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El juego de la muerte

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«El hombre es un abismo, y uno siente vértigo al mirar hacia abajo»«Der Mensch ist ein Abgrund, es schwindelt Einem wenn man hinunterschauet». Büchner había escrito: «Jeder Mensch ist ein Abgrund, es schwindelt einem, wenn man hinabsieht» («Todo hombre es un abismo y uno siente vértigo al mirar hacia abajo»)., canta Wozzeck en el segundo acto de la ópera homónima. Georg Büchner, primero, y Alban Berg, después, hicieron justamente eso: asomarse al abismo de la mente humana, haciendo desfilar por sus respectivas creaciones una galería de seres alienados. Tras asomarse por fin al siglo XX con Pelléas et Mélisande (1902), de Claude Debussy, Wozzeck es la ópera que inaugura de lleno la modernidad. La partitura de Alban Berg, que sigue muy de cerca el drama sombrío y desnudo de Büchner, postula una nueva forma de entender la ópera, desligada por fin de servidumbres tonales, pero a la vez arropada por, y profundamente deudora de, los procedimientos y formas clásicos (instrumentales, que no vocales), todo ello enmarcado por una estructura férrea. Su protagonista es un desclasado, un antihéroe, un don nadie, y la esencia de lo que en ella se cuenta apenas difiere de otras historias mil veces contadas de celos, desesperación y muerte. Pero la prosa descarnada y penetrante de Büchner, y la música cercana y visionaria de Berg, obran el milagro de convertir la trama en una profunda metáfora sobre la condición humana.

Christoph Marthaler, feliz, como muchos de sus colegas, en su papel de enfant terrible de la escena europea, sitúa la acción de Wozzeck en un escenario único, una suerte de bar-cafetería impersonal montado bajo una de esas carpas provisionales que se levantan para celebraciones o fiestas locales. En Wozzeck, sin embargo, no hay nada que festejar, de no ser, por utilizar el título de muchas alegorías medievales sobre el tema, «el triunfo de la muerte». Alrededor de la carpa ideada por Marthaler y su habitual escenógrafa, Anna Viebrock, cuya estética, iluminación y colores, tan ajados, recuerdan a ciertos decorados del cine de Aki Kaurismäki (aunque apenas se atisba aquí el enorme talento del finlandés para inspirar compasión por unos personajes igualmente zaheridos y humillados), hay diversos juegos infantiles: un castillo hinchable, una cama elástica, una canasta de baloncesto, unos grandes bolos colgantes de plástico. Entre ellos corretean incansables un tropel de niños, aparentemente ajenos a que nadie parece divertirse en el interior, donde un grupo de adultos sórdidos y endurecidos parecen estar echando una partida al más peligroso de los juegos: el juego de la muerte.

Cuando el drama de Büchner vio la luz por primera vez en 1875 en la Neue Freie Presse vienesa, su autor llevaba ya muerto treinta y ocho años (murió en 1837, a los veintitrés años), y de no ser por la recuperación póstuma de sus textos por parte del novelista Karl Emil Franzos, jamás habríamos sabido de su existencia: la diferencia gráfica entre el Woyzeck de la obra de teatro y el Wozzeck de la ópera se explica por una lectura equivocada de los casi ilegibles manuscritos de Büchner, que tardaría tiempo en ser corregida. Idéntico lapso de tiempo –otros treinta y ocho años– transcurrió hasta que el drama se representó por primera vez en Múnich, el 8 de noviembre de 1913. Alban Berg lo vería poco después, en mayo del año siguiente, en Viena, a un suspiro del atentado de Sarajevo que desencadenaría la Primera Guerra Mundial, en la que pudo vivir en su propia carne las servidumbres de la vida militar. La obra se basaba en un personaje histórico, el barbero y antiguo soldado Johann Christian Woyzeck, que había asesinado a su amante en 1821 y que sería ejecutado en la plaza del mercado de Leipzig tres años después. Büchner, con un colosal instinto dramático, un lenguaje conciso y una dramaturgia asombrosamente moderna, transformó un episodio más de muerte por celos en una honda reflexión sobre la cordura, la miseria, la enajenación y, por encima de todo, sobre el aplastamiento de los débiles a manos de los fuertes.

