Buscar

Conversación con Félix de Azúa: «Es absurdo pensar que al arte lo mata alguien»

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Las (malas) noticias recientes sobre el descenso de las ventas de libros, el cierre de librerías y la desaparición de apoyos estatales a la producción editorial y a la publicación de revistas han llevado a que se multipliquen los diagnósticos acerca del fin del arte en general y de la literatura en particular. Ante la avalancha de libros recientes sobre el tema, publicamos una conversación entre el escritor español Félix de Azúa y el argentino Patricio Pron en torno a la edición ampliada del libro de Azúa Diccionario de las artes (Barcelona, Debate, 2011), en el que se discutían ya muchos de estos temas. La conversación se celebró el 16 de mayo en la librería madrileña La Buena Vida y es parte de un ciclo denominado «Antología en movimiento», en el que Pron realiza una pequeña selección personal de los escritores, cineastas y músicos más interesantes de Madrid y alrededores.

En el prólogo de la edición ampliada del Diccionario de las artes comienzas hablando de tu asombro al descubrir que entre 1995 y 2002 se había publicado una gran cantidad de textos sobre lo que llamas «el acabamiento del Arte» y afirmas que «en 2010 parece como si la totalidad de la clientela universitaria y periodística no hubiera dedicado sus fuerzas a otra empresa que la de asumir ese acabamiento y tratar de adivinar cómo se le puede exprimir un poco más». ¿A qué atribuyes este interés por el tema?

Cuando escribí la primera versión del Diccionario, por el año 1995 o así, la monté como un conjunto de fragmentos de algo roto porque mi idea era que, efectivamente, una forma de entender el Arte (que yo distinguía de la nuestra poniéndola con A mayúscula) que había durado treinta mil años, desde las cuevas de Chauvet y los bisontes de Altamira, se había terminado. Esa forma que llamamos Arte había tenido muchos avatares, se había transformado muchas veces, pero había mantenido una continuidad que los profesionales suelen llamar «representacional»; es decir, la ficción de que podemos representar nuestra situación en el mundo mediante figuras comprensibles, de tal manera que uno podía decir que una imagen es un pensamiento visible. Y de pronto, hacia 1802, en los múltiples principados y marquesados de lo que después será Alemania, surge el primer Romanticismo (el de [Friedrich Wilhelm Joseph] Schelling, los Schlegel [August Wilhelm y Friedrich], [Caspar David] Friedrich, [Philipp Otto] Runge, Novalis) y de allí vendrá nuestra forma de entender el arte. Esa invención supuso un abismo absoluto; realmente puede hablarse de que el mundo hizo durante treinta mil años una cosa y, de pronto, comenzó a hacer otra totalmente diferente con la que llevamos ya doscientos años y pico.
El asunto me pareció interesante desde el punto de vista del Arte, pero también del pensamiento, y escribí el libro en mala hora, porque tras publicarlo, y como era de esperar, todos los expertos, los teóricos, los más grandes cerebros del país, se lanzaron sobre mí como tigres y me llamaron de todo: fascista, reaccionario ridículo, pederasta, caníbal, realmente de todo. Claro que lo que yo dije por entonces ahora lo dicen hasta los niños. No sé si lo entienden en serio, pero decirlo, lo dicen: que el Arte es cosa del pasado, como afirmó Hegel en 1830, se ha convertido en una verdad popular, aunque uno nunca sabe cómo se hacen populares las verdades.

Afirmas que el Arte ha muerto a raíz de su sacralización por parte de las clases medias, un diagnóstico diferente al de, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, quien afirma en su último libro que el arte corre serio riesgo de perder su función social debido a su frivolización.

No es una cuestión que podamos discutir en cinco minutos, pero creo que puede resumirse bastante bien. Lo que inventan los primeros románticos es una posibilidad para que el Arte sustituya definitivamente a la religión y a la filosofía. Dios ha muerto (Kant es el primero que lo anuncia), la Revolución Francesa da a esa muerte su espectáculo y su metáfora en la imagen del rey decapitado, y los románticos sencillamente son consecuentes y dicen: «¿Cómo va a vivir la humanidad desde el momento en que comprenda que está sola en el cosmos? Vamos a inventar otro modo de representación que nos permita prescindir de las ayudas exteriores».

