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Juegos de rol

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La gran novela de Valle-Inclán se ha llevado a la escena española varias veces, pero hacerlo sigue siendo una empresa tan tentadora como arriesgada. Tentadora, porque el texto, que hace un estupendo uso del habla, utiliza un lenguaje de corte dramático, combinando diálogos bullangueros, escenas breves y descripciones que, pese a sus licencias poéticas, a menudo introducen la acción como didascalias («La ventana enrejada daba sobre un fondo de arcadas lunarias», etc.). Adaptarlo es arriesgado, no obstante, porque excede los géneros en que se apoya, y los veloces cambios de escenario, los saltos temporales y las numerosas entradas y salidas de personajes plantean obvios desafíos prácticos. Eso, sin contar con que la teatralidad en la página es muy distinta a la teatralidad en el teatro, y que una ligera narración dramática se convierte con facilidad en un lento drama narrativo.

Con sus dos horas y media, la versión de Flavio González Mello apuesta por una solución maximalista, para recrear casi punto por punto el entramado de la novela, con algunos cambios de orden y guiños de su cosecha, como el de hacer de Valle-Inclán un personaje de su propia obra. El montaje sigue el esperable arco narrativo que va desde el despertar de la revolución hasta la caída del déspota, pero intenta también lo que en un momento se describe como «el retrato cubista de un país gobernado por un tirano». El país es la imaginaria república bananera de Santa Fe de Tierra Firme. Y el retrato, que enmarca a todos los estratos sociales, incorpora cuarenta y ocho personajes. Incluso en un tiempo de representación superior al habitual, eso requiere muchas idas y vueltas en escena. Más aún, dado que sólo hay nueve actores, son constantes los cambios de vestuario (sobriamente diseñado por Ana Rodrigo), y la interpretación se hace con frecuencia a la carrera, como en una comedia de sketches: quien era ministro reaparece como soldado, la prostituta es niña santa con sólo dar vuelta el vestido, y así. El escenario, mientras tanto, se aprovecha en toda su extensión, con una escenografía muy operativa, pero que, lamentablemente, no tiene la envergadura que merecería el texto.

Las limitaciones materiales no han impedido un aceitado trabajo con actores de cuatro nacionalidades (cuatro españoles, dos mexicanos, dos argentinos y un venezolano), como parte de la iniciativa Dos Orillas, «un proyecto de correalización de espectáculos teatrales entre ciudades latinoamericanas y sus instituciones públicas y privadas, y la ciudad de Madrid desde el Teatro Español» (habrá una gira por Latinoamérica después de Madrid). Cuestiones de producción aparte, el elenco internacional se justifica porque la obra misma, que el director caracteriza como un ejemplo de «hispanidad», pone a dialogar personajes de ambos lados del Atlántico, en representación de tres grupos a los que Valle diferenciaba por su condición histórica: amerindios, criollos e inmigrantes españoles («gachupines»). Uno de los indudables aciertos del director, en este sentido, es dar cabida al abanico de acentos, lo que potencia la sonoridad de la lengua cimarrona de Valle, por más que haya algunas incongruencias como que, entre los revolucionarios, se mezcle el acento argentino y el mexicano, que es el mismo que emplea, con más engolamiento, el Tirano (Emilio Echevarría). En los mejores momentos, la diversidad llama al virtuosismo, y la fantástica Susi Sánchez, que interpreta siete papeles, da una clase no sólo de actuación, sino hasta de dialectología.

Si las interpretaciones individuales destacan sobre el conjunto es porque la dirección de Oriol Broggi se desnorta ante la variedad de tonos que exige la obra. El fervor revolucionario y la tragedia de un país sumido en la miseria se combinan con resultados desparejos; las escenas aguerridas confunden intensidad con volumen; con frecuencia es difícil distinguir adónde van los personajes; y cuantos más comparten el escenario, mayor suele ser el desorden en que se comunican, o incluso en que no se comunican. El mayor defecto es quizá que el tirano, pese a la correcta interpretación de Echevarría, nunca transmite la idea de amenaza latente, o de demencia templada, propia de quien mantiene a un pueblo a raya con el terror. Como contrapartida, el director explota con inteligencia el ideario de la obra, desde su sátira de las relaciones poscoloniales hasta su visión desencantada de la historia. El servilismo de los criollos culturalmente acomplejados encuentra su ridícula contrapartida en la decadencia de los «gachupines» aprovechadores. Rafa Núñez y Juli Mira se lucen en la piel de personajes moralmente dudosos. Y Pedro Casablanc, como un ministro español fiestero y adicto a la morfina, se lleva la palma: cuando aparece en una tumbona con su perrito faldero, con una pierna saliendo de su quimono, diríase en medio de un banquete de Calígula.