Wozzeck se vio en el Teatro Real en una impactante producción propia, dirigida por Calixto Bieito, en enero de 2007. Ahora vuelve como un artículo más del fondo de armario de Gerard Mortier, procedente de su etapa al frente de la Ópera de París, donde se estrenó en 2008. Nada que objetar a que se reponga Wozzeck, una obra maestra como pocas, por más que haya un buen número de óperas del siglo XX aún sin estrenar en Madrid, pero inabordables en la actual coyuntura económica (como Mathis der Maler y Cardillac de Hindemith, o Le Grand Macabre de Ligeti, po citar sólo tres en una lista que podría incluir al menos un par de decenas de títulos). Sí resulta más discutible recurrir a pagar por una producción que, a tenor de lo visto, es muy inferior a la que ya es propiedad del teatro. Entonces salimos de la sala, como es de ley, acongojados, mientras que la propuesta de Marthaler, llena de excesos y obviedades, disuelve la sustancia dramática y atenúa en exceso el brutal impacto de música y libreto.

Wozzeck no se beneficia en absoluto, tal y como se ha hecho aquí, de una representación sin intermedios. Es una ópera sin apenas acción, con un texto de trazas filosóficas, que invita a la contemplación y a la reflexión pausadas. Es bueno tomar el aire entre los dos primeros actos antes de adentrarse en las siguientes arremetidas emocionales. De lo contrario, el continuum de pequeños horrores a los que asistimos pierde gran parte de su fuerza. Tampoco ayuda una dirección casi siempre desaforada, y a menudo presurosa, como la que propone Sylvain Cambreling. Berg diseñó su ópera como una lenta partida de ajedrez, con la estrategia dramática y musical perfectamente dosificada: «Langsam, Wozzeck, langsam!», canta significativa y premonitoriamente el capitán al comienzo mismo de la ópera. Reconvertirla en una de esas partidas rápidas, con movimientos fugaces de ambos jugadores, convierte al público en un espectador muchas veces ajeno a los matices de los avances y los pequeños gestos de uno y otro. Wozzeck requiere reposo, ponderación, pausa, silencios y una nítida diferenciación espacial. Muy en consonancia con otros colegas (algo parecido padecimos en el desdichado Macbeth de Dimitri Tcherniakov que vimos en el Teatro Real el pasado mes de diciembre), la propuesta de Marthaler es uniespacial y unitemporal: todo sucede en idéntico lugar y de manera ininterrumpida. Pero llevar las escenas íntimas de Marie con su hijo a esa cafetería impersonal y destartalada, o alejar el asesinato del río (esencial en la construcción de la escena) son decisiones que no pueden dejar de tener consecuencias (anti)dramáticas. En la tercera escena del primer acto, Marie («Es wird so dunkel») y Wozzeck («Und jetzt Alles finster, finster») hablan, por ejemplo, de oscuridad y lobreguez en medio de esa cafetería perfectamente iluminada. Y, al final de la ópera, los niños no juegan, sino que cantan mirando fijamente al público desperdigados por las sillas de la cafetería. Demasiadas licencias en un mecanismo de relojería que se resiente de tanto intervencionismo desnortado.

Pero lo más discutible de la puesta en escena de Marthaler es justamente el aspecto que con mayor celo habría que cuidar: la caracterización del protagonista. A sus ojos, Wozzeck no evoluciona psicológicamente, sino que ya desde la primera escena lo presenta como un individuo acelerado, casi hiperactivo, estresado, una suerte de camarero al servicio de todos bajo esa carpa impersonal. En una de sus mangas luce un letrero naranja donde parece poder leerse «SECURITE» (¿por qué en francés, aunque sin acentos? ¿Acaso porque la producción procede de París? ¿No sería más lógico en alemán?), pero nada de lo que le vemos hacer parece responder a esa función. A Simon Keenlyside, que es un actor de primera, Marthaler le hace ir de acá para allá, en permanente frenesí, y demasiado obviamente enajenado, sudoroso, irreflexivo. Pero la enajenación de Wozzeck es progresiva y el final de esa partida en la que parece servir de peón o comodín para todos cuantos pululan por la carpa no puede ser otro que el asesinato de Marie. Cuando este se produce, fuera del lugar concebido por Büchner y Berg, y sin que las certeras pinceladas psicológicas de música y libreto hayan surtido su efecto, en lugar de estremecerte, te deja frío, porque todas las cartas estaban ya marcadas y llevaban a la vista demasiado tiempo. Wozzeck no domina la ópera, sino que queda desdibujado, perdido, entre tantos –e innecesarios– juegos y carreras infantiles, y en medio de ese espacio uniforme y globalizador. Keenlyside no fue al final muy aplaudido, como lo es siempre cualquier Wozzeck de fuste (y el británico tiene madera para ser uno de los mejores de la actualidad), pero por demérito de otros, ya que pudo entreverse con claridad que por voz, físico y condiciones actorales es –puede ser– el perfecto protagonista de esta obra.

