país. En el período de la Restauración, la debilidad y fragmentación de las organizaciones partidarias y las dificultades para incidir de forma decisiva en la vida del Estado se vieron compensadas por la capacidad de los republicanos para intervenir en la vida local, e incluso para adueñarse del poder municipal. De ahí el fuerte peso del localismo, visible desde las décadas finales del siglo XIX : antes de que Lerroux se convirtiera en «el emperador del Paralelo» y Blasco Ibáñez en la gran figura del republicanismo valenciano, la influencia republicana se hacía sentir en diversos municipios rurales de Andalucía o Cataluña, e incluso en ciudades de Aragón o Levante. Y es en estas experiencias, más que en la participación siempre minoritaria en la vida política nacional, donde se encuentran probablemente las raíces de la pervivencia del republicanismo español.

O de los republicanismos españoles, para ser más precisos. Porque la pluralidad de planteamientos políticos y la diversidad de apoyos sociales fue una constante del movimiento. Lo han resumido bien Duarte y Gabriel («¿Una sola cultura política republicana ochocentista en España?», Ayer, nº 39, págs. 11-34) al recordar las diferencias en uno y otro terreno: «burgueses reformistas y pequeños burgueses urbanos, obreros y obreristas de orden, jornaleros y peones de barricada e insurrección; fenómeno urbano, implantación campesina; posibilismos y reformismos de corte respetable y conservador, retóricos y demagogos de la revolución; federales y autonomistas, llenos de contaminaciones regionalistas, unitaristas y soñadores de modernizaciones jacobinas de la administración». Quizá se pueda reducir el caleidoscopio a dos polos principales: a un «republicanismo señor y respetable» enfrentado al «republicanismo plebeyo y callejero», de acuerdo con la gráfica caracterización de ambos autores. De un lado se situaban, señala por su parte Suárez Cortina, los revolucionarios, es decir los herederos de la cultura del motín, romántica y conspirativa, integrados inicialmente en los partidos progresista y federal, y más tarde en el partido radical; del otro, los moderados y reformistas, los seguidores de Salmerón o de Melquiades Álvarez, defensores de las vías pacíficas y electorales, de la democracia liberal y del reformismo social.

Al republicanismo plebeyo, a partir sobre todo del caso valenciano, dedica su atención Ramiro Reig («El republicanismo popular», ibídem, págs. 83102). Vehículo de las aspiraciones de las capas populares y creador de una cultura política bien diferenciada, en la que el valencianismo tradicional se combinaba con la exaltación moderna de la razón y el progreso, este sector republicano radical tuvo en sus años de mayor auge todas las características de un movimiento populista. Un discurso agresivo y cargado de emotividad, unas prácticas de movilización callejera frecuentes e intensas, la presencia de líderes carismáticos, la centralidad otorgada al pueblo y la confianza en su emancipación –o, lo que es igual, en la derrota de quienes le habían mantenido hasta entonces en el atraso y la ignorancia– fueron algunos rasgos de ese populismo. De un populismo de corta vida, todo hay que decirlo: porque el blasquismo, al igual que otras vertientes del republicanismo plebeyo, no pudo resistir al creciente empuje de los sindicatos, a la agudización de los conflictos laborales o a las nuevas esperanzas despertadas por la revolución rusa. Tras la primera guerra mundial, por tanto, la cultura republicana radical, aun sin desaparecer por completo, «com[enzó] a verse desplazada por otra específicamente obrera o de clase».

Bien es verdad que en las zonas rurales el influjo republicano se mantuvo durante más tiempo. De hecho, aún en la década de 1920 los republicanos seguían manifestando una notable capacidad para canalizar el malestar de algunos sectores del campesinado, como demuestra Jordi Pomés («Sindicalismo rural republicano en la España de la Restauración», ibídem, págs. 103-133). Pero la dispersión y el localismo fueron obstáculos de primera magnitud para el desarrollo asociativo, y por eso durante los años treinta el sindicalismo republicano se vio desplazado en casi toda España (probablemente la única excepción corresponde a Cataluña, y en concreto a la Unió de Rabassaires) por los sindicatos anarquistas, y sobre todo por los pertenecientes a la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, integrada en la UGT.

