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Cuando el viaje se hizo turismo

De forasteros y turistas. Una historia del turismo en España (1880-1936)

Ana Moreno Garrido

Marcial Pons, Madrid, 2022. 358 p.

Los amantes extranjeros. Viajes por España con los escritores guiris que se enamoraron de ella

Ana R. Cañil

Espasa, Barcelona, 2022. 268 p.

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Siempre me han parecido absurdas o mal planteadas las disquisiciones que se canalizan en torno al dilema de «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?». En el asunto de los viajeros y la imagen de España es bastante común encontrar planteamientos que tratan de hallar un origen, un punto de partida, que logre explicar un hecho a todas luces extraordinario en la historia contemporánea del Viejo Continente: el paso en un breve espacio de tiempo en el imaginario europeo de la ignorancia, el desdén o hasta la conmiseración hacia España a la conversión del país en mito romántico universal, destino soñado más adelante y, en fin, meca del turismo internacional. Unas transiciones, repito, que se hicieron en un cortísimo lapso temporal: la España despreciada en la segunda mitad del XVIII por los ilustrados que emprendían el Grand Tour es la misma nación que en las primeras décadas del XIX hechiza a una considerable porción de los literatos y artistas europeos de la época; o, más cercana a nuestros días, la España atrasada, oscurantista y sometida del franquismo se convierte en tan solo una década, en torno a los años sesenta, en un paraíso festivo y vital que atrae primero a cientos de miles y luego a millones de turistas de todo el mundo. ¿Quién fue o quiénes fueron los responsables del milagro? En otro orden de cosas y atendiendo más al contexto, ¿cómo y por qué se operó el cambio: vino de una iniciativa consciente o fue consecuencia de circunstancias imprevistas? Desde una perspectiva más distanciada, ¿se acuña la imagen de un país desde el exterior, a partir de la mirada foránea, o esta no hace más que repetir o reflejar lo que se fabrica o formula puertas adentro? Desde mi punto de vista cualquier intento de respuesta que trate de acogerse o privilegiar uno solo de los términos de esos dilemas, se condena a una interpretación simplista y monocorde de un proceso –o una serie de ellos- que no solo es refractario a esquematizaciones elementales sino, lo que es peor, se ve reducido demasiadas veces a tópicos que no resisten la confrontación con la realidad.

            En las páginas iniciales del libro de Ana Moreno, De forasteros a turistas, el lector puede hallar algunas pistas de cómo se conforma ese marchamo de país atractivo y esa estampa que, en el caso español, oscila entre lo acogedor y lo pintoresco, premisas ambas que constituyen la base indispensable para su conversión posterior en destino turístico. El único inconveniente, que no es poca cosa, estriba en que su punto de partida es muy tardío, los finales del siglo XIX, cuando ya han sucedido muchas cosas que serán determinantes para la conformación definitiva de la aludida vocación turística. En concreto, Moreno toma como punto de partida explícito el momento en que la estampa romántica está tan manoseada y deslucida («el desgaste del Romanticismo» titula el primer epígrafe del capítulo inicial) que provoca el manifiesto fastidio o incluso el hastío que conlleva la repetición desmesurada, lo que suele entenderse como cliché. La relación de los naturales y extraños con el país siempre ha tenido un marcado carácter ciclotímico, rasgo que permite entender el hecho de que, después de la larguísima exaltación romántica, cuyo elemento mas insólito es precisamente su persistencia, se abra una fase contrapuesta en el período de entresiglos (entre el XIX y el XX), con el 98 como eje clásico y hontanar del descontento. Son tan sombríos y apesadumbrados los tintes de esta etapa que perfilan una nueva acuñación que, paradójicamente, gozará también de éxito insospechado y un gran predicamento en las artes y en las letras: me refiero, naturalmente, a la llamada España negra, título del famoso libro de Darío de Regoyos y Émile Verhaeren y rúbrica que más tarde retomará literaria y pictóricamente Gutiérrez Solana, como cabezas visibles de un movimiento más vasto que impregna el pensamiento y el arte español de los primeros decenios del siglo XX. Como todos sabemos, esa negrura era indisociable de un regodeo en la muerte y en los aspectos macabros, que bebía de fuentes goyescas pero que ahora alcanzaba una nueva dimensión como quintaesencia del país.