Tampoco conmovió, al contrario que Angela Denoke en 2007, Nadja Michael como Marie, más pendiente de lanzar a las primeras de cambio su chorro de voz –grande y un tanto indómita– siempre que hubiera un resquicio para ello (y Cambreling le dejó el terreno expedito con una dirección desaforada y, en general, muy poco matizada y contrastada), que de caracterizar un personaje mucho más complejo, pensado para despertar en el espectador sentimientos contradictorios, que la mujer plana y banal que ella retrató. Franz Hawlata compuso un médico tan burdo y zafio como el Barón Ochs que sufrimos en este mismo teatro en El caballero de la rosa. Marthaler lo puebla de tics repetidos ad nauseam, que podrían resultar eficaces en un buen actor, algo que el alemán no es en absoluto. Y la escena del médico, construida en forma de una monumental passacaglia con veintiún variaciones, tan desasosegante en la versión de Calixto Bieito, con un Johann Tilli intimidante, pasó aquí sin pena ni gloria. El tambor mayor macarra y chulesco de Jon Villars está pasado de rosca, como lo están las continuas poses de modelo de Katarina Bradi? como Margret (es una vecina: no hay por qué rizar el rizo de su atractivo físico y su supuesta voracidad sexual). Mucho mejor –vocal y escénicamente– el capitán histriónico de Gerhard Siegel y el Andres comedido de Roger Padullés, también ataviado con la huera cinta de «SECURITE», quizá los dos personajes más creíbles y mejor dibujados de una producción en la que la única escena que funciona verdaderamente bien es la de la taberna del segundo acto, con los músicos en escena, incluido ese pianista que está, en cambio, completamente de más en el primer acto: el horror vacui habitual en estos chicos díscolos de la dirección de escena le hace estar apagando y encendiendo continuamente la lamparita colocada encima de su piano vertical –¿para qué?– e intervenir incluso con un par de acordes al final del acto que, salvo error, no figuran por ninguna parte en la partitura.

En suma, una oportunidad perdida para inocular el desasosiego en los espectadores con una ópera pensada justamente para eso. Wozzeck es el epítome de los infelices años veinte, el tiempo en que se fraguó la hecatombe de la década siguiente. Es una ópera en la que, como en el último movimiento del Cuarteto núm. 2 de Arnold Schönberg, el maestro de Berg y primer practicante de la atonalidad, debe percibirse, sutil e incorpóreo, «el aire de otro planeta» (el verso es de Stefan George). En Madrid hemos asistido a una versión desenfocada en lo escénico y un tanto desmedida en lo musical. Con algunas obras maestras, es mejor no jugar.

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Con sus trece apariciones (la primera en la temporada 1998-1999), Matthias Goerne es el cantante que más veces ha intervenido en el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela. No es extraño, por tanto, que sea recibido con un calor especial por parte de un público que, a fuer de experiencia, ha ido afinando el oído en su apreciación de este repertorio. Su último recital debería haberse celebrado a poco de que Goerne cantara, medio enfermo, un soberbio Amfortas en el inolvidable Parsifal historicista dirigido en el Teatro Real por Thomas Hengelbrock. Pero, con buen criterio, antes que cantar a medio gas lo que ahora sabemos que era un programa tan exigente –física y mentalmente–, el barítono alemán decidió aplazarlo y trasladarlo a finales de mayo. Y la espera, a tenor de lo escuchado, ha merecido, y mucho, la pena.

Todo el programa, sólido, original y sin un solo gesto de cara a la galería, basculaba en torno a dos nombres –Robert Schumann y Gustav Mahler– que pocas veces suelen ir unidos, salvo en las rarísimas ocasiones en que alguien decide rescatar las reorquestaciones que preparó el segundo de las Sinfonías del primero (hoy, el autor de Genoveva está por fin empezando a dejar de cargar con el sambenito de ser un mal o deficiente orquestador). Y no suelen compartir protagonismo en exclusiva en un programa de Lied, por más que ambos sean nombres capitales en la historia del género: Schumann, como heredero natural de Schubert (él fue quien afirmó, de forma clarividente, que el Lied era el único género musical que había experimentado un verdadero progreso desde la muerte de Beethoven), y Mahler como forjador del subgénero del Lied orquestal y como valedor de una suerte de nueva simplicidad, muy presente en sus últimos ciclos o colecciones.

