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El maestro Kong (I)

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Cada estancia en China trae sus sorpresas. Algunas son cambios imprevistos. Por ejemplo, en Dalian, la ciudad donde estaré enseñando durante algunas semanas, éste es el año de las galerías comerciales. Cuando vine por primera vez en 2005 ya había algunas, pero hoy parece que inaugurasen una nueva cada día. En el área de mi universidad, sin afán de hacer un recuento en serio, sólo paseando, he visto cuatro que no estaban ahí el año pasado. Cada vez más grandes y con mayor número de tiendas y restaurantes. Los restaurantes también sorprenden. Todavía la mayoría de las cocinas sigue la rutina de especialización regional y comida de batalla, generalmente gustosa, pero sin la menor atención a la presentación ni a mayores refinamientos. El interior de los restaurantes suele ser cavernoso y banal y, a menos que a uno lo acompañe algún conocido, se hace difícil juzgar su interés mirándolos desde el exterior. Pero hay cambios. Graduales pero innegables. Los menús se diversifican; los platos llegan a la mesa en fuentes de tamaños y colores distintos para cada uno de ellos; la vajilla y los cubiertos, incluyendo los palillos, abandonan el envoltorio de plástico, no por habitual menos atroz; y el vino, mayormente australiano, aparece cada vez en más mesas. Sorpresas.

Otras cosas han estado ahí desde hace mucho tiempo, pero sorprenden cuando, por alguna razón, requieren una atención que antes no les habíamos prestado. Hace unos días cayó en mis manos un estudio del Pew Center  sobre el futuro de las religiones. La religión es un asunto que no me encandila, pero justamente acababa de tenérmelas tiesas con un colega local que veía en la política de fomento del ateísmo una de las grandes contribuciones del comunismo al progreso de China. La religión es un fruto de la ignorancia y del miedo al futuro manipulado a lo largo de la historia por las clases dominantes bajo cada modo de producción, etc. Incluso en el capitalismo, que permitió la crítica de la religión establecida y ha fomentado una secularización creciente, los poderosos recurren a la religión cuando ven peligrar su hegemonía. Un razonamiento que une la tosquedad con la ignorancia de la propia historia, especialmente en el caso de China.

Las estadísticas abonan la escasa religiosidad de los chinos. El mismo Pew Center lo destacaba en otro informe de 2010. Un 52,2% de la población se declaraba, con la terminología de los encuestadores, «no afiliado», esto es, no practicante de religión alguna, en el primer lugar de un continuo donde seguían las religiones populares (21,9%), el budismo (18,2%), los cristianos (5,1%) y, luego, en torno o por debajo del uno por ciento, los hindúes, judíos, musulmanes y otros credos. El panorama no será muy distinto en 2050, con la misma clasificación y porcentajes similares, excepto para los musulmanes, que casi se duplicarán. En Rusia, pese a los largos años de ateísmo oficial, en 2010 los cristianos llegaban al 73,3% y los no afiliados se quedaban en el 16,2%. En 2050 los cristianos representarán un porcentaje parecido, pero los no afiliados habrán caído casi un 5% y los musulmanes crecido en torno al siete.

Cabría preguntarse cómo se llevaron a cabo las entrevistas y si los entrevistados chinos no siguieron el guión que se esperaba de ellos al mostrar un escaso interés por la religión. Pero pongamos que contestaron lo que querían en realidad contestar. Como China es un país comunista, la relación entre el desinterés por la religión y la ideología estaría cantado. Pero, atención, en Vietnam –que en tantas cosas sigue el camino de China–, los no afiliados eran el 29,6% de la población en 2010, muchos menos que el 45,3% que seguía alguna religión popular. Y, más atención aún, en ese mismo año Japón contaba con un 57% de no afilados, es decir, en ese emporio del capitalismo tardío había y habrá menor interés por la religión que en China. En 2050, según la proyección del Pew Center, los no afiliados japoneses se habrán disparado al 67,7% de la población, con un descenso considerable del resto de las religiones. ¿Estarán los demógrafos de la institución anunciando una revolución comunista para Japón en el entretanto? Bah.