            Aquí, en este punto, es donde puede decirse que comienza verdaderamente el libro de Ana Moreno, a partir de una pregunta de ribetes aparentemente ingenuos: «¿Cómo pudo llegar el turismo, que tanto tiene que ver con la vida, a un país que muchos veían casi muerto?» (p. 17). No es asunto menor, sobre todo si añadimos o tenemos en cuenta una serie de factores que, en su conjunto, inclinaban la balanza hacia una escasa consideración del país en todos los órdenes. Bastaba atravesar los Pirineos para vislumbrar un país muy distinto al entorno europeo desarrollado: cualquier visitante que procediera de Francia, Inglaterra, Alemania o norte de Italia se encontraba campos yermos o despoblados, pueblos que apenas sobrepasaban la categoría de aldeas, una economía poco menos que de subsistencia, unos caminos polvorientos o casi intransitables cuando llovía, un deplorable sistema de comunicaciones y unos habitantes, básicamente campesinos, que sobrevivían en condiciones paupérrimas. Es obvio que este panorama corresponde en términos estrictos solo a la primera mitad del XIX, grosso modo y luego se va transformando paulatinamente a lo largo de las décadas de la segunda parte del siglo pero, aun así, España o, si se prefiere, la península ibérica en su conjunto, destacaba en el contexto occidental por una situación de atraso diferencial que muchos forasteros catalogaban de penuria, oscurantismo y tosquedad. Con todo, no se trataba tan solo de un problema de pobreza material, indigencia cultural o escaso desarrollo, sino de algo correspondiente a otra categoría ética y estética: ¿era España un país atractivo? ¿Qué tenía para ello? ¿Qué podía ofrecer el país al visitante? ¿Tenía encanto la miseria? ¿Y el paisaje desolado, sin verdor, sin agua, sin árboles? Lo que podía contemplar cualquier viajero que penetrara en la península y, sobre todo, arribara a la desnuda Meseta constituía la antítesis del locus amoenus que había elaborado a lo largo de los siglos la alta cultura europea.

            A estas alturas sabemos que la belleza no está en el objeto contemplado sino en la mirada del observador, es decir, en sus valores. Somos nosotros, los seres humanos, los que transformamos la realidad exterior en paisaje. Lo pintoresco no es nada más que lo que nosotros decidimos que merece la pena ser pintado, retratado, descrito, evocado o recreado. Como es la mirada la que otorga sentido al mundo, al cambiar la perspectiva o los valores subyacentes, cambiará la consideración de lo que nos rodea. Del mismo modo que los románticos de comienzos del XIX, en especial los extranjeros, lograron ver una España fascinante donde antes solo se atisbaba una nación miserable, los pintores, literatos e intelectuales de fines de ese mismo siglo, en especial los autóctonos, fraguaron un país espiritual, de una belleza espectral, mística y austera, donde antes solo se veían unas llanuras yermas bajo un cielo inclemente: la Castilla del 98 como quintaesencia de España, su alma, la clave de su identidad nacional. Desde Azorín a Ortega pasando por Unamuno o Machado, todos coincidirán en que la patria es el paisaje y viceversa. España podía ser decadente, pero la decadencia no le restaba un ápice de atractivo, antes al contrario, en ese reconocimiento radicaba su fuerza, su sentido y su belleza. La idea va a tener una aceptación extraordinaria, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, al punto de despertar un nuevo revival romántico, con algunos cambios significativos: la áspera Castilla sustituye a la festiva Andalucía, el ascetismo desplaza a la sensualidad o, para expresarlo con los arquetipos, Don Quijote se impone a Carmen, la cigarrera.

