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¿De dónde salió el virus de Wuhan?

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Si algo sabemos con relativa certeza es que el virus de Wuhan brotó en Wuhan. Digo relativa porque a la hora de escribir esta entrega (mayo 7), corría el son de un sorprendente caso de virus en Francia. En diciembre 27-29, 2019, un hombre de 42 años, pescadero de profesión y cuyo último viaje (agosto del mismo año) había sido a Argelia, fue internado en la UCI del hospital de Bobigny, una localidad cercana a París. Desde cuatro días antes presentaba síntomas de hemoptisis, tos, jaqueca y fiebre. Los dos médicos que le atendieron en el hospital y un equipo del Servicio de Microbiología Clínica de la Universidad 13 de París revisaron las historias de otros 14 pacientes admitidos por las mismas fechas en la UCI con síntomas de gripe común y encontraron que, en su caso, el diagnóstico correcto debería haber sido una infección de Covid-19. «Se piensa que la epidemia de Covid-19 apareció en Francia en 2019 a finales de enero 2020 […] Sobre la base de nuestros resultados parece que […] empezó mucho antes». 

El estudio, reconocían sus autores, tenía limitaciones: historias médicas no exhaustivas que podían haber ocasionado pérdidas de información relevante; posibles falsos resultados negativos; análisis limitado a unas pocas muestras. Pero concluía que «esas limitaciones pueden explicar por qué sólo hemos podido identificar a una persona infectada por Sars-Covid-2 en la población estudiada». Cabía, pues, la posibilidad de que el virus de Wuhan hubiese aparecido en Francia de forma independiente ya que el paciente no había viajado a China. No sería de Wuhan el maldito virus. A ese grupo de investigadores se le ha añadido una borrosa falange macedónica a la que dan crédito algunos medios de comunicación

Sobre la nueva hipótesis cayó rápidamente el fuego enemigo, pero como no pertenezco al gremio de los virólogos, ni al de los epidemiólogos, ni siquiera al de los pandemiólogos, dejo el asunto del valor respectivo de las hipótesis en manos de ésos y otros expertólogos para irme a bailar el son con Laura León.

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Sí, Laura, tesoro. En estos tiempos de pandemia los poderes públicos de toda condición nos han dado un atracón de Ciencia. Es su Garuda, su Hermes, su Loge, su única guía. No hagas caso. No te fíes. Ni las más bellas hipótesis científicas, ésas que acaparan la atención del común, valen poco más que su cuarto de hora de fama. Certezas, haberlas haylas; pero, como las prendas de moda, las presuntamente decisivas pronto necesitan complementos o caen bajo el fuego de la crítica o son arrasadas por otras mejores, es decir, provisionalmente más convincentes. Si eso sucede con los saberes que creemos más sólidos -las llamadas ciencias de la naturaleza-, qué no será de aquellos que no pueden renunciar a las pasiones o, por decirlo más educadamente, a la hermenéutica. Popper no fue menos terminante que Hume; sí más preciso. No hay Ciencia, sólo un método que llamamos científico cuyas hipótesis pueden ser descartadas —«falsadas», decía el vienés— por la fuerza de los hechos. No, Laura, tesoro. Los hechos sí existen, no son constructos; eso te lo ha contado tu amigo el lacanólogo ese que te camela; es su teoría la que es un constructo, no la existencia de hechos verificables. Si no lo fueran, tú también serías un constructo, tesoro, y no estarías aquí, ni yo podría verte, ni tocarte, ni saber que tú eres tú; ni reconocería a mis amigos; ni estaría en este pueblito donde andamos confinados. Sólo los muertos viven de constructos. 

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Pero divago. 

La Ciencia de los mercachifles vale para un roto y para un descosido. Nada podría ser más conveniente para el Partido Comunista Chino, que la corroboración de que el virus de Wuhan no es de allí. Eso sí que sería Ciencia. Para ellos. 

Así que se han lanzado de cabeza a la piscina en cuanto han oído campanas en cualquier sitio. Ayer (mayo 6) sin más, en China Global TV Network, Liu Xin, su reportera de investigación, recogía la noticia de Bobigny y agregaba otra: el alcalde de Belleville, New Jersey, decía haber sufrido de Covid-19 el pasado noviembre, un mes antes de los primeros casos en Wuhan. Visiblemente ansiosa por descubrir la verdad y nada más que la verdad, Liu se preguntaba: «Si así fue, dónde se infectó y de quién; cuándo empezó el virus a extenderse por Estados Unidos». 

Mientras la Ciencia se aclara, tal vez convenga recordar que, así fuera Covid-19 lo de Bobigny y lo de Belleville y otras docenas de casos aislados más que pueda hallar Ms. Liu en Kazakistán, en Uganda, en Belize o en la Antártida, ninguno de ellos desató una epidemia —luego pandemia— como la que apareció en Wuhan y se extendió desde allí. Y sólo en ese caso ha habido tantas presiones para ocultar la verdad como las ejercidas por el gobierno local y el de Pekín antes y después de saberlo. 