Como en tantas otras cosas, discutir sobre la religiosidad de los chinos o de los japoneses con las categorías de las religiones del Libro resulta ocioso. La dicotomía entre luz y tinieblas cuyos límites, por cierto, la deidad de turno, entre veleidosa y haragana, dejaba siempre en manos de profetas (Moisés, Jesús de Nazaret, Mahoma) nunca ha arraigado con firmeza en el Este de Asia. Aunque no haya estadísticas sobre las que sustentarse, las muchas personas inteligentes que pasaron por allí antes de los vandálicos encuestadores de opinión hubieran encontrado tantos «no afiliados» y seguidores de religiones populares como ellos. El jesuita Mateo Ricci, valga un solo ejemplo, pronto cayó en la cuenta de que en China de nada servía al análisis la dicotomía entre ortodoxia y herejía, pues entre ambas no se había erigido ninguna Gran Muralla. Dominicos y franciscanos, algo menos perceptivos, lo tachaban de acomodaticio, pero Ricci estaba en lo cierto.

A los chinos de su tiempo podríamos dividirlos, a la hora de abordar su religiosidad, entre los low brow, o baja estofa, y los high brow, o alto copete. Las religiones populares con sus cultos folk de ancestros y dioses menores de la casa o del lugar (equivalentes de los manes, lares y penates romanos), el taoísmo y el budismo eran las marcas preferidas entre los primeros, en tanto que intelectuales y patriciado se apuntaban mayormente al confucianismo, algo que en la jerga demoscópica para este caso equivale a «sin afiliación».

Y hasta esa dicotomía era poco más que un flatus vocis: «En China no existía un mundo de prácticas evidente e indiscutido para clasificar lugares, poblaciones y fechas en una jerarquía o para expresar a sus críticos como parte de un mismo orden reforzado por el lenguaje, los mitos y los ritos […]. Su lugar lo ocupaba una mezcla de ortodoxias y heterodoxias, ambas en plural, que se reflejaban mutuamente» (Stephan Feuchtwang, Popular Religion in China. The Imperial Metaphor, Londres, Taylor & Francis, 2005, edición e-book). Las fronteras entre ambas no sólo eran fluidas sino que estaban densamente pobladas por contrabandistas de uno y otro pelaje que a menudo se pasaban de una a la otra.

No voy tan lejos como Feuchtwang en su alegre obliteración de toda jerarquía en la lógica de los chinos. Por supuesto que existía, sólo que obedecía a categorías distintas de las de Aristóteles. Borges lo apuntaba en el delicioso Emporio Celestial de Conocimientos Benévolos, esa taxonomía apócrifa de los animales según fueran: a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera. Esa clasificación no está hecha a humo de pajas o por un ácrata chalado; lo que cuenta es su principio y su final: el emperador y el etcétera. Con rigurosa lógica burocrática, el mundo chino en religión (y me temo que en muchos otros asuntos) era y será lo que quiera el mando. También allí hay ese decálogo del buen funcionario que se encierra en dos preceptos: «El jefe siempre tiene razón» y «Para la interpretación de estos mandamientos, váyase al artículo primero».

Cuando hablo de estas cosas a mis estudiantes chinos evito utilizar el nombre inglés de Confucio porque en mi lamentable prosodia, Confucius y Confucian están peligrosamente cerca de confusion. Confucius parece provenir de Kung Futzu, un título honorífico con escaso uso actual y que en pinyin ha pasado a ser solamente Kongzi o Maestro Kong. Así es como mis estudiantes se refieren a él.

Sea como fuere, lejos de rebuscar en la textura del universo como hemos venido haciendo en Occidente desde los presocráticos, lo que contaba para el Maestro era resguardarse de las veleidades del emperador y de sus mandarines o, al menos, reducir su impacto. Menos teología y más ética pública. Menos apurarse con la religión y más taparse de los poderosos. Al Maestro, que tanto ha influido durante siglos en el Este asiático, hay que contarlo entre los «no afiliados».

Ahí está su gracia. 

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Ficha técnica

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