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Elogio del Antiguo Régimen

Cuando Europa hablaba francés. Extranjeros francófilos en el Siglo de las Luces

Marc Fumaroli

Barcelona, Acantilado, 2015

Trad. de José Ramón Monreal

744 pp. 40 €

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Tras la traducción al castellano de algunas de las más importantes obras de Marc Fumaroli (Marsella, 1932), la editorial Acantilado publica ahora un nuevo título de este profesor en La Sorbona desde 1976, catedrático en el prestigioso Collège de France a partir de 1986, y miembro de la Académie française desde 1995 (donde ocupa el sillón dejado vacante por Eugène Ionesco). Fumaroli, apoyándose sobre la roca firme de su fulgurante carrera académica, se ha significado públicamente como uno de los más acérrimos defensores –y difusores– de la gran tradición cultural francesa moderna. Lo ha hecho para el gran público, por ejemplo desde las páginas de Le Figaro y Le Monde. Pero sobre todo –desplegando siempre una erudición apabullante, tan rara y refinada que se diría de otra época– en la mayor parte de sus ensayos, algunos de los cuales poseen un tono marcadamente polémico. Así, en L’État culturel, essai sur une religión moderne, su radical crítica al dirigismo estatal en asuntos de cultura estaba impregnada de una profunda nostalgia, marcadamente combativa, por los tiempos en los que el espíritu francés se hacía valer por sus solas fuerzas, las cuales, hasta cierto momento muy preciso –el último decenio del siglo XVIII–, poseyeron una fuerza expansiva casi incontenible. En este sentido, ha podido decirse, no sin razón, que la sorprendente cultura de Fumaroli constituye una de las más poderosas armas para defender e imponer un conservadurismo intelectual muy refinado –tan escaso en otros lugares– que alcanza una de sus cotas más elevadas en el libro que nos ocupa. Erudición, pues, al servicio de una arriesgada apuesta política que a nadie puede dejar indiferente y que constituye una verdadera provocación en los tiempos de corrección política que nos han tocado en suerte (o en desgracia).

En efecto, Cuando Europa hablaba francés no es sólo un trabajo más o menos exhaustivo sobre uno de los períodos más apasionantes de la historia europea: el Siglo de las Luces en su vertiente francesa. Es un estudio en el que se revela desde el principio la adhesión incondicional de su autor a la tesis según la cual esa época de «prosperidad, optimismo, paz y progreso» es cortada de raíz por la Revolución y su consecuencia necesaria: el Terror, «ese Mal absoluto que había surgido de la pasión por el Bien» (p. 21). Fumaroli, pues, estudia un período relativamente breve en el que el péndulo del tiempo –forjado por la lengua y la cultura francesas– toca dos extremos realmente contrarios: un Bien y un Mal que son considerados aquí casi como absolutos.

Lejos de ser la encarnación política de aquella Ilustración, del período de deslumbrante esplendor político e intelectual tan añorado en estas páginas, la Revolución habría constituido su enfermedad más amarga y letal. Y una enfermedad sobrevenida desde el exterior de las Luces. Dos de los más afamados padres del pensamiento conservador de los siglos XVIII y XIX, Edmund Burke y François-René de Chateaubriand (sobre quien Fumaroli ha escrito páginas definitivas en su Chateaubriand. Poésie et terreur, París, Le Fallois, 2004, y de quien ha editado un texto tan bello como desasosegante: sus Memorias de ultratumba), serán las referencias a partir de las cuales será pensada en estas páginas la esencia de la traición revolucionaria a las Luces. La tesis, ciertamente, no es nueva. La Revolución y su sombra –asume el erudito– habrían marcado de manera casi irreversible el comienzo del declive del francés como lengua universal de la cultura, el momento en que habría sonado la funesta campana que anuncia el imparable despertar del «genio de las naciones y de su amor celoso de su propia lengua» (p. 22). El momento, en definitiva, de la disolución de la presencia en Europa de la lengua y de la cultura –del espíritu– de Voltaire, Rousseau o Diderot. La escritura de Fumaroli, aspirando a convertirse en penúltima depositaria de ese legado hoy en peligro de extinción definitiva, expresa una nostalgia inconsolable por unos tiempos en los que la preeminencia en Europa de la monarquía francesa (y de todo lo que la rodeaba) iba acompañada por la universalidad del francés como lengua de la civilización y de la civilidad. Universalidad, omnipresencia, predominio que fue –nos anuncia con fuerza el académico, poniendo de inmediato sus cartas boca arriba– mérito exclusivo de una aristocracia del espíritu que también lo fue de la sangre.

