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Del provechoso arte de reunir reliquias

El dedo robado. Reliquias imaginarias en la España moderna

María Tausiet

Madrid, Abada, 2013

272 pp. 16 €

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Veintiséis reyes ibéricos se han llamado Alfonso. Ildefonsus, Afonso, Adelfonso, actúan como sinónimos exactos, no sólo en el Medievo, sino ya en la poética del Barroco, y son variantes ya regionales, ya lingüísticas, latinas y romances. Ningún otro nombre ha sido tan preferido por las dinastías hispanas. Hay trece Alfonsos en la cuenta mayor, que es la asturleonesa y castellana; otros seis en la portuguesa; y seis más en la de Aragón, si se cuenta a un rey napolitano de este linaje. Parece probable que hecho tan relevante, por la importancia antaño dada al patronímico, se deba al prestigio de san Ildefonso, obispo godo de Toledo en el siglo VII, objeto de un milagro con intervención personal de la Virgen que María Tausiet estudia en este ameno libro, probatorio de que la realidad no desmerece de la ficción. Esta devoción no es hoy intensa y general, pero durante siglos tuvo máximo prestigio en la inmensa Monarquía Hispánica y, en particular, en la Corona de Castilla, intensamente ildefonsina, o alfonsina.

Templos y capillas relevantes dedicados al santo en ciudades señaladas los hubo en Toledo, Sevilla, Madrid, Alcalá, Zamora u Oporto, o, al otro lado del océano, la catedral yucateca de Mérida. Vinculado a la Corona nació el Real Colegio de San Ildefonso, creado por Carlos I, cuyos educandos cantan los premios principales de la lotería oficial. De san Ildefonso era el convento jerónimo amparado por los Reyes Católicos que da nombre al Real Sitio de la Granja de san Ildefonso. Del santo escribieron Lope y Calderón y lo pintaron el Greco, Zurbarán y Murillo. Antes que todos ellos, Cisneros lo había elegido para su sello personal. En fin, incluso hubo unos poderosos navíos de guerra, fragatas dieciochescas de gran porte, que se llamaron ildefonsinos, porque el primero de la serie fue botado como «San Ildefonso»Capturado en Trafalgar, la Royal Navy lo mantuvo en servicio y le conservó el nombre: HMS Ildefonso. Los buques de esta clase llevaban setenta y cuatro cañones y una dotación de quinientos hombres. Fueron armados en Cartagena.. No hay duda, pues, sobre su relevancia.

Ildefonso, escritor desbordado de fervor mariano, recibió la visita personal de la Virgen y, de sus manos, una vestimenta litúrgica. María dejó las señales de sus pies en una piedra, desde entonces venerable. Pero la islamización de Hispania hizo que el cadáver del prelado y la milagrosa vestidura migrasen al norte, salvaguardados por manos piadosas que los llevaron a tierras seguras: Zamora y Asturias, respectivamente. Tausiet explica, con mucha documentación, los infructuosos intentos de Toledo para recuperarlos.

La visita de María a Ildefonso, que cantó Berceo (1260), era famosa. En el siglo XII ya escandalizó a un tratadista musulmán, Al Jazrayi, que negaba la posibilidad de tal milagro, por afrentoso: pues bien María era usada como sirvienta por Dios –su esposo, al ser padre de su Hijo–, bien era promiscua, al tratar con otros hombres: «¡Qué cosas os atrevéis a contar!», concluía, consternado, el piadoso cordobés.
Lo que viene a explicar Tausiet, con talento de detective al servicio del lector, es cómo la catedral de Toledo logró acabar reuniendo dos de aquellas reliquias para acrecer su de por sí grande relevancia. Por obra de su cardenal arzobispo, exvirrey y exinquisidor general, Pascual de Aragón, de estirpe regia, el templo se convirtió en el lugar geométrico donde confluían las mayores legitimidades concebibles en la mentalidad hispana del Barroco. La divina la daba la huella de los pies de María sobre una piedra, vestigio directamente venido del Cielo, participación tangible en la divinidad cuyo vaso materno era María. La legitimidad de Toledo, por sí propia, era doble: había obtenido la condición primada en 1088 y, con ello, volvía a ser la cabeza de Hispania; eso repristinaba la historia al año 567, cuando Atanagildo, de recuerdo milenario, la hizo capital del reino y, en lo sucesivo, sede de los famosos concilios; el corazón de esa Toledo era la cátedra que había desempeñado Ildefonso desde 657, en el último decenio de su vida. Así, en el tiempo de los sucesos que estudia Tausiet, Toledo era la cabecera eclesial de la vasta Monarquía Hispánica.