Goerne planteó una alternancia de bloques de canciones de uno y otro, sin que fuera siempre claramente perceptible la conexión entre unos y otros, excepción hecha del tramo final del recital, en el que se sucedieron canciones de temática bélica y soldadesca («Der Soldat» y «Die beiden Grenadiere», de Schumann, y «Revelge» y «Der Tamboursg’sell», de Mahler). Hubo emparejamientos originales y clarividentes a un tiempo, como el díptico formado por «Nachtstück» de Schumann y «Das irdische Leben» de Mahler, o la secuencia integrada por «Ich bin der Welt abhanden gekommen», esa apoteosis mahleriana de la desolación, y «Zum Schluß», el último de los Myrthen de Schumann, ambos hermanados por textos de un mismo poeta, Friedrich Rückert. Y el programa escondía incluso alguna sorpresa, como la presencia de «Urlicht», la canción compuesta a partir de un poema de Des Knaben Wunderhorn y que hallaría acomodo como cuarto movimiento de la Segunda Sinfonía de Mahler, en la que ha de cantarla una contralto o mezzosoprano. Escucharla a un barítono es, también, un ejercicio de travestismo vocal muy infrecuente.

Aunque sin llegar a los extremos casi circenses de Ian Bostridge, Matthias Goerne es otro de esos cantantes-contorsionistas. En esta ocasión no ha llegado a los extremos de recitales anteriores, pero sigue gustando de ponerse de puntillas cuando apiana y se encarama al registro agudo, o de mecerse y dibujar en el aire las melodías o las líneas vocales con una u otra mano, indistintamente: aun sin oírlo, basta verlo para intuir qué tipo de frase está cantando en cada momento. Su voz ha evolucionado de forma notable desde aquellas primeras apariciones a finales de los noventa y, aunque ahora canta ópera con mayor frecuencia, mantiene incólumes sus credenciales liederísticas. Hay pocos cantantes con semejante control de la respiración, o con un dominio del legato que suene tan natural. Él sabe que es una de sus grandes bazas, y lo utiliza con generosidad (se quedó suspendido como en el aire en «so leise wecken kann», en «Wo die schönen Trompeten blasen», el Lied con que dio comienzo el recital), algo que cuadra a las mil maravillas con un tipo de canto enormemente estético, acompañado de una dicción perfecta (si bien no logra transmitir ese dominio del componente textual del que hizo gala hace poco en este mismo escenario el austríaco Florian Boesch), pero que a veces corre el riesgo de incurrir en una cierta monotonía expresiva por ausencia de los imprescindibles contrastes. Pocos son capaces de transmitir como él el intimismo, casi estático, de una canción como «Der Einsiedler», de Robert Schumann, un paradigma de la no acción. En el mejor de los sentidos, a Goerne le gusta oírse, disfruta dibujando esas grandes líneas en el aire, y a ratos parece realmente más un dibujante ensimismado que un cantante. También sabe cómo sacar el máximo partido a su registro de falsete: fue perfecto, por ejemplo, el Mi natural en «Sterne», al final de «Nun seh’ ich wohl, warum so dunkle Flammen», o el Fa natural en «gestorben», en el cuarto verso de «Ich bin der Welt abhanden gekommen». Y no escatima tampoco pequeños, pero significativos, gestos corporales, como cuando elevó la mirada al cielo en «in meinem Himmel», en la última estrofa de este último Lied citado, interpretado a un tempo extremadamente lento para transmitir ese nihilismo que se ha apoderado de la persona poética. O como cuando acompañó con el cuerpo los últimos y solitarios compases del piano hasta la conclusión de la terrible «Revelge».