Lo que nos lleva a la visión de la historia. Esta producción está muy atenta a la idea, presente en la novela, de que las tragedias son personales e irrepetibles, pero que los roles se reparten una y otra vez de manera similar. En esta lectura, las seductoras particularidades de Latinoamérica (su lenguaje, su mezcla, su ímpetu político) responderían a las grandes tendencias de la comedia humana. No en vano la obra acentúa frases como: «Aquí ya se dijeron estas mismas palabras» (es decir, que la historia se repite), y: «Los revolucionarios, cuando triunfan, se hacen muy prudentes» (esto es, que cambian oportunamente de bando). Y así como se juega con los ecos del pasado (la decadencia romana), se proyectan los del presente en el momento histórico de los hechos imaginarios: uno de los revolucionarios anti-Banderas lleva una gorra roja igualita a la de Chávez. En este sentido, los desdoblamientos de los actores en varios personajes producen un efecto que bascula entre lo ideológico y lo metafísico, como si se dijera que, en tiempos de revolución, las identidades se multiplican, o a lo mejor se diluyen, y que mientras dura la utopía todo el mundo es un poco de todo, hasta tanto la rueda complete la vuelta.

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«La diferencia de roles es sólo una manera en que los dioses nos ponen a prueba», dice Trivelín al final de La isla de los esclavos, obra de Pierre de Marivaux de 1725, escrita en una vena moralista muy propia de su tiempo, homologable a lo que hoy llamaríamos una novela de tesis. La tesis viene a ser la siguiente: sólo al ponernos en el lugar del otro podemos comprendernos, corregirnos y liberarnos a nosotros mismos. La manera de probarla es relatar una suerte de versión benevolente –y, por cierto, avant la lettre– de la parábola hegeliana del amo y el esclavo. Marivaux sitúa la acción lo bastante lejos en el tiempo como para que resulte intemporal. En una vaga Grecia clásica, cuatro personajes, un amo y su esclavo, y una ama y su esclava, naufragan en la isla del título, donde muchos años antes se ha establecido una colonia de esclavos rebeldes. Hasta hace poco, la política de estos era matar a los amos que tuvieran la desgracia de acercarse, pero la sentencia se ha conmutado por su reeducación. Son fines didácticos, pues, los que obligan a los recién llegados a intercambiar roles.

Pierre de Marivaux se hizo famoso por comedias galantes, hasta el punto de que su nombre engendró un neologismo (marivaudage). La isla de los esclavos está construida sobre la base de un mecanismo similar: en sustancia, es un jeu d’esprit, que alcanza una conclusión por medio de razonamientos dialogados, con mucha más retórica que actos. Lo interesante del montaje de José Gómez, que cuenta con una escenografía y un vestuario impecables de Sara Roma, es cómo la retórica verbal encuentra un correlato objetivo en la escena. Todo ha sido reducido a un código binario: el escenario es un damero circular en blanco y negro; los amos visten de blanco y los esclavos de negro; cuando uno de aquellos pierde el derecho a llevar capa, uno de estos se la pone; y los actores suelen ubicarse de manera simétrica en el espacio. Aunque suene esquemático, el recurso es efectivo, y hace de una obra modesta un logrado espectáculo visual.

He ahí una razón suficiente para verla (apresúrense, le queda sólo un fin de semana en Madrid), aunque la mejor razón son los actores. Los cuatro protagonistas, con un quinto que hace de maestro de ceremonias en la isla, le insuflan al texto más humor, emociones y aun momentos de absurdo de los que, francamente, tiene. Lo cual es un elogio, que quede claro. Todos juegan en un registro casi siempre un pelín afectado, como asumiendo la teatralidad abstracta del original, pero eso da a pie a sorprendentes momentos de realismo, que impactan como un golpe (a veces, literalmente, como la bofetada del exesclavo al examo). Borja Luna, como Arlequín, demuestra gran talento para la comedia, y su presencia escénica se adueñaría de la sala si no fuera por Ana Mayo, que, como Cleantis, demuestra grandes dotes para la comedia y para todo lo demás. El director, sin duda, lo sabe, y lo explota en los dos mejores momentos de la representación: el largo parlamento cómico de la segunda escena; y el desenlace, que ha sido subvertido de un modo tan simple e inteligente que obliga a repensar todo el desarrollo. Tras la réplica acerca de los dioses y los roles, mientras todos se aprestan a la restauración del orden, Cleantis se queda mirándolos con el rostro desencajado: «¿Qué has dicho sobre los dioses?», le pregunta a Trivelín. Este se lo repite. Mientras tanto, los demás se desprenden de las ropas y los objetos que denotan diferencias de rango, entre los que destaca una espada. Los cuatro se miran, se estudian. ¿Han de aceptar, como esclavos del destino, que todo siga igual una vez que vuelvan a Grecia? Entonces Cleantis le arrebata la espada. Y los roles siguen alternándose.

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Ficha técnica

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