Allí empieza todo. Las vanguardias son la consecuencia de esta soledad: a pesar de que se dicen rupturistas, son muy conservadoras, son en verdad el último capítulo del Romanticismo. Todo el tránsito que va desde los románticos hasta [Jackson] Pollock, [Mark] Rothko y las últimas vanguardias, para mí forma una unidad y en su momento final simplemente adquiere conciencia de que ya se ha acabado, que el Arte sólo sobrevive gracias a la respiración asistida que le proporciona un Estado que beca a esos artistas sospechosamente «rebeldes». Es absurdo pensar que al Arte lo mata alguien. Nadie lo mata, su agonía es la de su autoconciencia, la convicción de su inutilidad.

En ese sentido, y si te comprendo bien, podemos decir que el Arte no se acaba por su frivolización sino por su transformación en una especie de religión laica, es decir, por un movimiento contrario al que viene denunciándose.

Sí, la religión laica es el Romanticismo y las vanguardias son el último momento litúrgico, el de la conciencia de la inutilidad, muy próxima, por cierto, a estados agónicos como los que expresan [Samuel] Beckett, [Thomas] Bernhard o [Paul] Celan. Es el momento en que se comprende que la ontologización de las artes (cada una de ellas buscando su lenguaje esencial; es decir, la pintura desprendiéndose de todo lo que no sea pictórico: figuras, perspectivas, escenarios, vacas, caballos, árboles) es completamente inútil y contribuye a mostrar su propio vacio. Esto sucede hacia el año 1970 (podríamos dar fechas, decir que fue el 3 de marzo de 1972), cuando surge eso que solemos llamar posmodernidad o transvanguardias (body art, performance, happening, todo ese tipo de cosas), que son el último rechazo y cuyos miembros se dicen: «¿Pollock? ¿Rothko? ¡Pero si son como Delacroix o como Ramón Casas o como Antonio López, son para poner encima del piano!», y hacen cosas como colgar una sardina, subir a un escenario con una liebre muerta en los brazos, o esparcir unos ladrillos por el suelo, tratando de escapar a la trascendencia, a la pregunta metafísica, realmente metafísica, de la función del Arte. No obstante, desdichadamente (y esta es la parte apasionante del asunto), no lo consiguen: no pueden matar al Arte. Éste sigue vivo y con museos que acumulan ladrillos, liebres muertas y sardinas, lo que es asombroso. Es un acabamiento, no una muerte.

A lo largo de Diccionario de las artes y en otras intervenciones tuyas hay una defensa creo que fundada de una cierta irresponsabilidad del arte, un rechazo a su instrumentalización política y a los extremos que lo conciben, ya como una manifestación de fuerzas sociales, ya como la expresión irreductiblemente individual del genio. Corrígeme si me equivoco, pero parecen argumentos cercanos a ciertas vanguardias históricas como el surrealismo y, particularmente, el dadaísmo. ¿Estás de acuerdo? ¿Te sientes afín a esas vanguardias? Más aun, ¿qué ha sucedido en las últimas décadas para que la discusión contemporánea sobre el arte y los artistas se articule en torno a la defensa de argumentos diametralmente opuestos?

No lo sé. El hecho es que en estos momentos tenemos el Arte más conservador y reaccionario que hayamos visto nunca. Egipto era más progresista que el arte actual. Y por esa razón me interesa. Me interesan las artes contemporáneas por lo que tienen de reconocimiento verdaderamente filosófico del hecho de que somos mortales y el Arte no aporta ningún alivio. La Revolución Francesa es el momento en que el hombre fue consciente de su mortalidad porque allí terminó su recorrido el alma inmortal. En el Arte no. La creencia de que el Arte es inmortal, glorioso, etcétera, siguió vigente. Cuando Tàpies hablaba del Arte, por ejemplo, era como cuando ahora habla el arzobispo de Alcalá de Henares. Hablaba como si fuera un obispo, convencido de que el Arte iba a salvar a la humanidad, que es la concepción romántica del Arte como solución moral de nuestra mortalidad.