Goerne entiende la interpretación de Lieder como una vivencia intensa –por momentos, intensísima– de música y poema. Es perfectamente comprensible, pues, que no quisiera cantar en febrero sin estar totalmente recuperado de una intoxicación alimentaria, porque un recital así requiere absoluta plenitud de facultades. El público se contagia inevitablemente de ese deleite que el alemán experimenta a cada paso (cantó todos y cada uno de los compases de «Urlicht», por ejemplo, literalmente transido por la emoción), pero que en ocasiones puede llegar a resultar incluso en exceso perceptible: las emociones fuertes, mejor dosificarlas, y un cierto Verfremdungseffekt brechtiano, bien racionado, nunca deja de ser bienvenido para aliviar tensiones y reforzar la eficacia, casi siempre aún mayor, de la siguiente oleada.

Este mismo público, sin embargo, percibió enseguida con claridad que estaba asistiendo a un gran recital, uno de los mejores y más singulares de este ciclo en los últimos años, y lo demostró desde el principio mismo manteniendo hasta el final un silencio mucho mayor y más elocuente del acostumbrado. Y el silencio, en un concierto, va siempre unido a la concentración. No había momentos de respiro: las canciones se enlazaban sin apenas pausa entre ellas, el último acorde de una sonaba casi como preludio del primero de la siguiente. Y así ininterrumpidamente durante noventa minutos: sin aplausos, sin móviles, sin abandonos antes de tiempo, sin despistes de ningún tipo.

El recital fue pródigo en grandes momentos, y algunos ya han quedado apuntados. Justo es destacar también con especiales menciones de honor las interpretaciones de Lieder como «Nachtlied» de Schumann, quien consiguió el milagro de, después de la música ideada por Schubert para el famoso y brevísimo poema de Goethe, «Über allen Gipfeln ist Ruh», componer un Lied de no menor calibre e intensidad. En «Das irdische Leben», «Nun seh’ ich wohl, warum so dunkle Flammen» o «Der Soldat», Goerne demostró que, a pesar de su querencia por la media voz y su inclinación a recrearse en los pianissimi, cuando quiere inyectar dramatismo, puede hacerlo sin apenas esfuerzo con una voz poderosa y capaz de alcanzar una dinámica avasalladora (aunque sin que suene nunca operística, cosa nada fácil de conseguir para muchos otros cantantes).

A pesar de los numerosos méritos de Goerne, el recital no habría sido lo que fue de no haber contado con un pianista fuera de serie, el mismo con el que visitó Madrid hace dos temporadas: el también alemán Alexander Schmalcz. Sin aspavientos, con las manos siempre muy cerca del teclado, sin un solo gesto gratuito y graduando la dinámica con mimo, la suya fue una lección magistral de interpretación liederística al piano. Exhibiendo igualmente una extrema concentración, Schmalcz no acompañó a Goerne, sino que fue él en muchos casos quien sentó las bases del clima anímico de cada Lied. Su cuidado por el sonido justo llegó al extremo de pedirle a su pasapáginas que amortiguara la vibración de las notas graves del piano introduciendo la mano bajo la tapa, a modo de sordina, en los trinos iniciales de «Der Tamboursg’sell», que remedan las profundidades de la mazmorra en que se encuentra el pobre tambor a punto de ser colgado. Estamos ante otra de esas canciones amedrentadoras, con versos nacidos en plenas contiendas napoleónicas y con música, de 1901, que parece estar presagiando los horrores de la Gran Guerra. La canción se cierra con un apropiadísimo «Gute Nacht!» que fue el perfecto colofón de un programa modélicamente concebido e interpretado. No hubo propinas, si bien no por falta de aplausos, que fueron largos, justos y generosos, sino porque el círculo ya se había cerrado perfectamente sobre sí mismo y no tenía sentido volver a abrirlo, desdibujándolo.

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Junto con Mitsuko Uchida y Martha Argerich, la tercera gran dama del piano actual es, sin duda, Elisabeth Leonskaja, tan solo tres años mayor que la japonesa y cuatro años más joven que la argentina. Son tres pianistas muy diferentes, en todos los sentidos imaginables. Leonskaja, georgiana de nacimiento, se curtió en los infinitos rigores de la Unión Soviética, que abandonó en 1978 para instalarse en Viena, donde sigue viviendo. Pero su manera de tocar continúa siendo deudora de sus años de formación, en los que la influencia decisiva llegó de mano de Sviatoslav Richter, que la amparó y promovió hasta su muerte en 1997. No se prodigaba Richter en este tipo de apadrinamientos (hizo algo parecido con otro portento soviético diez años más joven y de parecido calibre, Andréi Gavrilov) pero, cuando lo hacía, dejaba en sus pupilos una huella indeleble.