La reivindicación fumaroliana deja poco espacio para el equívoco: lejos de seguir las distinciones al uso entre una aristocracia intelectual (de la que tan orgullosa se sentirá la Francia republicana, posrevolucionaria, con la creación de su sistema educativo de Grandes Écoles, ajenas por principio a todo pedigrí nobiliario) y otra afanada más bien en el irresponsable mantenimiento de las diferencias sociales que estallaron en los procesos revolucionarios de la segunda mitad del siglo XVIII, esta segunda habría desempeñado también, o sobre todo, una función cultural de gran calado. Aristocracia de sangre y aristocracia del espíritu habrían sido las dos caras de una misma clase social en la Francia de finales del siglo XVII y del XVIII prerrevolucionario. Y su labor, tan exaltadora de los valores «puramente franceses», habría quedado abruptamente interrumpida, quién sabe si de manera definitiva, por el macabro chirrido de las guillotinas. El primer espejismo que se pretende deshacer en el libro es, por tanto, el que presenta cultura y diplomacia en tiempos del absolutismo como poderes distintos, enfrentados incluso –y aquí cabría hacer una mención especial a los estudios, tan opuestos a las opciones ideológicas de Fumaroli, aunque no menos documentados, de Margaret Jacob, Jonathan Israel o de Miguel Benítez en España–. La ilusión, en cualquier caso, se perpetúa adoptando la escurridiza forma del anacronismo: «La tajante distinción que estamos tentados de hacer actualmente entre cultura y diplomacia sólo es un obstáculo para la comprensión de un siglo XVIII en el que «la diplomacia lo impregna todo, porque ese siglo buscó apasionadamente una paz civilizada que sabía frágil» (p. 14). Fumaroli, pues, moviliza todo su arsenal de erudición para tratar de demostrar una ecuación arriesgada y muy provocadora: Revolución, Terror y extinción de las Luces (o destrucción de los ideales ilustrados, encarnados en esa nobleza que entreteje excelencia social y espiritual, y en cuyas manos está la diplomacia francesa de la época) se hacen equivalentes: «Es evidente que a nadie en Europa […] se le pasaba por la cabeza que una Revolución, sostenida primero por una manifestación particularmente desordenada del espíritu sedicioso de los parisienses, pudiera socavar en unos meses todos los cimientos del reino, de su dinastía legitimada por los siglos, de su aristocracia que había liberado a Norteamérica y tomado partido en masa por la Ilustración, e incluso de su Iglesia, despellejada ciertamente por los filósofos, pero cuyo clero, según testimonio de Burke, era uno de los más “ilustrados” de la época. El estupor, la desilusión y el desasosiego creados por el Terror corrieron parejos con la simpatía, la admiración e incluso la fascinación que había ejercido la Francia de la Ilustración. El Terror puso en crisis, incluso entre los más fervientes, las propias Luces» (p. 21).