En cuanto a las vanguardias, lo que más me interesa de ellas es la capacidad gigantesca que tuvieron para sustituir a la religión: decenas de generaciones de burgueses, muchos de ellos de izquierda, pudieron soportar su mortalidad, su incompetencia o su estupidez gracias al Arte. Durante todo ese período el arte sirvió de plataforma salvífica en términos morales; no hay más que leer a Adorno: está constantemente diciendo que la única moral posible para la izquierda es la del Arte de vanguardia tal y como él concebía la vanguardia. Un patinazo gigantesco, puro aristocratismo de izquierdas.

Precisamente esas vanguardias condenaron las artes de su tiempo (pienso en Delacroix diciendo que la pintura está en decadencia desde el siglo XV debido a que por entonces había resuelto ya todos los problemas técnicos que se le planteaban) y me pregunto si nuestra época le ha agregado algún aditamento a esa corriente de descontento. ¿Quizás una pregunta por la circulación de la obra de arte que libera a quien la pronuncia de la obligación de conjeturar qué es lo que circula o no lo hace? ¿La compulsión cuantitativa de sostener que el Arte ha muerto porque se venden menos libros y los espectadores de teatro y de cine han disminuido?

No, por el contrario: nunca se ha ido tanto al teatro y al cine como ahora. ¡Por no hablar de los museos! Siguen siendo nuestras últimas prácticas religiosas, aunque ya muy degradadas. Lo fascinante de los museos es que pueden verse como Heródoto veía las pirámides de Egipto, como restos de un tiempo en el que los humanos todavía convivíamos con los dioses.

Sin embargo, admites que es un argumento que se emplea a menudo cuando se habla de estos temas, en particular en los periódicos, que es lo que leen los expertos.

Sí, pero es erróneo. Los que realmente vivimos con seriedad estas cuestiones intempestivas distinguimos claramente lo que forma parte del espectáculo (el montaje del Estado y los que viven del Estado, que son millones) y la cosa en sí. Por supuesto que aún hoy hay chavales que quieren escribir «el» poema, pintar «el» cuadro, y eso es inmortal y respetabilísimo y a lo mejor funciona. Lo que ha cambiado es que ni a ellos ni a nosotros se nos exigirá que rindamos cuentas: ésa es la diferencia. Nos ha tocado un momento que creemos de máxima libertad, pero que es de máxima indiferencia. El así llamado Arte ya no tiene más función que alimentar exposiciones y llenar espacios en los media, pero carece de una mejor función social: tiene mucha más importancia cualquier teleserie. Habría desaparecido ya si no fuera por el Estado, que ha de mantener alguna esperanza en la grandeza de sus súbditos y mantiene la ficción del Arte y la Educación.

Tu propuesta (aquí y en otros textos) es que la obra de arte aproveche la que denominas su «enorme fuerza» para «competir en tanto que mercancía». En ese sentido, pareces el único convencido de la capacidad del arte de competir como tal con otras mercancías comunicativas y seudoartísticas; de hecho (y esto es lo notable), la discusión sobre la supuesta «decadencia» del arte y de la cultura parecen esgrimir como argumento principal el descenso de las ventas de libros, entradas de cine y discos. ¿Puede realmente el arte no afirmativo ser evaluado de esa manera?

Bueno, hay mucho cursi que ahora lamenta que el arte actual está muy «mercantilizado», pero, ¿cuándo no ha estado mercantilizado el arte? ¡Por favor! Dime no ya un siglo, dime un año. El Arte siempre ha sido «la» mercancía perfecta. Y es un modelo para las mercancías modernas. La primera reflexión extraordinaria sobre este asunto es la de Charles Baudelaire, que va a la Exposición Universal de París y ve en una enorme sala una locomotora sobre un pedestal y la compara con los guerreros persas de los frisos antiguos; él es el primero que entiende cierto tipo de arte como una mercancía o a la mercancía como arte, con su pedestal escultórico.