            Pero, como bien sugiere Moreno, ese cambio de valores y de perspectiva no pueden asentar por sí solos un reclamo turístico. O pueden intentarlo, pero será solo como la semilla arrojada a un pedregal. El turismo –déjenme decirlo con una pizca de ironía- puede ser algo banal, tan trascendente como una pompa de jabón, pero una buena industria turística sí es una cosa muy seria, algo que no se improvisa y que requiere unas condiciones determinadas y unas infraestructuras sólidas, así como unos objetivos definidos y una buena planificación. De todo esto trata precisamente el libro que nos ocupa, cuyo subtítulo –Una historia del turismo en España– debe leerse atemperado por la delimitación cronológica que le acompaña, el período comprendido entre 1880 y 1936. Quiero decir que, desde la atalaya actual, esto es, teniendo en cuenta todo lo que ha venido después, la fase estudiada corresponde más bien a la protohistoria del turismo. Lo que se contempla en estas páginas, para decirlo en términos más precisos, son tan solo las raíces o inicios de la industria turística en España: los hechos, circunstancias e iniciativas que pusieron las bases para un turismo digno de tal nombre, en sentido moderno, desde el antedicho punto de partida, nada halagüeño, como ya se apuntó, hasta un momento relativamente prometedor, a las alturas de los años treinta del siglo XX, que la guerra civil truncaría de modo dramático. El volumen cumple con solvencia ese cometido de establecer un panorama general de la transición del viajero al turista y da cuenta precisa de los esfuerzos políticos, sociales, económicos y culturales que se llevaron a cabo para hacer de España un destino turístico. El hilo narrativo se resiente, sin embargo, de una exposición que parece a veces algo desordenada, como si la autora se viera ella misma abrumada por el vasto material documental que maneja. La propia redacción parece también algo apresurada, con reiteraciones y saltos cronológicos y resulta, en cualquier caso, mejorable. Son reparos menores, básicamente de índole formal, que apenas afectan a la valoración de conjunto.

            Si hay una idea que vertebra el recorrido por ese medio siglo largo, entre la década de los ochenta del XIX y el comienzo de la guerra civil, esa es sin duda la consideración del destino turístico como objetivo complejo que requiere muchas cosas pero, sobre todo, por decirlo sin ambages, la creación y desarrollo de una industria ad hoc. No era solo esto lo que faltaba en la España de la época, sino que la situación del país arrojaba un balance de déficits allá donde se mirase: país pobre, con gran peso del sector agrario, una industrialización limitada a zonas muy concretas, con una población relativamente escasa, bajísimos índices de alfabetización, una infame red de comunicaciones y unas infraestructuras que brillaban… por su ausencia. En una palabra, aquí faltaba de todo o, para expresarlo en los términos que afectaban de manera directa a las necesidades turísticas, ni un precario trazado ferroviario podía cumplir la función elemental de hacer rápidos y relativamente cómodos los desplazamientos ni una parca hostelería (modestísimos hoteles y restaurantes) se podía mostrar acorde con los estándares del momento ni, desde luego, cubrir las exigencias de unos visitantes cuyo poder adquisitivo en líneas generales era muy superior al de los naturales. Como es obvio, según nos adentramos en el siglo XX se percibe una mejora en todos los aspectos. Aun así, en la mayor parte del período estudiado, el visitante –no sé si denominarlo ya turista- encontraba un país lento, ineficiente, incómodo, frugal, tosco y atrasado, sin lujos, placeres ni comodidades. Claro que había otras muchas cosas que compensaban la visita, pero para atraer a miles de turistas era imprescindible dar una satisfacción adecuada en el capítulo de las necesidades materiales.