Hubo además, como ya sabemos, otra vertiente del republicanismo, impulsada por aquéllos a los que Suárez Cortina ha definido como «republicanos de cátedra»; es decir, los herederos del krausismo y de su posterior vinculación con el cientifismo positivista, integrados primero en el partido centralista de Nicolás Salmerón, y ya en el siglo XX en el partido reformista de Melquiades Álvarez. Eran muchos los puntos de desacuerdo entre ellos y los defensores del republicanismo popular o plebeyo. Y esos desacuerdos, compatibles en todo caso con la común adscripción a la República –al menos, hasta el triunfo del accidentalismo entre los reformistas–, fueron los causantes del fracaso de los intentos unitarios de la década final del siglo XIX y los años iniciales del XX , y de las nuevas divisiones del republicanismo tras la ruptura de 1906.

A las diferencias, y en especial a las posturas del sector «gubernamental» o de cátedra, el menos conocido de los dos bloques, está dedicado El gorro frigio, de Manuel Suárez Cortina. No se trata, como reconoce el propio autor, de una historia completa del republicanismo en la Restauración; pero sí de una aportación sustancial para el conocimiento de la evolución de ese sector durante casi medio siglo. Una aportación que, a partir de estudios independientes presentados con anterioridad en congresos o reuniones académicas (lo que a veces lleva a reiteraciones innecesarias), mantiene siempre un hilo conductor común: el análisis de la cultura política republicana, y en concreto de las propuestas de la corriente más claramente intelectual del republicanismo. Por los capítulos del libro desfilan algunas de esas propuestas: el laicismo, y con él la defensa de la libertad de conciencia, de la secularización del Estado y del desarrollo de la escuela neutra; el reformismo social, desde sus raíces en el organicismo krausista, pasando por la recepción del nuevo liberalismo europeo de finales del siglo (en especial, del solidarisme francés) hasta llegar a la defensa, ya en el siglo XX , del Estado intervencionista, la negociación colectiva y los seguros sociales; o las posturas a favor de la descentralización y la autonomía municipal y regional, pero también del iberismo y, antes de 1898, de la autonomía de las colonias españolas.

Lo que con estos planteamientos, y con una práctica política acorde con ellos, pretendían los republicanos de cátedra era atraer a las clases medias a un proyecto de modernización del país. La suya era, dice Suárez Cortina utilizando terminología de moda, una «tercera vía», entre el conservadurismo social y político, por un lado, y el obrerismo organizado, por otro; una tercera vía «integradora y superadora de los antagonismos sociales, democrática y participativa», que debía conducir a la formación de una «nación de ciudadanos» regida por un «Estado democrático y social de Derecho». A ello dedicaron tiempo y energías algunos de los intelectuales más relevantes del período de entresiglos: los Azcárate, Odón de Buen, Machado, Calderón, González Serrano, Posada, Labra o Piernas Hurtado, miembros destacados junto con Salmerón del «primer partido de intelectuales» de nuestra historia; o los Galdós, Ortega y Gasset, el propio Azcárate, Azaña, Fernando de los Ríos, Zulueta, García Morente y tantos otros que en mayor o menor grado participaron en la andadura del Partido Reformista de Melquiades Álvarez.

Por qué fracasaron en sus propósitos es algo que el autor no aclara, quizá porque responder a esa pregunta habría exigido un análisis global del régimen de la RestauraciónA ello se ha referido, en todo caso, Suárez Cortina en publicaciones anteriores, como El reformismo en España. Republicanos y reformistas en la Monarquía de Alfonso XIII (Madrid, Siglo XXI, 1986), o la obra colectiva, editada por él, La Restauración, entre el liberalismo y la democracia (Madrid, Alianza Ed., 1997).. En lugar de ello, lo que en sus reflexiones iniciales plantea Suárez Cortina tiene que ver con un asunto de evidente actualidad: con la memoria colectiva y la utilización tan de moda del conocimiento histórico con fines conmemorativos. Si la actual democracia quiere encontrar un referente en el pasado –es su argumento, que algunos considerarán una auténtica provocación–, «más que a la tradición monárquica ha de acudir a la historia del republicanismo y a los proyectos de nación y Estado» que defendieron sus partidarios; porque con la excepción del Sexenio democrático, la única experiencia democrática hasta la transición «está asociada a los ideales republicanos». La advertencia no puede ser más oportuna, en especial para quienes andan empeñados en encontrar en Cánovas –y, en menor grado, en Sagasta– las raíces gloriosas de nuestro presente, aunque ello les obligue a olvidar a los auténticos defensores de la democracia en la España de entresiglos. ¿Se imaginan los lectores de este comentario a nuestros vecinos franceses olvidándose de Jules Ferry o de Georges Clemenceau para dedicar sus homenajes únicamente a Louis Adolphe Thiers?

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