Sostienes (y aquí cito de memoria) que la democracia global ya no puede permitirse la excelencia por sobre la proliferación. También dices que «un arte democrático viene a ser como un campo de concentración voluntario». ¿Cuáles son los ataques menos insidiosos que recibiste por decir esto?

Verás, antaño (antaño quiere decir hace veinte años) los ataques tenían gracia, las pullas entre escritores eran divertidas: la gente no se las tomaba a mal y era necesario tener ingenio para atacar. No hay más que recordar las barbaridades que decía Borges sobre la literatura española. En la actualidad, uno echa de menos tener buenos enemigos, ya que quien comenta lo que uno ha hecho a menudo es un pobre chaval que trabaja en el suplemento cultural de un periódico quebrado (todos lo están) y a quien obligan a hacer estas cosas, aunque él preferiría la sección de deportes, que es lo que da dinero. Así que los comentarios suelen ser asombrosos ejemplos de ignorancia. Nos hemos quedado sin enemigos y podemos decir lo que nos dé la gana. Una vez más se confunde la libertad con la indiferencia.

Afirmas que «Todo aquel que padezca porque nuestro presente se le aparece negro y mudo sepa que «la muerte del Arte» anunciada por Hegel se ha realizado y que es una excelente noticia. Recuerde también que cuando se supo que el gran dios Pan había muerto se produjo una enorme consternación en el orbe, pero la desaparición de las selvas pánicas […] sólo corrobora la apertura del presente hacia el futuro, es decir, su mantenimiento como presente». ¿Qué futuro imaginas para el Arte o las artes?

Para comenzar, las artes no tienen futuro: son puro presente. Tampoco tienen pasado. Al pobre Marx le desconcertaba completamente cómo puede interesarnos, desde el punto de vista del materialismo dialéctico, Sófocles. A él le interesaba, por supuesto, pero no estaba dispuesto a admitirlo debido a que no podía justificarlo desde un punto de vista constatable en términos materiales. El Arte es lo único que no tiene pasado, de modo que preguntarse sobre el futuro del arte es ponerlo en un marco en el cual el Arte se convierte en una cosa, en una excusa para la historia del Arte, pero el arte no es eso. Es tan presente que es imposible imaginar su futuro. ¿Recuerdas la postal que le escribe [Friedrich] Nietzsche a [August] Strindberg desde Turín, al final de su vida? Le dice: «Sono Dio, ho fatto questa caricatura». Todos hemos vivido esa sensación, todos sabemos que estamos viviendo en una caricatura. ¿Cómo nos escapamos? ¿Cómo nos dotamos de un sentido imaginario? Algunos por la religión; dichosos ellos y en tanto no se metan con los demás, felicidades. Otros por la ciencia, que hoy por hoy es quien tiene el poder. Y otros por el Arte. Aparte de estas tres patitas, todo se cae, así que el Arte, a mi entender, como la religión o la ciencia, no tiene pasado ni futuro, es una actividad eterna en un sentido muy serio: nos mantiene en lo que somos y si desapareciera dejaríamos de ser humanos. Lo fascinante es que ese Arte eterno puede tener como avatar su propia anulación, su negación y su desaparición. Por eso no hablo de muerte del Arte, sino de «acabamiento». En su doble sentido de «terminación», pero también de «pulido final».

En Diccionario de las artes recuerdas que los aprendices del gótico tenían una serie de obligaciones con quienes les enseñaban su oficio, y las enumeras: «cocinar, hacer las camas, asear la casa, sacar agua del pozo [y] traer vino de la taberna», entre otros. De modo que, tras escucharte, lo único que me queda es agradecer el hecho de que los tiempos hayan cambiado y no tenga yo que traerte vino de la taberna. También te agradezco el tiempo que nos has brindado.

Gracias a vosotros.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

9 '
0

Compartir

También de interés.

La forja de un prosista