            Esto lo comprendieron ya en su momento, de manera temprana (inicios del siglo XX) una serie de prohombres, que contaron no solo con la disposición favorable sino con el resuelto activismo de la Corona, pues el rey Alfonso XIII se convirtió desde su acceso al Trono en el primer y principal embajador del país. Con la ayuda o patrocinio reales, se fraguaron lazos con magnates extranjeros atraídos por la cultura hispana (Huntington, por ejemplo, por citar el más conocido), se atrajeron cuantiosas inversiones, se financiaron grandes proyectos o, simplemente, se lograron vender las excelencias culturales o paisajísticas de España a los más variados sectores: en una palabra, aunque fuera a trancas y barrancas, con múltiples titubeos e insuficiencias, bien podría decirse que se pergeñó, si no exactamente una política turística en sentido estricto, sí algo que se le parecía bastante. En este punto debo consignar una perplejidad que de seguro asaltará al lector atento: la autora, Ana Moreno, insiste tanto en las debilidades, contradicciones e insuficiencias de estas iniciativas de promoción turística que, al cabo, no se entiende bien cómo finalmente, con tal confluencia de incapacidades, se pudo lograr un resultado más que digno partiendo casi de la nada. En efecto, a las alturas de 1929 –en aquel contexto, casi un annus mirabilis-, admite Moreno que España se había convertido en país turístico. «España estaba de moda», podemos leer más adelante (p. 265) pero, sobre todo, lograba dar a sus cada vez más numerosos visitantes las satisfacciones que estos demandaban. No solo las comunicaciones habían mejorado espectacularmente sino que… ¡hasta había buenos hoteles!, como reconocían las guías más prestigiosas de la época. En fin, fuera como fuese, lo cierto y más importante es que aquello no pasó de ser un triunfo efímero que al cabo se convirtió en espejismo: la República no aportó novedades en este sentido, más bien una paralización. Después, la guerra civil acabó por reducir a la nada el esfuerzo sostenido durante todo lo que se llevaba de siglo.

            Ahora bien, si algo queda también meridianamente claro en la lectura de estas páginas es que la satisfacción adecuada de las necesidades materiales es solo un requisito, necesario pero no suficiente, para la conformación de un país turístico. Casi me atrevería a decir, por mi cuenta y riesgo, que todo eso tendría que venir después de un proceso más complejo –o más sutil- que no es otro, por decirlo en términos hoy en boga, que establecer una narrativa, un relato atractivo del país en cuestión, de su historia, su arte, su literatura, sus monumentos, sus gentes, sus costumbres, sus diversiones… Un país turístico es el que sabe venderse, dicho sea en su acepción más positiva y, para ello, necesita inventarse o reinventarse, revestirse de un halo interesante o encantador que, en última instancia, no es más que una fabricación al efecto. Moreno explica muy bien, por ejemplo, cómo se fraguó la imagen de Toledo o cómo se convirtió a un pintor cretense, El Greco, en paradigma español, pero lo mismo podía aplicarse a las huellas de Cervantes y Covadonga (pp. 150-161) y no solo a ellos, sino a un sinfín de elementos materiales o ideológicos que se transformaron en símbolos españoles por circunstancias fortuitas en algunos casos pero, con más frecuencia, debido a la labor consciente de determinados personajes o agrupaciones que supieron pulsar las teclas adecuadas. Aunque la referencia es chusca, no puedo dejar de acordarme de aquel título del filme de Pedro Lazaga protagonizado por Paco Martínez Soria: pues es verdad, ¡el turismo es un gran invento!

            Del mismo modo, podría hablarse complementariamente de la invención de las vacaciones, de un tiempo para el ocio, del veraneo y sus múltiples ramificaciones y consecuencias. Entre ellas, por citar algunas de las más llamativas, la revalorización de un litoral hasta entonces preterido, con el disfrute de los baños de mar o el aprecio de determinados enclaves por sus aguas, con la creación de balnearios. O la celebración de la comunión con la naturaleza, con actividades al aire libre, el deporte y el excursionismo. O el fulgor de los velocipedistas, que llenaron toda una época con sus figuras que hoy resultan pintorescas. Aunque el cambio ha sido paulatino, no por ello el resultado es menos espectacular: frente al primer viajero romántico tipo Richard Ford, Gautier o Borrow, el visitante del primer tercio del siglo XX, sin olvidar el pintoresquismo, exige seguridad, rapidez y comodidad. El viaje se hace menos aventurero pero también más hedonista. Al visitante moderno no le importa ser menos individualista que los pioneros, aunque ello le aboque a ser un punto gregario. Se deja conducir por el país con ayuda de las guías de viaje (no hay destino turístico sin guías de viaje, subraya Moreno, del Handbook de Ford a la Baedeker o la Cook) y busca casi de modo compulsivo los souvenirs, sin que le importen lo más mínimo su condición de estereotipos culturales: abanicos, castañuelas, mantillas, sombreros, cerámica, artesanía, muebles, litografías y un sinfín de cachivaches que, de algún modo, puedan presentarse como tradicionales o representativos del país. Una ficción, desde luego, pero una ficción satisfactoria para unos y rentable para otros: en eso consiste el turismo.