En abril pasado, Tan Jun, un funcionario de Yachang, provincia de Hubei, fue la primera persona en denunciar a las autoridades por ocultar la naturaleza del virus e impedir que la gente pudiera protegerse. Tan no ha sido detenido hasta el momento. Tras sufrir la muerte de sus padres o allegados, un grupo de siete residentes de Wuhan se puso en contacto con Yang Zhanqing, un conocido activista residente en Estados Unidos, para pedirle que demandase allí al gobierno chino. Varias semanas después lo pensaron mejor. Otros más resueltos no encuentran abogados que les representen. Tres voluntarios de Terminus2049, un proyecto para crear un archivo de noticias censuradas, desaparecieron en Pekín en abril y luego fueron detenidos bajo la acusación de «buscar altercados y crear desórdenes». La represión se ha cebado especialmente con quienes llevaban luto por sus familiares. Al cabo, los muertos no eran víctimas sino mártires. 

La censura ha borrado todas las noticias referidas a los rápidos esfuerzos gubernamentales para ocultar la gravedad de la enfermedad. Tal vez por casualidad, en marzo de 2020 China expulsó a los corresponsales de The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal

China tiene gran interés en que los orígenes de la pandemia queden en la sombra. Las noticias sobre el asunto son monopolio exclusivo del gobierno. Por ejemplo: tal vez para poner fin a las mencionadas discusiones entre expertos o para persuadir a Ms. Liu, hoy (mayo 7), el gobierno ha anunciado que los primeros casos aparecieron en noviembre 17, 2019, y que a finales de enero 2020 había ya 266 personas infectadas .  

El primer rayo de luz que se apuntó las relacionaba con el mercado mayorista de pescado de Huanan en Wuhan, un wet market. Los wet markets (traducción directa: mercados húmedos) toman su nombre de la gran cantidad de agua, ya en hielo, ya líquida, que se usa en ellos, pero también de la sangre, las tripas, las raspas recientes de los peces y mariscos que allí se venden y que, a menudo andan tirados por el suelo. Mercados así los hay en todas partes, pero no todos tienen la misma falta de higiene. Tsukiji, el gran mercado de pescado de Tokio, tiene muy poco que ver con el de Dalian, el único que conozco en China. En muchos de esos mercados se venden también animales vivos poco apreciados fuera de China o, por el contrario, tan exóticos que sólo con dificultad pueden adquirirse en otros lugares: serpientes, pangolines, crías de cocodrilo, erizos, armadillos 

En China los restaurantes raramente tienen carta. Al lado del comedor suele haber una sala donde hay muestras en plástico o ya cocinadas de lo que se puede encargar. El anfitrión pasea por allí y decide qué va a ofrecer a sus invitados. También suele haber un pequeño acuario en un cuarto anexo donde se elige el pescado vivo que al poco aparecerá, ya cocinado, sobre los manteles. Una breve anécdota. Hace unos años, una de mis colegas de universidad y su marido me invitaron a cenar. El era un abogado aún joven y ya exitoso que había ganado mucho dinero en los últimos años. Ella, también joven y además encantadora, quería hacerme partícipe de sus triunfos como pareja, así que eligió un restaurante de postín. Precisamente por eso, la oferta esta vez no estaba en un cuartito retirado sino en medio del salón. Allí había jaulas con faisanes, patos, serpientes y hasta un pequeño caimán. Vivos todos, salvo el caimán ya despiezado. No recuerdo qué eligieron, pero sí la agonía de comer lo que me pusieron delante sabiendo que había visto vivo a aquel bicho hacía pocos minutos.

Vuelta a los mercados húmedos. La hipótesis inicialmente avanzada sobre el origen del virus de Wuhan mantenía que alguno de esos animales exóticos podía haber estado contaminado y contagió al paciente cero, quien, a su vez, transfirió el virus a sus familiares, amigos y conocidos hasta llegar a los 3.815.048 contagiados y 266.280 muertos en todo el mundo al día de hoy. 

Es lógico que esas cifras tengan indignadas a las sociedades que han visto al virus campar por sus respetos sin que, hasta hoy, se haya encontrado un remedio efectivo para inmunizar a sus ciudadanos. Por su parte, la actitud altiva y mendaz del gobierno chino ha espoleado una creciente frustración e inevitables dudas, sospechas y rumores.

En una finta para seguir ocultando que su gobierno sabía más de lo que quería reconocer, a mediados de marzo Zhao Lijian, un portavoz del Ministerio de Exteriores chino, estalló con una arremetida contra Estados Unidos a raíz de que el presidente Trump se hubiera referido al virus chino. «¿No podría haber sido el ejército americano quien trajo la epidemia a Wuhan? ¡Transparencia! ¡Publiquen sus datos! ¡Estados Unidos nos debe una explicación!».