En estas páginas iniciales, en las que Fumaroli se muestra como una suerte de Louis Bonald o Joseph de Maistre del siglo XXI, toma el relevo de la mejor tradición del pensamiento reaccionario del XIX para reivindicar lo que considera el verdadero corazón de las Luces francesas: catolicismo y naturalidad en la aceptación de las jerarquías. Lo que la Revolución rompe es, en el fondo, un conjunto de ideales en los que se había perpetuado, llevándolo a su apogeo, el catolicismo romano. Tal es la esencia de una Ilustración francesa –y de una lengua que «tenía vocación de ser el latín vivo de los modernos, la lengua de las Luces católicas»– pensada en exclusiva como culminación de la obra de «Descartes y de Malebranche, de Racine y del abate Du Bos, apegada a los presupuestos, cristianos y aristocráticos de la nobleza del espíritu […]. Todo lo que en la propia Francia hace inclinarse en este sentido refuerza la continuidad católica de Europa» (p. 58). Y la refuerza, llevándola al máximo de su vigor, porque «las formas que ella introduce y expande son menos minerales y más morales. Su inteligencia, menos arquitectónica, es más sutilmente flexible, amiga de la diplomacia y de la flexibilidad. Su lengua es menos imperiosa que persuasiva y luminosa. Representa un progreso en cuanto al lujo seductor del corazón y del espíritu. También su expansión fue mucho más vasta. No hay ni pudo haber en ella limes ni muralla china francesa» (p. 436). La Francia prerrevolucionaria mejora a Roma. El elogio del Antiguo Régimen, presentado incluso como el momento de mayor esplendor de la democracia –en realidad, dicho Régimen habría sido su único momento de verdad y de belleza–, es total: «Podría decirse de la democracia moderna […] que nunca fue tan hermosa como al nacer bajo el Antiguo Régimen francés, cuando las jerarquías todavía fuertes y los caracteres aún marcados se doblaban sin romperse bajo una espléndida aspiración a la igualdad (por medio de las aptitudes) y a la libertad (por medio de la afirmación de sí mismo). Esta doble aspiración no había descubierto aún su propio poder autodestructor. Chateaubriand lo comprendió» (p. 206). La forma de esta Arcadia espiritual y política arrasada por la Revolución fue modelada, pues, por la modificación francesa del catolicismo romano y por el gobierno de una aristocracia cuya sangre tiñó de azul las calles de París, de toda Francia, en los años noventa del siglo XVIII. Así es como se ha iniciado el descenso a la insignificancia a que, si no se hace nada para remediarlo, parecen condenadas hoy la cultura y la lengua a las que, según Fumaroli, Europa debe sus más elevados niveles de civilidad.

Todas estas posiciones, que han acompañado a nuestro autor a lo largo de toda su fulgurante trayectoria intelectual, son presentadas ahora bajo una luz en cierto sentido nueva, que no hace sino reforzarlas. El libro es una suerte de crónica de la vida aristocrática europea, y no sólo ya francesa, de finales del siglo XVII y del XVIII, escrita bajo la forma de antología –se ofrecen extractos de Diarios y, sobre todo, de Correspondencias–, con breves introducciones que conforman cada capítulo. Lo que el lector encontrará es la traducción de un conjunto de textos escritos en un francés casi siempre excelente por personajes no nacidos en Francia, aunque sí educados en el espíritu de su lengua y su cultura. Todos ellos habrían contribuido decisivamente al esplendor político e intelectual de la vida europea de la época, la cual debería su deslumbrante brillo a ese manejo casi perfecto y muy refinado de la lengua y la cultura francesas. Una antología, pues, que Fumaroli mismo entiende como una guía para redescubrir «la Francia de la Ilustración, vista y comprendida en su propia lengua por sus visitantes o sus observadores extranjeros más atentos» (p. 591). Así, lo que nos ofrece ahora es una galería de textos y de personajes –todos ellos pertenecientes a la más alta aristocracia y al más alto clero– a propósito de los cuales se recorren algunos de los grandes tópicos de la Ilustración. Los tópicos, claro está, que convergen con las posiciones fumarolianas. Por ejemplo, la educación, cuyo modelo triunfante en todo el mundo «civilizado» es el propuesto por Rousseau, o una suerte de cristianismo «epicúreo» que se expresa en la pluma de algunos clérigos ciertamente eruditos y de fe sincera, o incluso una especie de «protofeminismo», presentado a propósito de Charlotte-Sophie d’Aldenburg, que resulta en una reivindicación de la igualdad de hombre y mujer dentro de los salones parisienses. Personajes, todos ellos, absolutamente protagonistas de la vida cultural y política europea del momento, y cuya relación con los nombres más emblemáticos de las luces francesas «moderadas» (Voltaire en primer término, pero también Diderot, Rousseau, Maupertuis, y las grandes mujeres que animan la vida intelectual del momento: madame de Sevigné, la marquesa de Monconseil, la marquesa de Maintenon, etc.) ha determinado felizmente, aunque sólo por un momento, la fisonomía espiritual de todo un continente.

La edición de Acantilado se completa con un apéndice en el que se ofrecen los originales franceses escritos por esa selecta aristocracia extranjera fascinada por la cultura francesa. Tan tiránicamente encantada por ella como lo está el propio Fumaroli.

Pedro Lomba es profesor de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento en la Universidad Complutense. Ha editado y traducido Antología de textos libertinos franceses del siglo XVII (Madrid, Antonio Machado Libros, 2009) y es autor de Márgenes de la modernidad. Libertinismo y filosofía en el siglo XVII (Madrid, Escolar y Mayo, 2014).

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