            Quizá por ello se impone un cierto distanciamiento irónico en los analistas que trabajan con las impresiones de los viajeros. Tal actitud está presente en el propio título que ha elegido Ana R. Cañil para su libro: los amantes extranjeros de nuestro país quedan subsumidos en la categoría de guiris, que es tanto como decir esos ingenuos o despistados que no se enteran de la misa la media. Del mismo modo que el cateto nacional de la España que empezaba a ser turística se representaba como un tipo salido y con boina –el paleto que tan bien encarnaron Esteso, Landa o el antes citado Martínez Soria-, la imagen del guiri es la de ese sujeto extravagante con camisa floreada, pantalones cortos (aunque haga un frío que pela) y sandalias con calcetines. Para ser justos, hay que reconocer que buena parte de los visitantes que aparecen en la obra de Cañil no se merecen la consideración despectiva de guiris, por cuanto, con todos sus defectos, excesos y limitaciones, lograron captar de modo agudo o preciso algunas facetas del país. Quiero decir que, junto con los viajeros-escritores que hoy nos parecen más tópicos (los románticos de primera hornada), hay otros, como puede comprobarse en la escueta relación bibliográfica final, que mostraron más entidad o juicio, como Cees Nooteboom o Edith Wharton. Lo que distingue la aproximación de Cañil es sin embargo la perspectiva: en vez de fijarse en épocas o en viajeros determinados, ha tomado como referencias para articular su análisis ciudades o comarcas españolas. De este modo, sus once capítulos constituyen un viaje por la geografía peninsular, para recrear esas urbes o zonas desde la mirada foránea: desde los románticos en la Alhambra (primer capítulo) hasta la Barcelona de Orwell y García Márquez (último), pasando por El Escorial, Asturias, Vigo. Segovia, Sevilla, la Maragatería, el Guadarrama, el camino de Santiago o el Paseo del Prado. Fíjense en la lista que acabo de exponer porque encontrarán que, junto con las urbes más inevitables –las andaluzas, sin ir más lejos-, los itinerarios típicos –el camino compostelano- o las construcciones más emblemáticas –el acueducto segoviano- hay un hueco, que siempre es de agradecer, para otros escenarios menos tópicos, como el prerrománico asturiano, la ría viguesa o el territorio maragato.

Aunque traten un tema parecido o concurrente, estos amantes extranjeros que firma Cañil no tienen nada que ver con los forasteros y turistas que hemos encontrado en el volumen de Ana Moreno Garrido y ello no tanto por el objeto en sí del estudio –España y sus lugares como destinos turísticos- cuanto por la diferencia en la actitud y la mirada de las dos autoras. De hecho, se me ha escapado en la frase anterior el concepto de estudio que, en rigor, solo sería aplicable a uno de los libros, pues lo que hace Cañil es más bien un divertimento que no trata de ocultarse ni de justificarse con ningún tipo de coartadas eruditas o bibliográficas. Es este un tipo de obra que está muy en boga hoy en día en el mercado editorial, a caballo entre el ensayo y las experiencias personales, con un yo que se inmiscuye constantemente en la narración detallando sus sensaciones, alegrías y contrariedades. Dicho de otra manera, en las páginas de su volumen puede encontrar el lector tantas impresiones particulares de su autora como de los viajeros y visitantes –de Washington Irving a Stefan Zweig o Jan Morris- que teóricamente constituyen su centro de atención. Me apresuro a aclarar que no digo esto en términos de censura sino a título meramente informativo: en todo caso, lo que yo pudiera pensar sobre el particular no tiene la menor trascendencia y, más aún, si tomamos en consideración el éxito y la aceptación popular de estos productos híbridos que, desde la llamada no-ficción se sirven de una serie de recursos narrativos de probada eficacia. Ahí está el éxito internacional de Jostein Gaarder, haciendo asequible la historia de la filosofía a todos los públicos –El mundo de Sofía– o, en nuestros lares, los pelotazos de Irene Vallejo con El infinito en un junco o Ana Iris Simón con Feria, por citar algunos de los recientes booms editoriales. Así que, por si hiciera falta aún, enfatizo que, pese a su levedad o precisamente por ella, Los amantes extranjeros se lee con agrado y hasta con una sonrisa en muchas ocasiones. Como esos filmes –de comedia clásica- que solo aspiran a hacernos pasar un buen rato. Ni más ni menos.