Entra en escena el Instituto de Virología de Wuhan. En 2004 un grupo de investigadores del centro dirigido por Shi Zhengli descubrió en la provincia de Yunan una cueva en la que se refugiaban murciélagos salvajes portadores de virus emparentados con la epidemia de SARS en 2002-2003. Hace unas semanas Shi desveló que una de las cepas encontradas en Yunan era semejante en un 96% a la del SARS-CoV-2. En un trabajo de 2005, Shi ya había apuntado que la creciente presencia de murciélagos en la dieta china y en su medicina tradicional le hacía pensar que podrían ser una sementera natural para los SARS-CoV. 

En abril 15, luego de que el presidente Trump respondiera al tweet de Zhao en una conferencia de prensa, The Washington Post investigó por su cuenta.

Un par de estudios aparecidos en 2020 en revistas académicas habían puesto en duda la relación entre el virus y el mercado de Huanan, y Joe Rogin, un redactor del Washington Post, recordaba dos cables de funcionarios del Departamento de Estado donde advertían —enero 2018— de problemas de seguridad en el Instituto de Virología de Wuhan que acababan de visitar. Según los cables -repito: enero 2018, dos años antes del comienzo de la pandemia- los investigadores habían comprobado que los virus estudiados podían transmitirse desde los murciélagos portadores a receptores humanos. Pero los cables quedaron arrumbados en la maraña burocrática hasta que alguien se acordó de ellos tras el brote del virus en Wuhan.  Y a partir de ahí surgieron nuevas hipótesis sobre su origen, ahora eventualmente localizado en el Instituto de Virología: ¿un arma biológica? ¿un experimento científico? ¿un simple accidente que había permitido a una muestra vírica escapar del laboratorio? 

Shi Zhengli ha negado categóricamente que el virus se hubiera creado en su laboratorio, insistiendo en que provenía de los murciélagos. Por su parte, el gobierno chino impuso un completo bloqueo informativo sobre el Instituto y no proporcionó a los investigadores americanos muestras del virus obtenidas de los primeros casos. El laboratorio de Shanghái que publicó el genoma del nuevo coronavirus fue clausurado por las autoridades en enero 11 para ser «rectificado» y varios de los médicos y periodistas que reportaron su difusión han desaparecido.

En un segundo trabajo (mayo 5) el diario recordaba que en el laboratorio de Shi se habían presenciado numerosos experimentos con animales reconocidos como portadores de virus letales, incluyendo cepas relacionadas con Covid-19. Los observadores subrayaban que los investigadores no estaban suficientemente protegidos, lo que aumentaba el riesgo de contagios ocasionales o de accidentes en el laboratorio. «Pero —concluía magnánimo el diario— muchos científicos muestran aún sus dudas». El beneficio de la duda, sin embargo, no excluye que pueda llegar a probarse el delito. Sólo hay que estar a la espera de que se aporten nuevas pruebas.

Mientras China arrastra los pies, la paciencia de muchos países se acaba. Bien sea como en Gran Bretaña, donde el pasado abril 16 el ministro de Exteriores, Dominic Raab, avisó a su gobierno de que no tenía en mientes hacer negocios como si nada hubiera pasado y de que la comunidad internacional esperaba la respuesta de Pekín sobre su gestión de la crisis. Bien como en Alemania, aunque allí la iniciativa no partió de la cauta cancillera Merkel sino del Bild Zeitung, el tabloide de mayor circulación, que en un editorial reclamaba a China el pago de €149 millardos como reparación por los daños causados.

En abril 30 las agencias de inteligencia estadounidenses anunciaron algo inusual para unas instituciones acostumbradas al secreto: estaban tratando de determinar si el virus se había originado por contacto con animales infectados o de forma accidental, aunque descartaban que fuese el resultado de una manipulación genética. Con su habitual incontinencia verbal el presidente Trump anunció tener pruebas de un accidente en un laboratorio de Wuhan y sus afirmaciones fueron secundadas por el Secretario de Estado, Mike Pompeo. Pero como razonablemente concluía un editorial del Wall Street Journal (mayo 7), «el mundo tiene la responsabilidad de prevenir una próxima pandemia discurriendo sobre la forma en que empezó la actual. La hipocresía de China la hace sospechosa y Trump y Pompeo tienen razón al insistir en ello. Pero hasta que muestren las pruebas en las que se apoyan, la teoría del laboratorio de Wuhan se quedará sólo en eso». 

La carga de la prueba, como es sabido, corresponde siempre a la acusación. Y, por más que nos exaspere la actitud tramposa del gobierno chino, las sospechas son constructos, no hechos probados, Laura, tesoro.

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