La tercera reliquia era una amplia pieza inconsútil de prodigioso tejido «de color celeste», finísimo como «cendal de cebolla que se mueve al más mínimo alentar». Procedía de Toledo, pero estaba en el Arca Santa de la catedral de OviedoEl Arca se había abierto ante cuatro obispos, en el siglo XI, en medio de cegadores resplandores aromáticos. Después, se resistió a ser abierta hasta 1598, hecho que generó un acta imprecisa sobre su contenido, probablemente decepcionante.. Puesto que el mueble había sido hecho en Jerusalén, en ambiente apostólico, se añadían nuevas legitimidades: por un lado, la Jerusalén terrestre; por otro, la raíz de la recuperación guerrera de España, encarnada en Oviedo, creada capital de Asturias –nueva Toledo– en 761 por Alfonso II (nieto de Alfonso I, a su vez supuesto nieto de Recaredo, el primer rey católico). El Cielo, Jerusalén, la Toledo de los concilios –cabeza de Hispania– y Oviedo, su heredera: todas las legitimidades confluían así en Ildefonso y su catedral.

Ni el cadáver del santo ni su veste fueron a Toledo, pero sí un dedo pulgar. Fue suficiente. La peripecia atrapa a cualquiera que la lea. Un clérigo ejerciente en Zamora, luego muy bien recompensado, lo hurtó para llevarlo a Toledo de tapadillo. Lo hizo –aseguraba– de modo compulsivo, movido por una inquietud interior que no le dejó reposo, pues, si bien se resistió a esas «imaginaciones», «no pudo aquietarse hasta executarlo». Los toledanos describirán púdicamente la adquisición como lograda «por medio raro e inopinado». Hurto feliz, porque implicaba autenticidad (mucho más que una compra) y porque devolver un resto del santo a su lugar de origen podía tomarse por acto de devota piedad.

Había, en fin, un motivo pragmático en la repatriación de los restos del obispo: la funcionalidad de su reliquia. La acre disputa sobre las reliquias, con Lutero como protagonista singular, y de la que se ocupó el Concilio de Trento, vio intervenciones innumerables y dilatadas en el tiempo, como señala Tausiet (Erasmo, Calvino, Dávila, Roa, Tamayo, Vázquez de Miranda o Couque), pero no afectó en España a la creencia en sus poderes: el pulgar de Ildefonso debía funcionar como talismán contra la plaga de langosta. Era, en gran medida, una necesidad y un deber de gobierno disponer físicamente de ella. Y se logró.

Que el caso está perfectamente vivo puede probarlo este titular, que copio del diario La Opinión-El Correo de Zamora, de fecha 27 de febrero de 2007: «Los Caballeros Cubicularios ponen condiciones al traslado temporal de las reliquias de san Ildefonso a Toledo».

Guillermo Fatás es catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autor, entre otros libros, de El fin del mundo. Apocalipsis y milenio (Madrid, Marcial Pons, 2001), Del patrono de la Universidad de Zaragoza y de cómo fue destruida en 1809 (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009) y, con Gonzalo Borrás, Diccionario de términos de arte y elementos de arqueología, heráldica y numismática (Madrid, Alianza, 1998, y sucesivas reediciones).

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Ficha técnica

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