Todo lo que acabo de decir, lejos de ser una elucubración personal o subjetiva, se pone de manifiesto de modo explícito ya incluso en sus primeras páginas. Argumenta Cañil en un prólogo titulado «Aventuras extranjeras por España», que su obra nace del impulso de «mantener vivo el asombro ante la belleza». Un medio para ello es recurrir «a la mirada de otros», no solo para ver con otros ojos y valorar lo que nos rodea, sino dando unos pasos más, para deleitarnos en la belleza y sumergirnos en los placeres, recreando de este modo «una aventura deliciosa, valga la cursilería». Con una sinceridad desarmante, reconoce la autora que sus aspiraciones son muy modestas, hasta el punto de que la propia «elección de los libros escogidos [sic] para cada viaje es aleatoria y libre de pretensiones». Aunque, como muy bien puede colegirse, las impresiones y estimaciones de los diversos visitantes son heterogéneas, dispares e irreductibles, como consecuencia no solo de las modas de cada época sino de su talante personal, el peso abrumador de los viajeros románticos o asimilables inclina la balanza hacia el consabido cliché pintoresco: un país pobre y atrasado, poblado de individuos violentos y fanáticos, pero con una autenticidad y magnetismo asombrosos. Un país digno de visitarse por su ambiente oriental, sus paisajes descarnados y sus costumbres ancestrales, por su historia extraordinaria y sus monumentos impresionantes, de la Alhambra a la Giralda, pasando por sus grandiosas catedrales góticas o sus monasterios emblemáticos como El Escorial. Por supuesto, una cosa –la monumentalidad- no quitaba la otra, la miseria generalizada. Así que, vista aquella España con los ojos de hoy, lo que se impone es la satisfacción indisimulada por el contraste: seamos chovinistas, a la francesa, o impertinentes, a la inglesa, arguye Cañil y felicitémonos por lo conseguido: a pesar de una guerra civil y casi cuarenta años de dictadura este país no es ahora ni sombra de lo que fue o de lo que vieron o dijeron ver aquellos visitantes de un ayer no tan lejano. Mejor dicho, ha dejado atrás todas esas sombras que, como fantasmas seculares, han acompañado buena parte de su trayectoria histórica: «podemos permitirnos el lujo de querernos. Y bastante». Bueno, en cierta medida podría decirse que ese el leit-motiv de la obra y por eso he insistido en ello. En coche propio o confortablemente acomodada en el AVE, haciendo luego traslados en taxis, hospedada en hoteles con todo tipo de comodidades o degustando una excelente oferta gastronómica, la autora pasea por los más diversos rincones de España, de norte a sur, de este a oeste, acompañada de los libros clásicos de Davillier, Borrow, Gautier, Ticknor, Andersen o Townsend y no puede por menos que regodearse con el contraste. La realidad que describen estos y otros muchos autores de su cuerda apenas tiene ya nada que ver con este país moderno que ha preservado edificaciones antiguas y tradiciones ancestrales pero que se ha liberado de las cadenas del pasado y vive una modernidad equiparable a la de todo el occidente europeo: la gran aspiración de las elites españolas, que pareció imposible hasta hace poco, pero que desde los últimos decenios del siglo XX es una realidad incontrovertible. Bien podría decirse entonces, retomando el hilo que ha guiado gran parte de nuestra reflexión, que esta España que aspira a ser destino turístico de masas ha logrado con ello la cuadratura del círculo. Preservar las huellas de su pasado pero asomarse a este como se asoma uno a un abismo, desde las alturas de un mirador seguro y bien acondicionado. Que ello suponga haber convertido algunas de esas ciudades, lugares y recintos monumentales en algo muy parecido a parques temáticos, con todo lo que ello conlleva, no es más que el peaje a pagar. Por otro lado, muy probablemente, algo poco menos que inevitable. Y en cualquier caso, esa es otra historia.

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