Leonskaja comparte con Richter, por ejemplo, su devoción por la música de Franz Schubert y no sería difícil compilar una discografía de referencia de las obras para piano del compositor austríaco recurriendo únicamente a las interpretaciones de ambos. Quien estuviera aquel día en el Auditorio Nacional no habrá podido olvidar a buen seguro el histórico recital en que Leonskaja se atrevió a tocar, en una sola sesión, las tres últimas Sonatas para piano de Schubert. Por si la proeza no fuera suficiente, aún tocó uno de los Impromptus fuera de programa. Pero lo mejor estaba por llegar, cuando, después de casi dos horas y media de recital, ofreció como segunda propina… la Fantasía «Wanderer», una obra hercúlea, de temibles dificultades y más de veinte minutos de duración. El exhausto público se arrancó a aplaudir en el falso final (justo antes de la fuga). Leonskaja saludó, salió del escenario, volvió al piano y tocó lo que los aplausos habían interrumpido: la monumental fuga y la coda conclusiva. ¿Cabe mayor muestra de generosidad, poderío físico y concentración mental? No puede ser casual que Richter fuera también un intérprete memorable de esta misma obra.

Gavrilov compartió con Richter el interés por tocar la música para teclado de Bach y Haendel al piano, un instrumento muy diferente de aquel para el que fue concebida. A Leonskaja, en cambio, apenas se le conocían credenciales barrocas y por eso resultaba sorprendente encontrarla en el ciclo Bach Modern, el mismo en que hace pocas semanas ofreció un extraordinario recital la violinista alemana Isabelle Faust. Sorprendió también que la sala de cámara del Auditorio Nacional estuviera muy lejos del lleno, cuando Leonskaja siempre lo roza en la sala sinfónica, con un millar más de localidades, y cuando la suya es una presencia habitual y muy demandada en los mejores escenarios del mundo. Está claro que, al menos en Madrid, y en lo que respecta al trasvase de públicos de unos ciclos de conciertos a otros, no funciona la teoría de los vasos comunicantes.

Así las cosas, empezó el concierto con la Fantasía cromática y Fuga, una de esas obras que sólo podría haber compuesto Johann Sebastian Bach, que bebe de la tradición al tiempo que va reinventándola compás a compás. Johannes Brahms fue uno de los muchos que cayó rendido ante este despliegue constante de inventiva y ciencia contrapuntística, y la pieza fue una presencia constante a lo largo de toda su vida en los programas de sus recitales como pianista en un tiempo en el que muy pocos intérpretes reparaban en que existía siquiera la música para teclado de Bach, una casi perfecta desconocida hasta comienzos del siglo XX, cuando empezó a ser reivindicada por Wanda Landowska, Edwin Fischer o Claudio Arrau, el primero en ofrecerla completa, ¡y de memoria!, en Berlín en doce legendarios recitales en 1935.

Cuando Leonskaja, con aspecto cansado, empezó a tocar (con gafas y partitura) las primeras y escurridizas escalas de la fantasía, la georgiana parecía una sombra de sí misma, ya que lo que podía oírse no remitía ni a su muy distinguible manera de hacer música ni a la pieza que otros pianistas han sabido trasladar de forma convincente a su instrumento (toda ella lo es, pero estos primeros compases son quintaesencialmente clavecinísticos). Dubitativa, con un constante uso del pedal a todas luces innecesario, despojada de su intrínseco componente improvisatorio, la fantasía dio paso a una fuga muy lenta, diáfana en la exposición del contrapunto, pero aburrida y sin vida. En la pieza que cerraba el recital, el luminoso Concierto Italiano (parte de la segunda entrega del Clavier-Übung bachiano), las cosas no mejoraron demasiado. Incomodísima, de nuevo pendiente de la partitura, no es este claramente un repertorio para Leonskaja, que no parece tener ni asimilado ni rodado en concierto. El final del primer movimiento fue torpemente enfático, mientras que, en el segundo, la magistral muestra de escritura de melodía acompañada (de la que tanto aprendió Chopin, por ejemplo) sonó encorsetada y poco natural. Pero lo peor aguardaba en el tercero, en el que, a pesar de la partitura, Leonskaja llegó incluso a trabarse en más de una ocasión. De cara sin duda a la posterior emisión radiofónica en diferido del concierto, que estaba siendo grabado, intentó mejorar su versión de la obra ofreciendo de nuevo los tres movimientos del Concierto Italiano en orden inverso en otras tantas propinas. Pero las cosas, como cabía esperar, apenas mejoraron, salvo en limpiar ocasionales emborronamientos anteriores: ella es una pianista de fuertes afinidades, con Schubert a la cabeza, y Bach no se encuentra claramente en los primeros puestos de su lista.

Pero volvamos hacia atrás. La segunda pieza del programa eran las Variaciones sobre un acorde, op. 39, de Alfred Schnittke, otro músico soviético que dejó su Rusia natal y se estableció en Hamburgo. En exceso especulativa, no son estas variaciones quizá la mejor de sus obras, pero desde la primera nota sí quedó claro que estábamos ante otra pianista, familiarizada con su lenguaje y que dio, por fin, muestras de su gran talla en la penúltima, y probablemente la mejor, de las variaciones, marcada Maestoso. Aún faltaba, sin embargo, lo mejor, la música en que Leonskaja se reivindicaría por fin como la gran pianista que es. Hasta en sus días menos afortunados, un gran intérprete siempre deja constancia de su talla, y bastaría la versión que escuchamos a la georgiana de la Sonata núm. 2, op. 61 de Shostakóvich para situarla en lo más alto del pianismo de las últimas décadas.

No es una obra fácil: Shostakóvich la concibió como una partitura en memoria del que había sido su profesor de piano, Leonid Nikolaiev, que había muerto en 1942 víctima de la fiebre tifoidea (poco más de un siglo después de la muerte de Georg Büchner en Zúrich, abatido por el tifus). El destino quiso que, pocos meses después, el compositor contrajera idéntica enfermedad: «Cuando remitieron los dolores, empecé a pensar en mi sonata para piano. La tengo toda en la cabeza, y estoy empezando a escribirla poco a poco», le confesó por carta a su íntimo amigo Iván Sollertinski en enero de 1943 desde su retiro en Kuibishev, adonde lo habían trasladado las autoridades soviéticas para mantenerlo lejos del frente. La sonata contiene incluso citas, a modo de homenaje, de piezas para piano de Nikolaiev y la elección de la forma de variaciones para el tercer movimiento (sobre un tema a modo de passacaglia), el más sustantivo de la obra, era otro guiño encubierto a su maestro, que se la había recomendado como el vehículo ideal para las búsquedas estilísticas de un joven compositor.

El rigor intelectual de la música hizo que no se granjeara fácilmente el favor de los intérpretes, a pesar de lo cual Shostakóvich, que fue quien la estrenó, la tuvo siempre entre sus composiciones pianísticas predilectas. Y fue aquí donde Leonskaja reveló sin ambages la pianista genial que es. Aunque no mostró el poderío técnico de otras ocasiones (tres días después canceló dos conciertos que tenía que dar en Bilbao, lo que hace pensar que no se encontraba en plenitud de condiciones), por ejemplo en la rotundidad de las octavas, sí supo transmitir cómo en esta música conviven con sorprendente naturalidad lo profundo y lo vulgar, los tópicos y los hallazgos insólitos. El Largo, gran música hecha con mimbres mínimos, fue vivido con intensidad con Leonskaja, que reservó los mejores momentos del concierto, y los que justificaron por sí solos la asistencia al recital, para ese Moderato final, tocado a un tempo mucho más lento del habitual, lo cual beneficia mucho a esta música obsesiva en la medida justa y que va ganando en hondura y desgarro según va avanzando su curso, de mayor longitud que la suma de los dos anteriores movimientos. Aquí ya no hay rastro del Shostakóvich oficialista y es sólo el hombre privado, desnudo, enfermo, quien se yergue ante nosotros. La coda, de hechuras casi beethovenianas, es un dechado de dolor y de desolación, y Leonskaja, que ha vivido idénticas llagas en carne propia, nos dejó tras el último acorde con el alma en vilo. ¡Qué extraordinaria pianista! ¡Qué derroche de sabiduría y sensibilidad musical! En medio de un recital gris, esta música negra –negrísima a ratos– nos brindó una de las mejores y más luminosas interpretaciones escuchadas en Madrid en los últimos meses. Tras un comienzo inocente, también aquí la muerte –vivida dolorosamente en carne ajena y presentida en la propia– impone sus reglas y lo invade todo.
 

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